Horas antes de que cese la violencia, en un recodo del parque del Arbolito, manifestantes y la policía esperaban los resultados del diálogo entre el gobierno y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) frente a frente, como desde dos trincheras. Desde un altavoz se escuchaban las voces del presidente Lenín Moreno —a quién la mayoría abucheaba— y la de Jaime Vargas, que conseguía aplausos y arengas. Era el undécimo día de paro desde que el gremio de transportistas llamó al primer levantamiento en reacción a las medidas económicas anunciadas por el presidente y al que se unieron la Conaie y otras organizaciones sociales. Y aunque, después de más de cuatro horas de negociaciones, se llegó al acuerdo de derogar el decreto presidencial 883 —que eliminaba el subsidio a los combustibles— el gobierno, la dirigencia indígena y el resto del país mostraron estar muy lejos de cicatrizar profundas heridas históricas. 

Los once días de paro exacerbaron en el país dos disputas: la económica (el debate sobre las medidas recetadas por el Fondo Monetario Internacional) y la social (el impacto de las medidas en comunidades más pobres y la forma de protesta de la Conaie). 

revocado el decreto 883

Fotografía de Diego Ayala León para GK

Era un debate público empapado por la desigualdad. Las movilizaciones contra Mahuad, Bucaram y Gutiérrez habían cerrado filas contra un enemigo común —incapacidad mental para gobernar, el feriado bancario, la pichicorte—  pero esta vez las razones de la Conaie no eran las de la clase media urbana. Además, con el apoyo infiltrado del correísmo a la movilización y el impulso de muchos grupos por destituir a Moreno, los frentes en este conflicto no estaban demarcados con claridad entre la izquierda y la derecha. Mucha gente no sabía cómo hacer lo correcto. 

Las protestas abrieron una caja de Pandora. En la primera arremetida el jueves 3 de octubre, la de los transportistas, en las cercanía al parque de la Alameda, un policía fue capturado por una turba de manifestantes. “Quémenlo”, gritaban algunos. “Mátenlo”, otros. Una mayoría que entró en razón disuadió a la turba, recordándoles una verdad obvia, pero esquiva cuando los ánimos están caldeados: “El también es pueblo”. Poco después, la policía en moto y a caballo arremetió contra manifestantes, curiosos y vecinos a toletazos. 

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Ese fue el tono desde entonces. La policía —cuyo deber es contener— se aprovechó del estado de excepción para pegar, atropellar, y lanzar gases con brutalidad incluso a las zonas de paz, los refugios de las universidades Católica y Salesiana, donde había mujeres y niños. 

Cuando “dispersaba”, la fuerza pública no se detuvo ni siquiera con personas que se habían rendido y que no ofrecían resistencia, personal voluntario médico e, incluso, prensa. Fueron implacables y, en algunos casos —ya lo determinarán las entidades pertinentes— su accionar cruzó la línea criminal. 

Muchos de esos abusos fueron documentados por activistas y periodistas independientes, aunque no siempre con suficiente responsabilidad. La violencia se esparcía y se denunciaba en redes, empapada de la misma adrenalina de los enfrentamientos en las calles. 

Esto contrastó con mayor parte de la cobertura de los medios principales, que se enfocaron en la organización y coordinación evidente de grupos violentos —de los que la Conaie se desligó— dentro de las protestas, el efecto de su vandalismo y los frentes que se abrieron en la Contraloría, Teleamazonas y diario El Comercio. 

Eso pasa con la violencia: la vivimos y denunciamos selectivamente. De acuerdo a nuestra perspectiva, la entendemos como una forma de defensa inevitable o como un hecho generalmente injustificable. Con frecuencia intentamos darle una razón, como negando cuando surge del caos, la rabia y la revancha. Le forzamos sentidos para decir que es lo correcto. 

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El Ecuador de los días de paro me recordó que a veces los espejos en los que buscamos explicaciones no están en la realidad, sino en la ficción. Pensé Haz lo Correcto, una película del cineasta Spike Lee en la que la tensión racial define la cotidianidad, la amistad y el romance entre vecinos blancos, negros, asiáticos y latinos en un barrio de Nueva York, cada uno viendo al otro como un estereotipo y un insulto. 

La tensión consume la mecha corta de la historia y, en un instante, explota el conflicto. Violento, caótico, estridente, lo incendia todo.  Dos frases cierran la película: una de Martin Luther King Jr., pacifista que luchaba por los derechos del pueblo negro en Estados Unidos y otra de Malcolm X, quien defendía la violencia como una forma de defensa propia. “La violencia busca aniquilar en lugar de convertir”, dice el reverendo King. Malcolm X en cambio, dice “cuando es autodefensa no es violencia, es inteligencia.” Las palabras de los dos líderes chocan como dos trenes que avanzan a toda velocidad. 

Así pasó en el Ecuador durante el paro: chocamos nosotros también, incluso a pesar del esfuerzo de una mayoría por hacer —o pensando que hacíamos— lo correcto. 

Lo vi en la calles que recorrí durante los días de paro. La noche de su llegada a la Casa de la Cultura, Víctor —un campesino que trabajaba en un mercado en Cotopaxi— me contaba del impacto que tendría la eliminación del subsidio en su vida, en particular porque tenía cuatro hijos que, para llegar al colegio, tomaban cuatro rutas de bus, dos de ida y dos de vuelta. Para él, el paro forzaba al gobierno a escuchar al movimiento indígena a pesar de que nunca lo entenderían. 

Victor tampoco tenía mucho interés en discutir o entender las razones detrás del paquetazo, en especial, del decreto 883. “Tiene que irse el paquetazo”, me repetía mientras fumaba. 

revocado el decreto 883

Fotografía de Diego Ayala León para GK

Durante el paro se enfrentaron la realidad económica del país con la realidad material de las personas y, en el caso del movimiento indígena, con su lucha histórica. El decreto —que dividió la opinión de la clase media— encarnó la extrañeza entre indígenas y mestizos en el país.  La violencia que vimos no es nueva: es un fermento puesto a añejar hace siglos. 

Sin soluciones simples y con una historia violenta de discriminación, una medida macroeconómica cargaba la historia del país —y de América Latina— a cuestas. Se derogó el decreto 883 pero no hubo un fin real al conflicto. Nos queda mucho trabajo para sanar y hacer lo correcto. Mientras tanto seguiremos frente a frente, cercanos pero divididos, como la noche del domingo, junto al Arbolito.