Franz Kafka, una de las figuras literarias más importantes del siglo XX, habría cumplido años el lunes 3 de julio. Curiosamente, ese día en Ecuador, la independencia, legitimidad y seriedad del sistema judicial eran puestas a prueba: la demanda contra el periodista Martín Pallares, el lunes y, un día antes, el juicio político en la Asamblea Nacional contra el excontralor Carlos Pólit definían la verdadera capacidad del sistema para proceder independientemente de los dictámenes y berrinches del entonces presidente Rafael Correa. Si antes podíamos hablar de un sistema kafkiano —arbitrario, absurdo y difícil de justificar— que parecía ceder, sumiso, ante la voluntad del presidente, ahora la justicia ecuatoriana se debate entre la continuación o el fin del proceso.

¿Quién calumnió a Joseph K? Es la pregunta que impregna la novela El Proceso de Franz Kafka. Es, a la vez, una pregunta que pierde sentido a medida que transcurre la trama alrededor de un armatoste judicial gris e impersonal que condena a K más allá de toda respuesta o explicación. La respuesta termina por no importar ya que los jueces y funcionarios a cargo del procedimiento —hombres fantasmagóricos y uniformes— demuestran no operar en función de la justicia o de la verdad. El aparato judicial que crea Kafka es una estructura opresiva, omnipresente, que asfixia a quienes son atrapados por sus interminables e innecesarios procesos. K (el protagonista de El Proceso) es acusado y, después de incontables interrogatorios, condenado por un crimen del cual no está consciente ni él ni los lectores. Aunque se defiende apasionadamente contra la acusación (que no entiende), a medida que se pierde en los sórdidos vericuetos del sistema se va convenciendo a sí mismo de que, en realidad, podría ser culpable de algo. El proceso lo devora.

La historia ha sido así, absurda y arbitraria, por algún tiempo en el Ecuador. Ante la querella presentada en abril de 2017 por el ex contralor Carlos Pólit contra los nueve miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción —incluyendo a Isabel Robalino, una anciana de noventa y nueve años y defensora de los derechos sindicales — debido a las denuncias realizadas por los comisionados sobre la Refinería del Pacífico, la jueza Karen Matamoros se pronunció en favor de Pólit. Los sonrientes ancianos se enfrentaron a una pena privativa de entre seis meses a dos años y el pago de una indemnización  de 100 mil dólares por cada uno de los nueve demandados por “el daño moral causado”. No fue la justicia, sino la apelación personal del presidente Lenín Moreno lo que resultó en la extinción penal de la acción —en la que de todas maneras se dio una sentencia condenatoria.

Pólit ahora genera risas desde el exterior. El ex contralor, que hace semanas apuntaba el dedo a insignes figuras nacionales, ahora se defiende —de lejitos— de ser el responsable político del delito de concusión. Después de la salida de Correa, sin el amparo del ejecutivo, Pólit cayó en desgracia y el domingo 2 de julio, después de un largo juicio político, la Asamblea Nacional aprobó el pedido de moción de censura contra él. Con un personaje así, el indignante cuento de Kafka se escribía solo.

El juicio contra Pallares, por otro lado, parecía también el último rezago de un sistema ordenado según la misma arbitrariedad que evoca El Proceso y muchas otras de las obras de Kafka. Después de 10 años con juicios casi unánimemente a su favor, el ex presidente acusó a Pallares por injuria, aduciendo descrédito y deshonra, y reclamando un monto que “el juez considere pertinente”,  por haber, literalmente, imaginado una línea argumental parecida a la de Correa para demostrar la falacia argumentativa que el ex presidente esbozó para defender a su ex ministro Alecksey Mosquera. Correa había aducido que el haber recibido coimas de Odebrecht después de dejar su puesto público no era, en realidad, un crimen, sino un acuerdo entre privados.

La demanda de Correa no logró su cometido. El juez de Contravenciones Penales de Pichincha, Fabricio Carrasco, determinó que el ex presidente no sufrió descrédito ni su honra fue lesionada. En la sentencia, el juez ratificó el estado de inocencia de Pallares, quien se enfrentaba a una pena de entre 15 y 30 días de cárcel. En este caso, imaginar no fue considerado una injuria.

Más allá de cada veredicto —esperanzador en el caso de Pallares para quienes esperamos una aparato judicial con sentido— lo kafkiano está presente en la lógica que mantiene viva el expresidente y muchos de sus allegados de confianza: su literalidad. Demandar a alguien por los supuestos lógicos de un artículo evidencia y reitera cuán literal es Correa, y cuán incapaz es de leer — de interpretar signos más allá de su denotación exacta. Su demanda está en sintonía con su ataque a Mario Vargas Llosa por ser “limitadito” pero “escribir bonito”, o su displicencia hacia el humor de John Oliver, o su intolerancia general hacia cualquier matización crítica. Correa es un hombre tan literal como el “Poseidón” del cuento que tiene tantos deberes burocráticos que no tiene tiempo de nadar o como las descripciones de los crímenes que “En la Colonia Penal” perforan los oficiales sobre la piel de los castigados.  Y eso marcó gran parte de sus abusos: de la literalidad nacía su hipersusceptibilidad.

Para el escritor estadounidense David Foster Wallace muchos de los mejores relatos de Kafka, con frecuencia caracterizados como sórdidos y surreales, son en realidad esencialmente humorísticos: narraciones que evocan verdades simples pero fundamentales a través del uso literal de la metáfora, y que a la vez no dejan de comunicar información vital y difícil sobre el mundo creado para sus personajes. Su lectura, por eso, exige lo que en la ficción de Kafka le falta a la ley: criticidad y empatía. Foster Wallace dice que el valor de la literatura —y de leer a Kafka— es el de enseñar a leer e interpretar el mundo, su complejidad y sus absurdos. En Kafka, específicamente, el desafío es reconocer que contra esta autoridad —la Ley— gris, triste, ridícula y asustadora a la vez, hay una voz que ríe. Una voz que, además, ríe de todos los funcionarios de la ley escrita que no pueden ver más allá de sus dictámenes. ¿Cómo le explicas a alguien que un escritor de lo repetitivo y predecible es maravillosamente cómico? La literatura, la lectura, nos libra del yugo del significado denotativo y nos permite generar sentido de acuerdo al contexto. La gran ironía de Kafka es que la ley que en sus cuentos es una institución casi caníbal que no admite subjetividad, fuera de ellos tampoco podría interpretar o entender sus relatos, incomprehensibles para quienes no saben leer lo figurado o lo metafórico.

El legado de Correa es, de muchas maneras, el legado de la literalidad. Ya sea la imagen de los nueve ancianos en el banquillo de los acusados, o la victimización de Correa por un artículo que utiliza supuestos argumentativos para criticar una falacia lógica —lo cierto es que el suyo y el de sus protegidos fue el discurso asfixiante y opresivo del que Kafka nos advirtió. No es solamente falta de sentido del humor, sino un profundo desprecio por la lectura —la interpretación— del mundo. Al no poder leer, ni comprender lo connotativo, lo que se expresa más allá de la regla inmediata, el diálogo con el otro es imposible. La ley kafkiana no se pregunta nada más que lo dictaminado desde arriba.

El cumpleaños de Kafka coincidencialmente fue una fecha en el Ecuador para recordar todo lo absurdo que ha marcado el aparato judicial en nuestro país, la arbitrariedad ciega y literal que lo caracterizó. Sin embargo, tanto en el caso de Pallares como de Pólit las patas chuecas del insecto kafkiano se van enterrando con esfuerzo, lentamente. La trama, en este caso, retrata un aparato judicial apenas en recuperación de la hegemonía de lo literal. Una trama para reír con ganas y cuidado.