Para Rafael Correa, el presidente Lenín Moreno es un traidor. Aunque la ruptura entre los dos se veía venir desde el cambio de mando el 24 de mayo de 2017, los ataques desde Bélgica han escalado verbalmente a través de Twitter, la red favorita del expresidente. Moreno pasó de ser acusado de ser demasiado abierto al diálogo a ser un traidor, mediocre y ridículo por dudar: no solo de la pertinencia, los costos y estado de la infraestructura y cuentas públicas, sino de la inocencia del vicepresidente Jorge Glas. Para Correa esa duda es la evidencia de la deslealtad traidora de Moreno, para Moreno es la evidencia de que en la década anterior la fidelidad fue más a los caudillos que a los principios. Nunca antes estuvo tanto en juego: la suerte de Glas será la suerte de la así llamada Revolución Ciudadana.

Detrás de la defensa incondicional de Glas hay un modelo y un imaginario en riesgo. No se trata únicamente de un compromiso personal de Correa: Alianza País siempre ha sido un partido fragmentado (catch all lo llamó el politólogo Paolo Moncagatta). Pero si antes la división era, por ejemplo, entre los businessmen (como los hermanos Alvarado y Marcela Aguiñaga) y los ideólogos (como Miguel Carvajal y Fander Falconí), ahora la fractura parece ser entre quienes pertenecen al naciente ‘morenismo’ y al así llamado ‘correísmo duro’ que lidera Correa.

La grieta que divide al partido que gobierna al Ecuador hace diez años es la posición de sus miembros  sobre la inocencia o culpabilidad de Glas —o lo que es lo mismo, sobre la capacidad de AP de fiscalizarse y reconocer activamente su responsabilidad política durante la década pasada. La tesitura interna es aceptar el discurso establecido desde Bélgica o atenerse a las evidencias.

De la inocencia del Vicepresidente cuelga el imaginario de ‘manos limpias y corazones ardientes’ que obsesiona a Correa. Por eso es tan central para el movimiento: es el legado de la Revolución Ciudadana. Su caída significaría que la corrupción, como parte del modelo, fue alcahueteada por referentes clave del proceso. Que fue regla, no excepción.

En el inicio, Glas ya era gobierno. Primero como presidente del Fondo de Solidaridad, luego como Ministro de Telecomunicaciones, Ministro Coordinador de Sectores Estratégicos y finalmente como Vicepresidente. Si las encuestas hubiesen sido más generosas con su opaca figura, Glas sería hoy el Presidente del Ecuador. O al menos habría corrido en las elecciones de febrero.

Pero no solo no alcanzó la candidatura máxima, sino que ahora está procesado por posible asociación ilícita junto a 18 otras personas, incluyendo a su tío Ricardo Rivera y al excontralor Carlos Pólit. Es ahí donde empiezan los cuestionamientos sobre la defensa apasionada que hace Correa de Glas. Con Rivera en arresto domiciliario, Pólit en Miami y el exfiscal Galo Chiriboga esperando en el aeropuerto (sin que eso signifique que vaya a salir), es difícil creer que Correa siga defendiéndolo simplemente porque cree en su inocencia.

La disputa es por su lugar en la historia, no por lealtad a compañeros del partido. Es una defensa del status de ‘incorruptibles’ que se proyectó desde el poder. Antes de Glas, la última vez que Correa había puesto las manos al fuego por alguien fue cuando su primo Pedro Delgado, entonces presidente del Banco Central, fue acusado en la Fiscalía General y la Contraloría de falsificar su título de economista. Para el proyecto oficialista los corruptos siempre han sido más valiosos que los disidentes. Correa no solo les dio la espalda, sino que convirtió en enemigos públicos de la revolución a amigos personales como Alberto Acosta y Gustavo Larrea por criticar sus posturas ideológicas. Esa política se reflejó en las hermética políticas internas de Alianza País.

Los desacuerdos que no eran tratados internamente resultaban en sanciones y, en casos más extremos, en sabatinas dedicadas a disminuir y deslegitimar a los disidentes. Cuando en 2013 Paola Pabón presentó la moción ante el pleno de la asamblea para debatir un cambio en el Código Integral Penal para permitir el aborto en las mujeres víctimas de violación, Correa calificó la movida como “una puñalada por la espalda”. Pasó lo mismo cuando Fernando Bustamante se abstuvo de votar a favor del paquete de reformas constitucionales en diciembre de 2015. En este caso, Correa le dedicó una sabatina, llamándolo “vanidoso” y “estrellita de navidad”. La lealtad a su amigo y excolega dependía de su entera sumisión.

Las comparaciones entre la Cosa Nostra y la política no son novedad: caudillos que demandan lealtad a cambio de favores o prebendas abundan en nuestra historia. Tampoco puede confundirse la lealtad de la mafia o el clientelismo con la organicidad y la disciplina partidista, indispensables para cualquier iniciativa política. Un movimiento exitoso se defiende colectivamente. Pero en Alianza País no ha sucedido eso. Al contrario, las lealtades del movimiento se han determinado predominantemente por las preferencias personales del expresidente. Se mostraron cohesionados no porque lograron socializar los debates coyunturales productivamente, sino porque expulsaron a las figuras cuestionadoras y, hasta ahora, solapan a las sospechosas.

De su parte, Moreno dice favorecer una lealtad de principios, “no la de los que se encubren entre ellos”. Es un concepto clave para lograr el diálogo nacional, despolarizar al país y combatir la corrupción. Implica un cambio radical de la manera de hacer política que enarboló el correísmo: abrirse a los desacuerdos —sin tildarlos de traición— y estar dispuestos a indagar la verdad tras los mitos políticos. Con miras a una consulta popular,  esa lealtad de principios podrá verse cuando la justicia dictamine independientemente el futuro del vicepresidente Glas y los miembros del movimiento Alianza País se atrevan a debatir el sentido de su propio legado.