Entender la entreverada lógica de quienes niegan el cambio climático es casi una labor imposible. Es tal su cerrazón que ni toneladas de datos científicos les convencen que la temperatura de la Tierra sube por el uso de combustibles fósiles. Por ese fanatismo y pese a evidentes alertas (como que desde 1980 se han duplicado las inundaciones en las costas de los Estados Unidos debido a la variación del clima mundial) los negacionistas del cambio climático pregonan conceptos tan insólitos como que el calentamiento del planeta solo es un “cuento fabricado por los chinos”, una barbaridad que repitió el multimillonario Donald Trump durante su campaña a la presidencia de Estados Unidos. Meses después, ya apoltronado en la Casa Blanca, el 1 de junio de 2017, el ahora presidente Donald Trump anunció —sin inmutarse— la salida estadounidense del Acuerdo de París de 2015, tratado que estableció un mecanismo para que los países limiten sus emisiones de gases de efecto invernadero para frenar el peligroso cambio climático mundial.
No era la única novedad ambiental de Trump: Como candidato había prometido que —a más de “cancelar” el Acuerdo de París— eliminaría los aportes estadounidenses al Fondo Verde para el Clima, así como las contribuciones a otros esfuerzos multilaterales a favor del medio ambiente. El Fondo, que se alimentará con aportes de las naciones más ricas del planeta, está orientado a financiar proyectos que ayuden a los países en desarrollo a encarar los desafíos del cambio climático (adaptación y remediación) y a reducir sus propias emisiones de dióxido de carbono, CO2 (mitigación).
Tras la decisión de Trump sobre el Fondo hay un contrasentido: Estados Unidos, la nación que más CO2 ha lanzado a la atmósfera en la historia de la Humanidad (y que, en buena medida gracias a esas emisiones llegó a convertirse en la primera potencia industrial del mundo) no aportará un solo centavo a un fondo para ayudar a las naciones más expuestas a los dañinos efectos de ese CO2. Entre ellas se cuenta un centenar de países africanos e insulares.
El Acuerdo de París, visto con detenimiento, es un marco legal laxo y ventajoso para los grandes emisores de gases invernadero. Según el Acuerdo, cada país debe simplemente enunciar de manera unilateral y soberana cuánto CO2 emitirá a la atmósfera en un lapso determinado, y el monto de reducción de emisiones que procurará alcanzar a futuro. Luego debe cumplir de buena fe dichas metas. Pero la obsesión antiambiental trumpiana no estaba dispuesta ni a eso.
Es más: el tratado no tiene modo de obligar a cumplir a los países sus propios objetivos. No se contempla en el Acuerdo de París que una instancia supranacional pueda fiscalizar e imponer sanciones por la inobservancia de las metas que cada país asuma a través del tratado. La decisión soberana y la buena fe para determinar límites de contaminación, o la censura pública ( “name and shame” system) que pudiese sufrir un país por contaminar en exceso, no producen efectos vinculantes.
Si bien se puede ondear el estandarte de la soberanía nacional para defender causas nobles, la experiencia histórica demuestra que también se emplea para intentar bloquear el escrutinio internacional. Ha ocurrido en ciertas situaciones de violación a los derechos humanos tanto en países en desarrollo como del norte, en las dictaduras del Cono Sur latinoamericano en los 80 o las de Pol Pot y Gadafi años después, en la Primavera de Praga o en la tortura camuflada tras eufemismos durante la “lucha contra el terrorismo” de Bush hijo. Ahora podría emplearse para escurrir el bulto a las obligaciones que tiene todo país de poner de su parte para controlar el efecto invernadero y evitar conjuntamente un cataclismo ambiental.
Hay una pregunta que es preciso hacernos: ¿por qué el Acuerdo se configuró del modo descrito, tan favorable a los países que más CO2 emiten? Si bien hubo algunos aportes de países en desarrollo durante el proceso de negociación diplomática, las líneas maestras del Acuerdo de París son el resultado de compromisos políticos entre los Estados Unidos, China, India, otras potencias industriales y los principales productores de hidrocarburos.
Por eso el acuerdo fue acogido con reservas por organizaciones ambientalistas. Oxfam, Friends of the Earth y ActionAid lo tomaron como quien toma un peor es nada: no había otra alternativa y se acercaba el fin de la vigencia del Protocolo de Kioto. Pero críticas aparte, la diplomacia y la política internacional son también un ejercicio de pragmatismo. Está claro que el Acuerdo de París contiene el único plan multilateral para controlar de manera coordinada el calentamiento mundial y evitar una catástrofe que devastará la vida en el planeta.
Por eso a todos nos interesa que el Acuerdo tenga éxito en evitar que la temperatura de la Tierra se incremente más allá de esos claves dos grados centígrados con relación al clima de la época preindustrial. Los expertos coinciden que si la temperatura se incrementa más allá, severas sequías producirían hambrunas en muchos países (en especial de los más pobres), eventos meteorológicos como El Niño y tormentas estacionales se volverían más severos, un tercio de las especies del planeta correría riesgo de extinguirse, y el nivel del mar crecería hasta inundar áreas costeras del planeta, donde se concentran las ciudades más pobladas del mundo. Según los expertos el aumento causaría que varias naciones insulares queden totalmente cubiertas por el agua.
Seguramente por estos motivos, los líderes de los más grandes emisores de gases del mundo —China, Japón, Francia, India, Rusia, Alemania, entre otros—, y de una lista interminable de otras naciones y mecanismos multilaterales como la Secretaría de la ONU y el G7, reafirmaron su adhesión al Acuerdo y rechazaron en distintos tonos la decisión del presidente de Estados Unidos. Ecuador, que sufrirá importantes efectos negativos del cambio climático y que, a la vez, tiene en el petróleo a su principal actividad económica, también lamentó la decisión de Trump y reiteró su compromiso con el Acuerdo de París.
¿Qué podemos hacer ante el hecho consumado del retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París?
En primer lugar, no dar al Acuerdo por perdido. Con sus limitaciones y todo, es lo mejor que tenemos para enfrentar el calentamiento global y sus terribles consecuencias para la vida en la Tierra. La aceptación es casi universal: a la fecha 197 países lo han suscrito y de ellos 148 también lo han ratificado, asumiendo una obligación jurídica formal. A pesar que la suscripción de un instrumento es un hecho importante, la ratificación, que emana del legislativo, sella de forma definitiva el compromiso de un Estado con un tratado internacional.
Es evidente que hay un consenso general en el mundo de que la sustitución de los combustibles fósiles como fuente primordial de energía es una apuesta inteligente y conveniente: estos se agotarán en pocas décadas más, progresivamente se tornarán más costosos, la contaminación que producen es innegable y su reemplazo con fuentes de energía limpia permitirá el desarrollo de nuevas tecnologías, industrias y oportunidades comerciales.
Por esas razones económicas y también por una creciente conciencia conservacionista la política de Trump levanta resistencias no solo alrededor del mundo sino también entre los estadounidenses. En su propio país, se entiende la urgencia de emplear fuentes de energía mayoritariamente renovables: un estudio de la Universidad de Yale determinó que el apoyo al Acuerdo de París entre la ciudadanía norteamericana guarda una proporción favorable de 5 a 1. Tampoco el empresariado privado de su país ha respaldado al presidente. Un millar de importantes firmas estadounidenses (entre ellas gigantes como Microsoft, Facebook, JPMorgan, Pepsico, Monsanto y Johnson & Johnson) publicaron una carta abierta dirigida a Trump abogando por el Acuerdo de París. Incluso mega corporaciones petroleras norteamericanas como ExxonMobil y Chevron, expresaron reparos por la denuncia del tratado.
En el mismo sentido crítico, gobernadores de Estados como Massachusetts, Nueva York, California, Virginia y Colorado y alcaldes de más de 200 ciudades (entre éstas Boston, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Filadelfia y Nueva Orleans) han anticipado que no seguirán las pautas energéticas de Trump. Según dijeron, desarrollarán iniciativas locales para disminuir la huella de carbono y promoverán acciones políticas y legales que bloqueen las pautas del presidente. El gobernador de California, Jerry Brown, llegó incluso a anunciar que su Estado vincularía su mercado de carbón al de China, y que si Trump veta fondos a la NASA (la agencia espacial estadounidense) para el estudio del cambio climático, California lanzaría sus propios satélites.
Por el diseño del sistema institucional estadounidense y el tamaño del gobierno federal, es muy difícil que gobiernos seccionales lleguen a anular la decisión de Trump. Tampoco será sencillo que la contrarresten de manera efectiva. Sin embargo, la revuelta en contra de la Casa Blanca es un hecho, y no dejará de tener un impacto en el perfil político y aprobación popular de Trump. La medición de Gallup del nivel de aprobación a la gestión del multimillonario convertido en presidente descendió del 40 al 37% entre el 1 y el 7 de junio. La desaprobación a su gestión subió, en el mismo lapso, del 55 al 58%. Aunque no se puede establecer una relación de causa efecto, sí es razonable sostener que la denuncia del tratado sobre la base de argumentos populistas al menos no incrementó la aceptación a Trump.
A la larga, nada es definitivo, menos en política. Quizá en un no muy distante futuro haya un cambio en Washington y Estados Unidos se pare de nuevo con otras naciones bajo el paraguas del Acuerdo de París. Por lo pronto, recordemos que según el artículo 28 del Acuerdo, la denuncia de Estados Unidos recién surtirá efectos en noviembre de 2020, en las postrimerías del mandato de Trump. Aun así, la inacción estadounidense durante ese lapso (u otro más extendido, si se reeligiera) seguramente supondrá la disminución del ritmo de mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero por parte del primer emisor de CO2 per cápita del planeta lo que afectará, sin duda, la lucha mundial contra el cambio climático.
Pero hay algo para lo que la decisión de Trump puede servir: que países y organizaciones comprometidas en la lucha contra el cambio climático empiecen a considerar escenarios y respuestas para el caso de que, a futuro, uno o más países decidan unilateralmente lanzar a la atmósfera las toneladas de CO2 que les apetezca, incluso sacando ventaja de las restricciones y límites que otros países se impongan y respeten. Para que el mal ejemplo de un contaminador no cunda, y que éste responda económicamente por al daño ambiental causado, cabría reactualizar instituciones del derecho internacional público para proteger mejor a la naturaleza y los derechos de países y de las personas a un ambiente saludable. En el campo económico —porque el bolsillo es lo que más importa a los negacionistas del cambio climático— se podrían desplegar mecanismos que desalienten el uso de combustibles fósiles, algo que, incluso, estaría a tono con la normativa de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Cabría promover, por ejemplo, la implantación en los acuerdos comerciales regionales ya existentes de restricciones arancelarias a industrias de países con elevada huella de carbono o que no aporten a los esfuerzos concertados a través del Acuerdo de París. Además, se podría crear obstáculos técnicos al comercio de países y firmas que no cuiden la emisión de CO2 (para lo cual se podrían invocar motivos de salud pública, seguridad alimentaria y protección ambiental); o se podrían conceder ventajas arancelarias para actividades que empleen energías distintas a la fósil y tengan una baja huella de carbono.
Será útil, también sacar lecciones de acciones emprendidas en el pasado: en el marco de la OMC para contrarrestar indebidas ventajas comerciales por el uso de medios contaminantes. Se podría, además, explorar la posibilidad de que naciones con un común denominador de compromiso ambiental —por ejemplo suscriptores del Acuerdo de París— se unan en un bloque comercial para reconocerse entre sí preferencias arancelarias específicas. En otras palabras, la huella de carbono en la producción de bienes y servicios y la adhesión de un Estado a la lucha contra el cambio climático, podrían constituir estándares que determinen la pertenencia o no a un acuerdo comercial cuyos Estados se otorgarían mutuas ventajas arancelarias.
Las naciones y organizaciones comprometidas en la lucha contra el calentamiento global deberán pensar en inéditas medidas de mitigación y remediación. Ya no solo del efecto invernadero que trastorna el medio ambiente del planeta sino también de las consecuencias perversas del populismo político, el chauvinismo nacionalista y el negacionismo del calentamiento global.