La madre de Paola Guzmán, Petita Albarracín, ha buscado justicia durante años y sin éxito en las cortes ecuatorianas. Hoy, 28 de enero de 2020, tras 12 años de litigio internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos tendrá una audiencia pública sobre este caso. Muy probablemente, Ecuador será condenado internacionalmente por estos hechos: en 2002, Paola Guzmán Albarracín tenía 16 años y estaba a punto de “perder el año”. Fue a hablar con el vicerrector del colegio, quien ofreció solucionarle el problema a cambio de favores sexuales. Producto de esa relación, Paola quedó embarazada, y fue obligada a abortar, no sin antes ser forzada a tener relaciones sexuales con el médico que iba a practicarle el aborto. Días después, ingirió diablillos y se suicidó.
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Los hechos relacionados al abuso escolar, embarazo, aborto forzado y suicidio de Paola Guzmán fueron originalmente presentados ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2006. La CIDH es un órgano cuasijurisdiccional y autónomo de la Organización de Estados Americanos (OEA) que vela porque los Estados que forman parte respeten y garanticen los derechos humanos consagrados en la Convención Americana de Derechos Humanos. Ecuador es parte de este tratado internacional desde 1979. Pero el país no cumplió con las recomendaciones que la CIDH le dio en su informe de 2008 sobre el caso de Paola Guzmán. Y, por este incumplimiento, el caso fue sometido a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Este caso es emblemático porque, por primera vez, la Corte IDH se referirá en su jurisprudencia contenciosa al acoso sexual en el ámbito educativo y cómo éste caracteriza una forma de violencia contra las mujeres y las niñas. Para Ecuador y otros Estados de la región, la sentencia que posiblemente la Corte emita ya a mediados de este año, resulta relevante ante el surgimiento masivo de denuncias sobre casos de pederastia, abuso sexual y acoso en instituciones educativas, acompañadas de un patrón sistemático de silencio, tolerancia e impunidad por parte de las autoridades llamadas a investigarlos y sancionarlos.
Cuando se trata de niñas y adolescentes, el Estado y sus agentes tienen una responsabilidad reforzada de protegerlas y prevenir que sus derechos sean vulnerados. En el caso de Paola Guzmán, el problema no era solo que era mujer, y por eso fue acosada y abusada por el vicerrector sino que esos abusos ocurrieron en un contexto donde la víctima, menor de edad, pertenecía a un estrato socioeconómico desfavorecido, y además tenía un mal rendimiento escolar que no fue oportunamente atendido por parte de sus educadores. Todas estas otras desigualdades crearon el ambiente propicio para que ella fuese “elegida” por su abusador. Hay, por tanto, discriminaciones múltiples que convergen en este caso.
Ya en 1999, en el caso Villagrán Morales y otros que trataba sobre la ejecución extrajudical de varios niños en situación de calle en Guatemala, la CorteIDH indicó que en el caso de niños de escasos recursos hay una doble violación a sus derechos humanos: primero porque tener condiciones económicas precarias les exponen a situaciones y ambientes donde pueden ser vulnerados (en el caso de Paola, tener que acceder a un servicio educativo público que, a todas luces, era deficiente) y segundo, porque es precisamente esa condición de pobreza e indefensión frente al sistema que facilita que este tipo de casos queden en la impunidad.
El acoso, como una forma de violencia contra las adolescentes, es una forma de discriminación, como bien han indicado tanto la CorteIDH como el Comité de la CEDAW —el mecanismo internacional de las Naciones Unidas que busca eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres. En este sentido, y tomando en cuenta las necesidades especiales de las niñas entre los doce y dieciocho años, el Estado debe crear ambientes propicios para prevenir riesgos a su salud sexual y reproductiva, que no solo se agotan en la educación sexual y el acceso métodos anticonceptivos, sino que además suponen el deber de protegerlas de cualquier situación donde esos derechos puedan verse conculcados. En el caso de Paola Guzmán, no solo que el Estado no tomó medidas idóneas para protegerla de riesgos graves a su integridad psicológica y sexual sino que el perpetrador de tales agresiones era una persona de su confianza, alguien que estaba encomendado a su cuidado y protección en una institución pública. Para todos los efectos legales, a Paola Guzmán la abusó y embarazó un agente estatal.
De obtenerse una sentencia favorable, el Estado no solo deberá reparar a la madre de Paola por el sufrimiento que le ocasionó la muerte de su hija, sino que deberá adoptar medidas de no repetición, orientadas a evitar que situaciones similares vuelvan a suceder. Este es un reto especialmente elevado para el país, que en años recientes ha tenido varios casos de violencia sexual en el ámbito escolar: el caso “Principito”, donde el presunto agresor tuvo el apoyo de la entonces Primera Dama; el caso AAMPETRA, donde 43 niños fueron forzados a incurrir en actos sexuales por su profesor, y otros tantos que parecen ser buenos para llenar las primeras planas, pero no alcanzan a ser efectivamente investigados y sancionados.
Según la información brindada por la Comisión AAMPETRA, el 60% de agresiones sexuales en el ámbito escolar no llegaron a judicializarse. Es precisamente la impunidad en estos casos, lo que propicia que se sigan dando, cada vez con más frecuencia.
La existencia de acoso escolar y la impunidad en casos anteriores supone un riesgo para el ejercicio de los derechos de nuestras niñas y jóvenes a la educación. En este sentido, ya dijo la CIDH en su informe de fondo del caso de Paola que el deber estatal de respetar y garantizar el derecho de los y las jóvenes a educarse, no se agota con proveer de escuelas accesibles, sino que el entorno educativo goce de aceptabilidad. Esto, entre otras cosas, supone “la supresión de estereotipos sexuales y de género que impiden el goce del derecho a la educación a las niñas, las mujeres y otros grupos desfavorecidos”.
Si queremos que la muerte de Paola Guzmán no sea en vano, es necesario que el Estado trabaje de manera seria para que los entornos educativos estén verdaderamente libres de discriminación y violencia, algo que no se logrará mientras en éstos se perpetúen estereotipos de género. Estereotipos como que las mujeres solas en espacios públicos son objeto de apropiación de los hombres, que los hombres no pueden controlarse ante supuestas insinuaciones de mujeres, aún si éstas son menores de edad, que no decir “no” ante los avances sexuales de un hombre equivale siempre a consentimiento. Son estereotipos que ponen en riesgo los derechos de las niñas y jóvenes.
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En este sentido, es posible que la sentencia exija al Estado incorporar de manera efectiva una educación con orientación en derechos humanos e igualdad de género, como un mecanismo efectivo de autoprotección para ellas. Este es otro tema que se ha venido postergando, en parte, gracias a la oposición irracional de ciertos grupos conservadores que, de manera consciente o no, pretenden perpetrar la situación de riesgo que la falta de educación con enfoque de género ha generado en el país. Ya oigo a ciertos asambleístas trasnochados hablando de la “dictadura de la CorteIDH” y el “derecho a educar a los hijos como uno quiera”, mientras escribo esta sección de la columna.