Hacía más de veinte años no moría un militar ecuatoriano en combate. Fue en 1995, durante el miércoles negro, cuando una ofensiva del ejército peruano durante la Guerra del Cenepa dejó 14 soldados muertos y 20 heridos en Tiwintza. Veintitrés años más tarde, 20 de marzo de 2018, hemos sufrido un martes negro: el ataque de un grupo armado irregular colombiano mató a 3 infantes de marina e hirió otros 7. Es el séptimo atentado en menos de dos meses. La inusitada frecuencia de los ataques, más la muerte de soldados ecuatorianos por fuego enemigo en décadas, son el reflejo de la magnitud y las causas del problema que enfrenta el país.

Este nivel de violencia es el resultado de políticas de defensa idealistas implementadas por políticos y militares incapaces de dimensionar estrategias y operaciones militares factibles. Esmeraldas está en sosiego porque, durante décadas, estas soluciones atomizaron las pocas capacidades militares que quedaron después de la última guerra con el Perú. Hoy nuestros tropas están en una terrible situación táctica y operacional, y están empezando a pagar con sus vidas e integridad física el costo del conformismo.

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Para comprender cómo llegamos  a este punto, es importante revisar la historia militar del Ecuador.  

Tras la derrota de 1941, los militares ecuatorianos decidieron secuestrar el Ministerio de Defensa, nombrando oficiales retirados para encabezarlo. Querían evitar su mal manejo —como sucedió en aquella guerra con el Perú— cuando el Ministro de Defensa fue incapaz de sensibilizar al presidente Carlos Arroyo del Río sobre la precariedad militar ecuatoriana.

Esto dejó secuelas serias: los militares dominaban el Ministerio a través de un oficial de servicio pasivo que nunca tenía los mismos niveles de confianza con su Presidente que los que tenían los ministros ‘civiles’.  El Ministerio, por tanto, no lograba atención política.

Desde el estribo civil, a los militares se los veía como intocables y, al mismo tiempo, como un mal necesario en el que no se podía confiar enteramente. Para lidiar con ellos, se les asignaba recursos mínimos para evitar que participaran en política interna o presionaran al gobierno de turno.

Esa decenal brecha entre militares y civiles ecuatorianos es el primer elemento para entender los antecedentes de la tragedia de Esmeraldas: la desconfianza y desconocimiento mutuo han imperado en sus relaciones

El ‘secuestro’ del Ministerio de Defensa por los militares permitió —a un alto costo político— que se construyeran capacidades militares para evitar un nuevo colapso. Aunque no enteramente suficientes, permitieron un relativo empate táctico durante la guerra de 1995. Sin embargo, con la firma del Tratado de Paz con Perú en 1998, la histórica fractura entre civiles y militares no permitió reorientar la estrategia militar del Ecuador: la decisión de los gobiernos que sucedieron a Jamil Mahuad (1998-2000) fue que el país ya no afrontaría más amenazas militares.

El país se conformó con la idea de que no era necesario destinar más recursos al Ministerio de Defensa que no fuesen los de pagar sueldos. El pacto tácito era que los militares debían conformarse  —y los civiles permitirles— mantener sus prebendas, desde el dominio del Ministerio de Defensa y de las empresas militares tales como la aerolínea TAME, la siderúrgica Andec, y la fabrica de municiones Santa Barbara.

Puede el Ecuador soportar una guerra

Una patrulla ecuatoriana en la frontera con Colombia. Fotografía de Agencia de Noticias ANDES bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.

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Esta inercia sufrió un cambio significativo con el gobierno de Rafael Correa, cuando se reinstauró la figura del ministro de defensa civil. Sin embargo, Correa seleccionó a personas inoperantes y no profesionales en materia militar. Eligió repetidamente perfiles que —aunque pudieran haber sido personas de respetable trayectoria pública— no tenían el más mínimo conocimiento en materia militar. Era como si una persona que nunca en su vida ha construido una losa hubiese sido nombrada maestra de obra en una construcción.

Sus Ministros no fueron, ni siquiera, uno de los cientos de profesionales civiles del Ministerio de Defensa, quienes conocen al menos algo de la realidad de las Fuerza Armadas. Para mayor complicación (y este patrón continúa con la administración actual), los profesionales civiles de carrera del Ministerio no han sido capacitados para entender los desafíos tácticos y operativos de las fuerzas que administran.

En términos estratégicos, el legado de Correa es negativo. La estrategia militar no es más que seleccionar los medios adecuados para alcanzar objetivos políticos determinado. Lamentablemente, el presidente Correa diluyó la inversión pública en Defensa con la medida idealista de que las Fuerzas Armadas deben contribuir más allá del ámbito castrense.  

Como ya lo he dicho, miles de millones de dólares del presupuesto de Defensa eran destinados a  mantener una gran cantidad de tropas que empleadas en tareas no militares: control penitenciario, asistencia social, cobro de impuestos, seguridad ciudadana, vacunación, seguridad de la Presidencia, entre otras. El expresidente —y sus diversos ministros de defensa— justificaban su decisión bajo el concepto de ‘seguridad integral’.  

Pero lo que no decían es que la integralidad tuvo costos astronómicos para el Ecuador: en presupuestos que llegaron a superar los 2 mil millones de dólares anuales, cerca del 88% se iba en pagar la nómina. Esto redujo la capacidad de lass Fuerzas Armadas para tareas propiamente militares: luchar guerras convencionales y no convencionales, dar asistencia humanitaria de emergencia, y otras actividades que requieran la imposición de objetivos políticos por la fuerza.

La era Correa elevó drásticamente los presupuestos militares —en comparación con el abandono deliberado tras la firma de la paz en 1998— pero dilapidó ese mismo dinero en tareas no militares.

A esto hay que sumarle  que durante décadas el modus vivendi entre militares y civiles —donde ambos respetan sus esferas de influencia a cambio que ninguno intente cambiar al otro— perjudicó al país: tras la firma de la paz, al ver que los gobiernos civiles no deseaban seguir invirtiendo en las Fuerzas Armadas, los generales y almirantes no plantearon una reducción considerable de sus tropas para destinar esos recursos a la modernización y entrenamiento de sus fuerzas.

Además, los altos mandos militares del Ecuador se han resistido a cualquier medida que permita generar ahorros. Por ejemplo, su resistencia a unificar la seguridad social militar (el ISSFA) con la civil (el IESS) —lo que liberaría una parte significativa de los cerca de 600 millones anuales que le cuesta el ISSFA al Estado— solo se puede entender como una forma de obediencia a sus miopes intereses económicos. Esos fondos podrían redistribuirse en la mejora de las capacidades operativas de las fuerzas que comandan.

Con estos antecedentes, ¿pueden nuestros soldados evitar que los irregulares colombianos para atacar fuerzas e infraestructura ecuatoriana?

Nuestras tropas operan con líneas de suministro que les impiden desplegarse con alta movilidad (la habilidad de desplegar unidades que puedan moverse en el menor tiempo posible sorteando todo tipo de accidentes geográficos), adecuada inteligencia, y suficiente apoyo aéreo como para anticipar el movimiento de los irregulares. Peor aún, de acuerdo con los reporte medios que han reportado algo sobre el enfoque de sus operaciones, parecen emplear con tácticas anticuadas y disfuncionales. Por ejemplo, los controles en lugar de permitir que las actividades ciudadanas puedan seguir con el mayor nivel de seguridad están dificultando el tránsito de pobladores que necesitan transitar hacia otros recintos. Otro ejemplo son los patrullajes que se realizan de tal forma que las unidades siempre retornen a sus retenes o destacamentos en lugar de pernoctar en los recintos para asi proyectar mayor seguridad y respaldo a sus moradores. Esto podría impedirles ganar el apoyo de la población esmeraldeña: una de las lecciones de operaciones en contrainsurgencia que han surgido de las operaciones americanas en Iraq y Afganistán es que es necesario evitar tácticas que separen a las fuerzas contrainsurgentes de los pobladores a quienes buscan proteger.

Esto significa realizar controles de tal forma que no se dificulten actividades civiles legítimas, y mantener a las tropas acampadas en poblados aun si esto es exponerlas a ataques y emboscadas. Sin este riesgo no se puede ganar ‘el corazón y las mentes’ de los pobladores, parafraseando el manual de contrainsurgencia del Ejército de los Estados Unidos. Están en  una situación en la que la iniciativa militar la tienen los enemigos irregulares, lo que las deja en un peligro aún mayor: mientras el enemigo puede decidir dónde y cuándo atacar, ellas tienen que esperar al ataque para (intentar) reaccionar.

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Nuestros sucesivos Ministros de Defensa y altos mandos militares no priorizaron la compra de equipamiento que equilibre equipo, presupuesto y objetivos.  

Los ministros dijeron que el gobierno no deseaba invertir en equipamiento militar convencional, pero nunca dijeron exactamente qué tipo de capacidades militares querían. Esto llevó a una diversidad de compras, no siempre evaluadas apropiadamente. Como resultado, las adquisiciones militares del Ecuador son una mezcla incoherente.

Por ejemplo, las tareas de seguridad ciudadana se hacen con las tropas en las que se van 88 de cada 100 centavos de gasto militar. Parte de ese dinero se podría haber destinado a aviones de vigilancia electrónica, oceánica, o helicópteros de transporte táctico.

Los aviones de vigilancia tienen sensores infrarrojos y radares de apertura sintética que pueden penetrar el follaje selvático y rastrear adecuadamente las siluetas humanas, dirigiendo mejor manera el esfuerzo de las unidades en tierra. Con los helicópteros de transporte, las tropas pueden conservar su energía y responder más rápidamente a la presencia de irregulares. Aún más importante, con más helicópteros se podría re-abastecer a las tropas y unidades de avanzada aumentando su tiempo de permanencia en sectores problemáticos y reduciendo su peso de combate, que oscila fácilmente entre las 25 y 35 libras.

Los helicópteros artillados permitirían eliminar efectivamente grupos irregulares que estén fuera del alcance de las tropas en tierra. Algunos dirán que los aviones Super Tucano adquiridos por la administración Correa en el 2008 aportan estas capacidades, pero están equivocados: los Super Tucano son naves de apoyo aéreo que no tienen sensores avanzados de vigilancia más allá de los necesarios para detectar señales láser que le permitan guiar sus bombas de gravedad o misiles aire-superficie.

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La brecha civil-militar ha hecho también que lo que las Fuerzas Armadas sí tiene para enfrentar ataques como el de Mataje estén destinadas a otras tareas. Por ejemplo, el Gobernador del Guayas anunció que la Armada pondría personal y lanchas para combatir la piratería en el Golfo de Guayaquil. Esas lanchas hacen falta, precisamente, en Esmeraldas.

Su ausencia reduce la capacidad de los infantes de marina para vigilar los ríos que se usan para el movimiento de irregulares y de drogas y armas. No es que un problema debe ser atendido a costa del otro, la cuestión es que esto refleja la misma resistencia civil a confrontar la realidad de que las Fuerzas Armadas no tienen capacidades inagotables  y no pueden hacer todo lo que se les pida.

Mataje también fue causado por una serie de gobiernos que cerraron los ojos y los oídos a las advertencias respecto al costo de sus políticas públicas. Desde los gobiernos preCorrea, pasando por la administración Correa, y aun la actual administración Moreno, todos han sido advertidos de que las Fuerzas Armadas están operando al mínimo indispensable. Estas advertencias explican bochornosos incidentes —el ataque colombiano a Angostura, el incidente con el pesquero chino en Galápagos, y los actuales atentados—  pero los gobernantes tienden siempre a minimizarlas

El presidente Correa trató Angostura como algo para lo cual bastaba eliminar la Dirección Nacional de Inteligencia y darle más dinero a las Fuerzas Armadas. El presidente Moreno y su gabinete han tomado una actitud similar argumentando que esto es en respuestas a golpes previos contra el crimen organizado. Están equivocados. Esto no es resultado de golpes al narcotráfico, es resultado de negar la realidad desde la Guerra del Cenepa: los civiles no sabemos para qué debemos usar — ni para qué son buenas— las Fuerzas Armadas. Más importante, esto no son meras revanchas de bandas criminales sino que son actos de guerra contra el Estado ecuatoriano.

Sin definiciones estratégicas, las hemos usado como una especie de subsidio humano para la suplir la debilidad de varias instituciones con la excusa que somos un país muy pobre para hacer lo contrario.  

ataque bomba en Mataje

Militares ecuatorianos evacuados tras un ataque en Mataje, Esmeraldas. Fotografía cortesía del Ejército ecuatoriano.

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Lo irónico es que es un subsidio muy caro.

El costo de formación por cada militar supera fácilmente el costo de formación de civiles. Mientras un militar de tropa requiere cerca de un año de entrenamiento durante el cual percibe remuneraciones que pueden llegar hasta los 800 dólares por mes —adicional a las contribuciones de seguridad social—, la formación de un civil en tareas no militares que requieran una formación básica de uso de armas, no pasa de 3 meses y  de una remuneración de hasta 500 dólares. La diferencia crece en el caso de los oficiales, que requieren cuatro años de formación.

Los traumas de la guerra de 1941, Angostura, y ahora los atentados de Mataje, revelan que el costo de desviar la atención militar a tareas secundarias tiene implicaciones estratégicas para el Ecuador.  Nuestros soldados en Esmeraldas probablemente vienen de unidades donde al mismo tiempo de rastrear irregulares experimentados tienen que vacunar vacas, entregar sillas de ruedas, vigilar prisiones. Estas ocupaciones desvía habilidades y recursos que necesitan para rastrear, detectar, y neutralizar a los irregulares.  Vigilar prisiones, cobrar impuestos, y luchar contra experimentados irregulares colombianos no es ni de lejos lo mismo.

Usar a las Fuerzas Armadas como una especie de navaja suiza eventualmente cobra vidas. Es un costo inaceptable.

A pesar de esto, los civiles no queremos quitarnos la venda del idealismo: el gobierno sigue empleando a las Fuerzas Armadas en cerca de 18 distintas tareas no militares.

Con estas medidas solo seguimos alimentando las causas estructurales que cobraron la vida de 3 infantes de marina, el 20 de marzo de 2018, un nuevo miércoles negro.

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La cerrazón civil impide detectar errores militares estratégicos. Tradicionalmente, la estrategia militar en la frontera con Colombia ha sido emplear tropas de infantería con mínimos de apoyo aéreo que se desplazan desde sus destacamentos y retenes a sus áreas de operaciones.

Bajo las circunstancias actuales esto es una pésima estrategia. Por la falta de movilidad aérea, el tránsito en tierra se vuelve más peligroso y puede tomar más tiempo debido a las contramedidas necesarias para minimizar el impacto de minas, bombas improvisadas, o emboscadas.

Además, esto no permite establecer vínculos con la población y establecer una presencia permanente en cada uno de los poblados que impida a los irregulares lograr el apoyo o complicidad de las comunidades.

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Para evitar un nuevo Mataje es necesario, restablecer la confianza de la población.  Hay que priorizar la frontera norte para personal, recursos, y plataformas militares con una reducción proporcional de los medios militares actualmente empleado en tareas no militares.  

Hay que examinar muy de cerca las medidas tomadas por las Fuerzas Armadas. Hay que cambiar la estrategia a una que, dentro de los medios operativos existentes, aumente el tiempo de permanencia de las tropas en la zona, incrementar la capacidad de reabastecimiento y transporte aéreo, y profundizar su apoyo entre los pobladores de la frontera con Colombia. Esto no es interferir en las operaciones militares, es responsabilizarse de las mismas. Es la obligación política de un gobierno.

Es probable que algunas medidas externas sean necesarias. Como lo he dicho, nuestras tropas tienen la desventaja de no contar con la iniciativa frente a nuestros enemigos. Si no llevamos la lucha a los irregulares que operan desde Colombia, nuestras tropas seguirán siendo atacadas hasta el día en que el Estado colombiano se haga cargo de su territorio.

Sin contar con una garantía o fecha segura de ello, es preciso considerar otras alternativas, incluso  clandestinas, que permitan neutralizar preventivamente a irregulares extranjeros que se dispongan atacar Ecuador. Muchos países — Estados Unidos, Israel, y Rusia— han tomado medidas similares en sus luchas contra el terrorismo. Esto en sí no valida las alternativas clandestinas, pero el gobierno ecuatoriano debe, al menos, evaluar el costo y potenciales resultados de estas acciones para cumplir su más importante obligación: proteger la vida de los ciudadanos ecuatorianos.

Es imperativo cerrar la histórica brecha civil-militar. Esto empieza por educar civiles en temas militares. La prioridad es el personal del Ministerio de Defensa, que  debe ser la base de la selección de los futuros subsecretarios y viceministros de Defensa. También hay que seleccionar Ministros que cuenten con formación en temas militares pero que sean civiles: esto garantiza su cercanía al Ejecutivo y que sean responsables políticos de su cartera de Estado. Los altos mandos militares deben de dejar su complicidad y tomar medidas que permitan la modernización y entrenamiento adecuado de sus fuerzas, como una reducción de personal y un aumento del presupuesto para modernización y entrenamiento.

Mataje no debe quedar como un hecho más en la lista de bochornos militares del Ecuador. Quienes mueren son padres, esposos, hermanos, hijos. Tengo amigos que ya están desplegados en la frontera o podrían estar en un futuro cercano. Temo por sus vidas.  Temo también porque el sacrificio que están dispuestos a hacer para que yo pueda escribir estas palabras no es proporcional a la seriedad con la que sus comandantes y líderes políticos están encarando este desafío. Pero más que todo temo al desinterés de un país que ve a Mataje como algún territorio remoto, un lugar de otro mundo.