La estadística es silenciosa y triste. Nadie habla de ella, ni organizó una marcha, a pesar de que cada vez son más los casos que se conocen sobre crímenes sexuales contra niños y adolescentes. Los ejemplos más recientes y masivos sucedieron en la academia AAMPETRA y en la Unidad Educativa Comunitaria Intercultural Bilingüe Mushuk Pakari, ambos en Quito, y en el colegio réplica Aguirre Abad de Guayaquil. En la primera, 41 niños sufrieron violencia sexual; en el segundo, la cifra de víctimas llegó a cien. Y a pesar de estos números, aún hay una especie de acuerdo tácito de que estos son casos casos excepcionales, cuando la realidad es que el Ecuador, la violencia contra niños, niñas y adolescentes es algo cotidiano.
Las cifras disponibles provienen de la Fiscalía y el Consejo de la Judicatura. La primera es la encargada de receptar las denuncias, y el segundo es el órgano administrativo de la Función Judicial. Las denuncias no siempre se convierten en casos judiciales. Por eso el número que recibe la fiscalía no es, necesariamente, el mismo que el de casos en el Consejo de la Judicatura.
Además, como en varios países de América Latina, muchos delitos no se denuncian y, por tanto, no se registran. Según el laboratorio de políticas públicas Ethos de México, en el Ecuador de cada diez delitos apenas se denuncian dos. El país empata en un triste tercer lugar con Brasil, apenas superados por México y El Salvador. Si bien las autoridades judiciales locales niegan que la cantidad sea tan alta, lo cierto es que el número de niños, niñas y adolescentes víctimas de alguna forma violencia sexual podrían ser muchas más que las que aquí se anotan.
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Entre 2014 y 2017, hubo 1247 casos de abuso sexual. Mil doscientos cuarenta y siete. Sin contar los cien niños del colegio réplica Aguirre Abad. El abuso sexual, según la legislación ecuatoriana es forzar un acto de “naturaleza sexual, sin que exista penetración o acceso carnal”. Según la abogada especializada en temas de género Carolina Baca, el acceso carnal es cualquier forma de contacto que no incluya la penetración por vía vaginal, oral o anal. “Puede ser tocar, besar, pero no llegar a la penetración”. Según Baca, las denuncias de abuso podrían no reflejar el número real de casos porque la gran mayoría de las veces sucede en los círculos más cercanos de las víctimas: la casa y la escuela.
“Hay una relación de poder muy desigual entre la víctima y la figura de autoridad que abusa de ella. Muchas veces, ni siquiera saben que están siendo abusados. Se sabe, por estudios recientes, que la mayoría de las víctimas no denuncia”, explica. Además, Baca dice que en el Ecuador hay una carencia de profesionales que permitan probar el abuso. “En los casos de violación la prueba viene de una evidencia física: una niña con una desfloración, una lesión, pero en el caso del abuso eso no existe”, dice Baca. En su libro De la oscuridad hacia la luz, la psicóloga especializada en niñez Mónica Jurado explica dice que cuando el abuso se vuelve parte de la vida cotidiana, “lo que prevalece es el terror, que es lo que inmoviliza al sujeto: el niño teme que algo espantoso sobrevenga, pero desconoce cómo protegerse y resguardarse de ese peligro”. Los niños, niñas y adolescentes abusados viven en un reino de terror.
El país está en deuda con ellos, dice Baca. Explica que no hay especialistas, por ejemplo, para casos en que la víctima sea menor de 3 años: “Es gente que se especializa en entender el lenguaje de los niños de esa edad. Tampoco tenemos quienes hagan análisis de contexto de los casos”. Los análisis de contexto son peritajes que toman en cuenta el contexto socioeconómico, pero Baca dice que deberían agregarse el enfoque de género. “Permite ver en el caso las relaciones de la víctima, las relaciones de poder entre el agresor, la víctima y otros familires”. Dice que la violencia sexual no es aislada, y estos análisis permiten identificar la situación de la víctima ants del hecho violento, por ejemplo, si fue manipulada, o agredida de otra manera.
Por eso, dice, las campañas de educación con enfoque de género son necesarias. “Entendido que el enfoque de género no significa enfoque de mujeres o para mujeres”, explica y dice que el enfoque de género permite entender “las formas de relacionamiento, el ejercicio violento de la masculinidad y la agresión que sufre la víctima, sea niña o niño. Te permite tener un enfoque diferencial, y ver que no solo es la violencia sexual, sino un ejercicio de poder”. Querer que los niños estén informados, de forma responsable y clara, sobre sexualidad, es cuidarlos. Lo contrario —el silencio, el tabú, la ignorancia— es abrir la puerta para que cualquiera se meta con ellos.
Los efectos en los niños son profundos, aunque —según Unicef— muchas veces asintomáticos. “Muchos muestran síntomas que no son específicos ni exclusivos del abuso sino que se asemejan a otros tipos de trauma, como por ejemplo el maltrato físico y emocional, haber sido testigos de violencia o haber vivido catástrofes. Las manifestaciones adquieren diferentes expresiones súbitas o solapadas”, dice un reporte de 2016. Entre esos efectos están el incremento de pesadillas y problemas para dormir, conducta retraída, estallidos de angustia, ansiedad, depresión, rechazo a quedarse solos con una persona en particular, conocimiento inapropiado para la edad acerca de la sexualidad, que se manifiesta mediante conductas y lenguaje sexualizados. Los menores de tres años pueden presentar lesiones genitales y reacciones inespecíficas que, en un principio, parecen inexplicables: irritabilidad, rechazos, regresiones, llanto, trastornos del sueño y el apetito. “En cualquiera de estos casos, no debería descartarse la sospecha antes de una cuidadosa evaluación por parte de profesionales especializados” dice el informe.
Mónica Jurado explica en su libro que las consecuencias del traumatismo del abuso sexual se conocen como ‘procesos de desmantelamiento psíquico’. Provocan apatía, falta de deseo de vivir, un vacío en la búsqueda de supervivencia, de intercambio y de relación consigo mismo y con el entorno “por lo tanto, se caracteriza por sujetos que se abandonan y que pierden toda su capacidad de auto-conservación” —escribe Jurado— “En ellos está presente la sensación de desamparo”.
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Nadie marchó, ni se indignó, ni pidió rasgándose las vestiduras que nadie se metiera con los 845 menores violados en los últimos tres años y medio. 79 en 2014, 312 en 2015, 305 en 2016 y 179 en nueve meses de 2017. En esos mismos tres años, hubo 66 casos de acoso sexual a menores. El acoso ha sido otra de las formas de violencia de mayor impunidad, no solo en el Ecuador, sino en el mundo. El reciente caso del productor de cine Harvey Weinstein lo demuestra: son decenas de mujeres las que el ejecutivo hollywoodense chantajeó sexualmente bajo la oferta —o amenaza— de cambiar su carrera. Muchas no lo denunciaron: Weinstein tenía demasiado poder sobre sus vidas como para que ellas no se callasen. La relación desigual entre las partes hace que la víctima calle. Y esas eran, todas, mujeres adultas, algunas con carreras consolidadas.
En el caso de niños, niñas y adolescentes el balance de poder es aún más desigual. Puede ser una el profesor de colegio, el médico que las atiende, el patrón de la casa en que trabaja, o un familiar. Según Unicef, sólo una minoría de los casos se conoce y se denuncia. “La gran mayoría de los niños suelen callar por temor a represalias y por culpa o vergüenza” dice un informe de la organización de 2016.
Casi todos los demás delitos de naturaleza sexual se cuentan entre 2014 y 2017 por decenas —y en algunos casos, por centenas. Comercialización de pornografía infantil, 22. Contacto por medios electrónicos para fines sexuales con menores, 54. Corrupción de niñas, niños y adolescentes, 84. Distribución de pornografía a menores, 10. Estupro, 325. Explotación sexual, 22. Oferta de servicios sexuales con menores de dieciocho años por medios electrónicos, 3. Pornografía infantil, 52. Trata de personas, 44. Exhibición de pública de menores con fines sexuales, 4. Son cerca de tres mil, en total. De ese total, el 90% serán niñas y adolescentes. En el mundo, la media es apenas inferior: según datos de las Naciones Unidas, ocho de cada diez menores agredidos sexualmente son niñas y adolescentes.
Las que más los padecen son las niñas. Por ejemplo, según el Ministerio de Educación entre 2015 y septiembre de 2017 hubo 405 denuncias de violación “en el contexto educativo”. 349 víctimas son niñas. Es decir, 9 de cada 10 casos. Las denuncias de abuso sexual en ese mismo ámbito fueron 566. Carolina Baca dice que el proceso de selección de los maestros debe mejorar, y las cifras respaldan su pedido: desde 2015, 185 docentes han sido sancionados administrativamente. Otra vez: nueve de cada diez. Es difícil creer que alguien en el Ecuador piensa en los niños.
Los relatos en los casos AAMPETRA y colegio réplica Aguirre Abad son espeluznantes. “En el caso AAMPETRA, el abusador introducía marcadores en las vaginas de las niñas”, dice Carolina Baca. La doctora Virginia Gómez de la Torre, coautora del estudio Vidas robadas, dice que estos casos masivos podrían mostrar un problema aún mayor: la existencia de una red de pornografía infantil: “En el colegio réplica, los abusadores amarraron a los niños a un árbol y les orinaron encima. Esos son pedidos de catálogo de los pederastas internacionales”. Si no fuera por las madres que tuvieron la valentía de denunciar, las cosas seguían sucediendo. La exrectora del plantel aceptó que no denunció lo que sucedía. “Son las madres las que le ponen el cascabel al gato”, dice Gómez de la Torre. Son las madres las que nos están alertando de que esto es algo más frecuente de lo que muchos suponen: entre 2010 y 2014, hubo un promedio de 114 casos de abuso en escuelas y colegios.
La realidad en el Ecuador es sombría. Son trece delitos de los cuales estos casi tres mil niños, niñas y adolescentes han sido víctimas. Si se cuenta a aquellos que fueron víctimas indirectas porque presenciaron, vieron los efectos o sufrieron las secuelas de la violencia intrafamiliar, la cifra asciende meteórica y escalofriantemente: el Consejo de la Judicatura registra cerca de 125 mil casos entre 2014 y lo que va de 2017. Hay casi tantos casos como gente en la ciudad de Ibarra. Si es cierto que en el Ecuador solo se denuncian 2 de cada 10 delitos, el verdadero total podría pasar de seiscientas mil: el 10% de todas las niñas, niños y adolescentes que hay en el Ecuador. En estos números no se cuentan los más de dos mil embarazos de menores de 14 años, que —explica Virginia Gómez de la Torre— en su mayoría son producto de violencias sexuales. “Hay gente que dice ‘esas chicas también tienen noviecitos que son sus pares’, pero esos casos son los menos”.
Por todas estas víctimas nadie salió a las calles, ni dijo que un proyecto ley los amenazaba. Para muchos, el Ecuador es un santuario de la familia tradicional, donde los niños son protegidos por los valores y principios que la supuesta ideología de género pretende destruir. Pero los datos, los cada vez más públicos casos de violencia, demuestran que en el país las cosas ya están muy mal para los niños, niñas y adolescentes. Y no se han aprobado leyes, ni se autorizado el matrimonio entre personas del mismo género, ni se ha promovido la educación sexual inclusiva y directa. Todos estos delitos sucedieron en el Ecuador que no escoge con la misma vehemencia las razones para marchar.