Cruzar una calle en Guayaquil, Lago Agrio, Quito o Cuenca causa, la mayoría de las veces, un dolor de cabeza. No hay suficientes pasos cebra, semáforos y señalización, y lo peor es el irrespeto al peatón, que debe correr, rogar que le den paso, lanzarse y esperar un bocinazo. Lo que parece grave para la mayoría puede ser aún peor si ese cruce lo hace un ciego, un sordo o alguien en silla de ruedas: se convierte en un peligro de muerte. “Una persona con discapacidad sufre en el espacio urbano; en el Ecuador las ciudades son hostiles para ellos”, dice Israel Idrovo, antropólogo e investigador cuencano que ha trabajado más de ocho años con ciegos. Aunque admite que en algunas ciudades del país se hacen esfuerzos, la realidad es que no están diseñadas para ellos.

A nivel local e internacional, Cuenca es retratada como una mejor ciudad en muchas aspectos. Pero en su relación con ciegos y quienes usan sillas de ruedas, queda debiendo. El antropólogo Idrovo dice que luego de que fuese declarada Patrimonio de la Humanidad en 1999, se empezaron a tomar decisiones de infraestructura que priorizaron mucho más el nivel estético que funcional. Un ejemplo es haber eliminado las veredas para que las plazas y parques estén al mismo nivel de la calle. “La referencia de un ciego para caminar son las veredas que tocan con su bastón y lo guían. Cuando no las hay, se exponen a peligros enormes”.

Una investigación próxima a publicarse, analizó 214 segmentos de calles en Cuenca y cuánto cumplían los parámetros de la NSAPE (Estándar nacional para la accesibilidad en un ambiente físico, por sus siglas en inglés). Según el estudio —realizado por el investigador Daniel Orellana y colaboradores del grupo de LlactaLAB de la Universidad de Cuenca—, ningún espacio cumplía con los estándares al cien por ciento, ocho de cada diez cumplía con menos de la mitad, y de esos, el 25% tenía un nivel de cumplimiento cero —principalmente, por la falta de aceras.

En Cuenca, según el Conadis (Consejo Nacional para la igualdad de Discapacidades), hay 19.919 personas con discapacidad; en el país son poco más de 451 mil. De esos, casi el 12% son ciegos, más del 14,% sordos, y sobre el 46% tienen discapacidad física. Estos tres grupos viven en sus ciudades como pueden —más que vivir, es sobrevivir.

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Margarita Manobanda tiene 51% de discapacidad física, vive en la ciudad amazónica de Lago Agrio y trabaja en la Federación Nacional de Ecuatorianos con Discapacidad Física. El primer obstáculo que encuentra en su ciudad son las rampas. No solo porque no hay en todas las calles y edificios sino porque, donde hay, no se pueden utilizar. “Los muros son muy altos, otras tienen una inclinación imposible de usar. Por eso, explica Manobanda, sus compañeros prefieren ir por las calles que usar esas rampas mal hechas.

Instalar las rampas no es tan sencillo como podría suponerse. Xavier Torres es el presidente del Conadis y desde su experiencia como un ciudadano en silla de ruedas, explica, mientras dibuja en un papel, cómo las veredas en Quito son tan angostas que, si es que se planteara construir rampas en todas, resultaría imposible porque bloquearían el paso de los caminantes y no habría suficiente espacio para que la silla de ruedas curve. La infraestructura es el obstáculo más evidente para quienes tienen discapacidad física, auditiva y visual. Sin embargo, la lista de fallas que impiden que una persona sin todas sus capacidades pueda transitar y disfrutar su ciudad es larga.

Otra de las deudas principales para las personas con alguna forma discapacidad es el transporte. Alfredo Luna tiene una discapacidad del 50%, usa bastón y vive en Quito. Dice que lograr que un bus responda a su pedido en una parada es casi imposible. “Imagínese si son así conmigo, cómo serán con una persona en silla de ruedas”. El transporte público en Quito no es amigable para las sillas de ruedas: mientras que los buses no tienen rampas ni espacios para ellas adentro, los articulados tienen accesos a medias. “A la entrada de la Ecovía hay una rampa pero para ingresar a la parada hay un torniquete por donde no pasa una silla”, dice Luna. En el Trole sucede algo igual. Si un ciudadano en silla de ruedas logra embarcarse en un articulado, es probable que no pueda bajarse en la parada que quiera porque en muchas no hay elevadores ni rampas de acceso. El camino para las personas con discapacidad casi siempre está incompleto.

Los taxis también son un problema. Margarita, en Lago Agrio, y Alfredo, en Quito, dicen que si un taxista acepta una carrera a una persona que está en silla de ruedas, sabe que debe bajarse a ayudarlo cuando se sube y cuando se baja, y que en ese proceso pierde al menos dos carreras más. Por eso, dice Margarita, prefieren no parar. Torres dice que desde el 2017 el Conadis trabaja en un proyecto para que los conductores puedan darle servicio a personas con discapacidad. “Se ha pensado en, por ejemplo, camionetas de doble cabina donde puede entrar la silla de ruedas y la persona con más comodidad”. Pero aún no hay nada concreto.

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En el Ecuador no existe un ranking sobre ciudades amigables para personas con discapacidad. A pesar de que hay ordenanzas que exigen que los espacios sean más accesibles, no se cumplen en su totalidad. O, lo que es peor, resultan a veces esfuerzos inútiles. Idrovo recuerda que en el Malecón 2000 de Guayaquil hay monumentos con placas en Braille. “Cuando veo las placas me suelo reír y digo que parece una broma de mal gusto esperar que un ciego llegue hasta ahí… si cruzar una calle en esa ciudad es de vida o muerte para los peatones que no tienen ninguna discapacidad”. Idrovo dice que ese ejemplo demuestra cómo se entiende la inclusión y cómo que “no existen personas con discapacidad sino lugares discapacitantes”. La discapacidad, dice, no está en la persona sino en la interacción indebida que el espacio público, sus administradores y los demás ciudadanos proponen.

La interacción de peatones sin discapacidad con la ciudad ha sido analizada por la arquitecta Cristina Bueno. Dice que las ciudades más grandes del Ecuador tienen problemas gravísimos en el uso del espacio público. “Si el peatón no tiene las suficientes seguridades, imagínate el que tiene discapacidad, está completamente ignorado”. Bueno señala a las veredas como un “obstáculo grave” por cómo están concebidas en Quito. “La acera no es parte de la política municipal, la calle sí, por eso se dice que el propietario debe respetar y limpiar su acera”. Dice que, incluso, el presupuesto para el espacio público peatonal siempre es menor al del espacio vehicular. Por eso si el gobierno local planifica una rampa para discapacidad pero es dañada por autos que se parquean encima, se convierte en un obstáculo peligroso para alguien en silla de ruedas y el Municipio no tiene prioridad por arreglarla porque “la vereda es un poco jurisdicción de nadie”.

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Además de las veredas y el transporte público, las áreas verdes en Quito tampoco son amigables con las personas con discapacidad. Alfredo Luna menciona al Parque Metropolitano y dice que si bien hay cómo llegar y estacionarse, el resto del área no puede ser disfrutada por alguien en silla de ruedas sino un mínimo espacio. Manobanda dice que en Lago Agrio el parque Nueva Loja es asequible en su mayoría pero por ejemplo, al mirador, no pueden llegar quienes están en silla de ruedas. Bueno explica que la falta de conectividad entre sitios de la ciudad se da porque se tiende a pensar el espacio público como si fuera un punto o varios aislados: un parque, una plaza. Se olvida que debe haber corredores y conexiones para que el tránsito por la ciudad sea completo.

El mayor problema de que una ciudad no tenga parques, veredas, espacios y transporte amigables con las personas con discapacidad es que las obliga a quedarse encerradas. “En mi experiencia con ciegos, me dicen que salen a la ciudad lo estrictamente necesario y si alguien puede comprarles el pan, le piden”, dice Idrovo. Es una reacción evidente: ¿quién quiere salir a una ciudad que lo maltrata?

Este reportaje se hace gracias al apoyo del programa de Ciudades Intermedias Sostenibles de
GIZ