Todos vimos las imágenes y seguimos la discusión. En un video que circuló en redes sociales, en los primeros días de agosto de 2019, un policía detiene a un ladrón, al que, ya esposado y en el suelo patea. El delincuente asaltaba a la esposa del policía y lo habría amenazado de muerte. El policía fue condecorado. Por esos mismos días, el juez José Mallaguari en el cantón Yantzaza, provincia de Zamora Chinchipe liberó a una persona acusada de hurto y guardar cosas robadas. El juez no permitió a un policía quejarse sobre las decisiones judiciales, alegando perturbación y obstrucción de la justicia. Más allá de las contraposiciones radicales, entre quién defiende a quién,  olvidamos el verdadero significado y valor de los derechos humanos. Es indispensable saber qué implica el reconocimiento al policía o que un juez no aplique la justicia de acuerdo a la ley. 

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En el primer caso, el policía persigue al delincuente y lo detiene. El ladrón, esposado y en el suelo, amenaza de muerte a quien después se sabría es el sargento segundo Marcos Arévalo Briones y esposo de la mujer asaltada. El policía en respuesta a esas palabras, patea al delincuente. La ministra de Gobierno, María Paula Romo, en una rueda de prensa el 13 de agosto dijo que, aunque el policía no siguió el procedimiento regular, no sería sancionado porque actuó “como muchos seres humanos probablemente podríamos reaccionar”. Tres días después, el sargento Marcos Arévalo estuvo entre los condecorados en una ceremonia de reconocimiento del trabajo policial hecha por el gobernador de Los Ríos, Camilo Salinas. 

Quizá es obvio, pero hay que decirlo: hay una desigualdad de poder entre ciudadanos y policías. Ricardo Camacho, especialista en seguridad ciudadana dice que el Estado le entrega al policía unos poderes, que son el uso progresivo de la fuerza y las armas de fuego. El policía está capacitado para saber cómo usar esos poderes: conoce técnicas y tácticas de sometimiento como el esposamiento. Pero si ese sometimiento se hace con golpes, sin aplicar las técnicas de sometimiento, dice Camacho, se llama violencia. 

El juez Mallaguari no ordenó prisión preventiva al detenido en delito flagrante. Según el Código Integral Penal, el hurto y la receptación se sancionan con prisión de 6 meses a dos años. El policía que quiso hablar en la audiencia fue el mayor Patricio Vargas Cruz, pero el juez no le permitió, porque el proceso había terminado. Después de esto, la Policía Nacional del Ecuador presentó una queja en el Consejo de la Judicatura, en contra del juez. Son solo dos ejemplos que grafican un problema mayor: el sistema de justicia ecuatoriano –del que son parte juez y policía, en diferentes momentos– sigue quebrado. Como hace cinco, diez, quince, veinte años. 

La patada del policía a ese detenido no es el primer caso de abuso de autoridad en Ecuador. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha recibido 22 demandas contra el Estado Ecuatoriano. Entre esos, hay 8 casos de abuso de autoridad, por detenciones ilegales y arbitrarias, como la de Rafael Suárez Rosero en 1992. Por su caso, el Ecuador tuvo que pagar una indemnización de más de 87 mil dólares en reparación de derechos. 

O el caso del francés Daniel David Tibi y su familia, quien fue detenido en Guayaquil por estar supuestamente relacionado con el comercio de drogas, y estuvo en prisión preventiva desde 1995 a 1998. Cuando lo arrestaron, a Tibi le mintieron: le dijeron que lo detenían para controles migratorios.  En la cárcel, Tibi sufrió maltratos y torturas por los guías penitenciarios buscando con eso su autoculpabilidad. La Corte Interamericana dispuso que el Estado Ecuatoriano repare los derechos lesionados a Tibi. 

Si no hay un cambio radical en el sistema de justicia, uno que tenga jueces y fiscales eficientes, que logren condenas a quienes las merecen, pero que rechacen los abusos y reacciones autoritarias (y no las califiquen de ‘humanas’), casos como los de Tibi y Suárez, se repetirán. 

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Todavía parece que se debate sobre derechos humanos dependiendo de la conveniencia de quien los trata y del gobierno de turno. En el gobierno de Rafael Correa hubo violaciones de los derechos humanos individuales y colectivos. Una investigación de Plan V muestra tratos crueles, inhumanos en protestas sociales, y hasta el asesinato de un general de las Fuerzas Armadas. También revela la vulneración del derecho a la libertad de expresión, con agresiones verbales, censura, ciberataques o amenazas a periodistas. En 2010, el informe de la Comisión de la Verdad mostraba, también, las decenas de casos de violaciones a los derechos humanos perpetradas entre 1984 y 2008. Era el resultado de décadas de seguir pensando que los derechos humanos solo funcionan cuando soy yo el ofendido. Que sirven para defenderme de un gobierno autoritario, pero que, cuando este pasa, ya no son tan preciados. 

Muchos calificaron, durante décadas, a los derechos humanos como prodelincuentes, o herramientas comunistas. Pero no dudaron en reclamarlos para sí cuando sus derechos a la libertad de expresión, asociación o pensamento empezó a ser afectado. Ahí sí, la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos se convirtieron en aliados –unos aliados que muy pronto se abandonarían cuando ya no fueron útiles. 

La quiebra del sistema la muestran no solo el policía condecorado y el enfrentamiento verbal entre el juez y el oficial en Zamora Chinchipe, sino otras preocupantes situaciones, como el estado de las cárceles del Ecuador. Los jueces del Ecuador han abusado de la prisión preventiva desde 2014,  causando que, desde primeros meses de 2019, el hacinamiento en las cárceles de todo el país: tienen capacidad para 27 mil personas, pero hay 38 mil presos. La violencia se ha desatado en los centros de reclusión, donde incluso hubo que decretar un estado de excepción. La discusión, en ese contexto, excede una patada, o un reclamo a un juez, precisa una discusión nacional que analice por qué, a pesar de tanta inversión en infraestructura, el sistema judicial del Ecuador es el mismo de siempre.

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No es solo un asunto del Ecuador.  Recientemente en Argentina un policía quiso neutralizar a un hombre que interrumpía el tráfico, le dio una patada en el pecho y el hombre murió. En Jalisco, México, un hombre habría robado una camioneta con una niña en el interior. La policía comenzó una persecución, el ladrón dejó la camioneta y se refugió en el techo de una iglesia. Los policías habría logrado amarrar una soga a la pierna del sujeto, que para escapar saltó. El ladrón quedó colgado de cabeza, y un policía comenzó a pegarle con un palo. El agente fue sancionado, según una autoridad mexicana. 

Sobre el ladrón detenido en Quevedo, desde las redes sociales se replicaron cientos de comentarios sobre este tema, muchas personas opinaron que el ladrón se lo tenía bien merecido, que fue una excelente acción o que así deben actuar los policías.  

 Todos coincidimos que robar, matar o violar son actos que merecen una sanción. Es casi una obviedad. Pero en lo que no parecemos de acuerdo es en que los autores de esos delitos también tiene el derecho a ser  defendidos por un abogado, el derecho a que se presuma su inocencia, a que se siga el debido proceso, como dice la Constitución que aprobamos mayoritariamente en 2008. La abogada especialista en Derechos Humanos, María Dolores Miño dice que una persona detenida debe ser investigada y sancionada de acuerdo a todos los preceptos fundamentales y garantías de la ley. 

Del otro lado están quienes pueden obtener réditos políticos de sus posiciones frente a la delincuencia. Andrés Páez, excandidato a la vicepresidencia de Ecuador, dijo que no se puede condenar a un policía que ve que un delincuente está asaltando a su esposa y a su hijo. Páez dijo que el policía “como cualquier humano reacciona frente a estos delincuentes que creen tener derecho de hacer lo que les da la gana”. 

Pero Miño dice que aunque el ladrón haya insultado al policía eso no constituía una amenaza inminente. Para ella, la patada fue innecesaria y desproporcionada. No se espera esa acción de un policía, porque el policía está entrenado para distinguir cuándo y en qué proporción usar la fuerza. El artículo 3 del Código de Conducta Para Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir La Ley,  de la Organización de las Naciones Unidas, los policías pueden usar la fuerza en casos totalmente necesarios, como la prevención de un delito o para realizar una detención legal de delincuentes. En el caso del video de Quevedo, el delincuente ya estaba detenido y no representaba un peligro para los ciudadanos ni para el policía. 

El Ecuador también tiene un reglamento sobre el uso de la fuerza de la Policía Nacional. Fue expedido en 2014 y dice que “el uso de la fuerza será excepcional y proporcional”. ¿Es proporcional patear a un sujeto esposado en el piso? Si pudiese haber debate sobre ello, lo que no es debatible es que, tras una acción como esa, el oficial es condecorado. 

Hacerlo es abonar a la anomia en que vive el sistema judicial local. Parece que, como lo definió el sociólogo Emile Durkheim, nos cuesta distinguir entre lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo. La única vara parece ser el beneficio propio: los derechos humanos, el debido proceso, es bueno solo cuando a mí me parece bueno. Solo cuando mis derechos son los salvaguardados. Nunca cuando es para quienes me caen mal. Andrés Páez justificó la acción del policía diciendo que la gente está harta de la delincuencia, pero la abogada Miño, dice que el mensaje que da ese reconocimiento es nefasto: la condecoración da a entender a otros miembros de la fuerza pública no solo que podrán actuar por fuera de las leyes, sin respetar reglamentos sino que, incluso, podría ser celebrados.