La tragedia de las tragedias es que se vuelven lugares comunes. Por eso es vital encontrar nuevas maneras de contarlas: para no olvidar, para no endurecer la parte de la mente donde se alojan esos recuerdos. El cineasta manabita Javier Andrade ha filmado 52” (que se estrena en el festival EDOC el 11 de mayo en Quito), una película poco convencional en su concepción y producción, que narra las semanas posteriores al terremoto de 7,8 grados del 16 de abril de 2016 en su ciudad natal, Portoviejo, una de las más afectadas. Andrade dice haber ideado una película más subjetiva a partir de una entrada escrita en su diario la noche anterior a llegar a la ciudad devastada: “Esto no debía pasar. No se suponía que un terremoto golpee Portoviejo. Yo no estaba destinando a regresar, me siento totalmente alejado, no quiero mirar ni a mi pasado ni a mi familia. Pero pasó, y ahora debo ir. Tengo que conseguir una cámara”.
Esas líneas de angustia, negación y resginación marcan una narración que Andrade contará en primera persona. La película, por tanto, será una mirada suya, totalmente subjetiva: “Alejada del reportaje, del periodismo directo”, me dice. Para lograrlo, Andrade ha mezclado el registro de la destrucción y una serie de entrevistas con su familia (su abuela, su padre, su hermana, su sobrina). Andrade se arriesga a que le digan que está contando una historia de una familia acomodada que no sufrió las peores consecuencias de la catástrofe y está consciente de ello porque los primeros en decírselo fueron sus protagonistas. Lejos de rehuir a esa posible crítica, Andrade espera con “mucha, mucha curiosidad” la reacción del público a lo que será una mirada íntima y personalísima a una tragedia que nos marcó a todos —pero que ha empezado a diluirse en la memoria colectiva.
¿Cuál ha sido tu relación con Portoviejo?
Mira cuando uno vive lejos de donde es no se mantiene en el presente, sino en el pasado. Yo tengo una relación con el pasado de Portoviejo donde crecí y viví 18 años, entonces yo tengo una relación más con ese Portoviejo que con el de ahora. Es una relación extraña porque la ciudad cambió, mis amigos cambiaron o se fueron, o crecieron; entonces es una relación de nostalgia que nunca es real. De alguna manera mi película Mejor no hablar de ciertas cosas era eso: si quieres, una ciudad inventada y romantizada para la narración de esa película. Entonces es una relación inventada —yo no sé qué tan real es, es como un afecto a una novia antigua.
Es como mirar a través de esa niebla de los recuerdos creados…
Exacto, la palabra niebla es interesante: en el fondo yo ya no sé qué tanto es un recuerdo y qué tanto es una idealización de las cosas.
Te pregunto todo esto porque el apunte en tu diario del día del terremoto es “Esto no debería estar pasando”...
Cuando tembló, de hecho, yo estaba en un elevador y… y fue… hecho verga. No hay otra manera de decirlo. Cuando se abrió la puerta, estaba mi hermano en el departamento. Y lo primero que pensamos era que el epicentro había sido en Quito, entonces lo primero que hicimos fue avisar a la familia que estaba en Portoviejo que la tierra había temblado duro en Quito pero que estábamos bien. Era más bien un mensaje “estamos bien, tranquilos”, pero el mensaje de regreso fue: “por acá estuvo peor”. Eso fue extraño.
Eso estaba haciendo en ese preciso momento, pero digamos a un nivel más amplio, estaba en Quito donde hago base, pero uno siempre está navegando entre las películas. Trabaja en un proyecto que pasa en Quito, otro que pasa en el centro de Guayaquil y otro en Estados Unidos. Mi cabeza estaba en cualquier lado menos en Portoviejo. Pero el terremoto hace que dé un giro y vuelva a ver a Portoviejo cuando el domingo en la mañana —el terremoto había sido el día anterior casi a las siete de la noche— entendimos la gravedad del asunto.
¿Cuál fue tu reacción inmediata al ver la dimensión de lo que pasaba?
El domingo 17 y el lunes 18 armamos el viaje, recoger algo de ayuda y comprar cosas que nuestra familia necesitaba, salimos el martes y llegamos cuando ya anochecía. Fue interesante porque es cómo se narra un poco la película, que terminó siendo bastante apegada —por lo menos en la primera mitad— a la línea del tiempo de cómo pasaron las cosas.
Como llegamos y estaba oscureciendo, no se veía mucho, y eso me alivió. Así que después de ver que mi mamá, mi papá, mi abuela —mi familia, en definitiva— estuvieran bien, salí con la cámara a caminar a ver qué había pasado. Cuando comienzo a acercarme al centro de la ciudad es cuando entiendo por primera vez la magnitud de la catástrofe: veo que los referentes geográficos de mi memoria nostálgica ya no están, que hay mucha gente, ambulancia y policías en las calles. Ahí empecé a entrevistar a la gente. Y la frase que más me decían era “zona de guerra”. Nadie podía explicarlo de otra manera. Era de noche, no había electricidad, todo lo que había era sombras a la distancia. Con eso me quedé.
Al día siguiente, con la luz de la mañana, la destrucción era ya evidente. Según cifras oficiales, el 30% del centro, la más antigua de la ciudad, se había desvanecido. El otro 30 o 40% estaba por derrumbarse.
¿Qué sentiste cuando viste que no estaban esos referentes geográficos de la ciudad que guardabas idealizada en la memoria?
Fue súper raro y esa es la idea que tuve que está detrás de la película: la noción de que las ciudades nos deben sobrevivir. Lo lógico es eso, ¿no? Son pocos eventos en la Historia que destruyen una ciudad, de lo contrario, sus habitantes mueren y ella sigue. Pero en el terremoto sentía que estaba viviendo precisamente uno de esos momentos históricos: esa ciudad, la que yo cruzaba yendo del colegio a la casa, la de mi adolescencia, ya no estaba y no iba a estar más. Había, además, otro elemento más fuerte que era el olor. Era una mezcla entre quemado, máquina y algo que luego de tres días los rescatistas me explicaron que era el olor a muerto, cadáveres descomponiéndose debajo de los escombros.
Más que lo que vi era eso, el olor y el silencio: el centro de cualquier ciudad del mundo es un lugar lleno de vida, gente, comercio, y nada de eso había. El de Portoviejo tiene, por un lado, un par de arterias con gente que está voceando, pidiéndole a la gente que entre en sus locales; por el otro, está la calle Chile, la gran calle de puestos ambulantes y no había nadie. Era inconcebible pensar en Portoviejo sin ruido, gritadera, escándalo. Pero estaba en el centro de Portoviejo y no se escuchaba a Portoviejo.
Ese silencio, ese vacío era mucho más raro que ver edificios caídos.
¿En qué momento te recuperaste del shock de que la ciudad no te había sobrevivido y dijiste tengo que grabarlo?
Yo no sé si me recuperé aún, pero tomé una decisión, que creo que fue buena. Digamos, tenía que estar pendiente de la familia, especialmente de echarle una mano a mi papá, porque el edificio de la matriz de su negocio se había caído. Igual, tenía seguro y todas las precauciones, entonces el daño, si se quiere, era más emocional. Era la impresión de ver que el edificio en que una familia ha trabajado por cuarenta años desapareció. Teníamos que estar pendientes de cómo reubicar su negocio, cómo seguir con él. Entonces estábamos bastante ocupados. Pero cuando no estaba en esas, estaba filmando.
De alguna manera, todo lo que capturé son cosas que sucedieron —vamos, lo sé porque las filmé— pero como que yo no recuerdo mucho: el shock seguía. No hubo tiempo de contemplar nada. Era el instinto de supervivencia diciendo ayudo en lo que me pidan, pero lo que yo hago es filmar, y tenía que haber un registro de lo que había pasado. Y quería que hubiese un registro desde una mirada si se quiere más alejada del reportaje, del periodismo directo. Con esa idea empecé a filmar y a navegar la impresión. La primera tanda fueron como tres semanas, de lo que decía, esa especie de medio tiempo: la mitad del día ayudando, y muy temprano en las mañanas, al final de la tarde y en las noches filmando. Salía en vueltas de una, dos horas, viendo qué sucedía, sin mucho plan.
¿Y cómo fue esa exploración?
Fui recorriendo, viendo lo que pasaba en la calle, en la ciudad. Por ejemplo, el aeropuerto no estaba funcionando como aeropuerto, sino como el albergue de damnificados y un centro de acopio de donaciones gigantes. Tal vez unas dos mil personas dormían ahí. Entonces fui a ver cómo estaban las cosas. Iba en la mañana, en la noche. En otro momento, hubo una gran procesión religiosa pidiéndole al Creador que ya no tiemble. Para mí eso era fascinante. Fue un proceso de estar tres semanas caminando y entregándole a la gente la narrativa que se convertiría en la película. Y luego vinieron las preguntas: ¿es esto interesante, vale la pena, puede ser una secuencia? No tenía una idea clara de hacia dónde iba.
En esas tres semanas lo más interesante era ver cómo la gente se iba a acostumbrando a la nueva realidad. Registrar eso fue muy fuerte. Luego volví unos meses después a hacer seguimiento, cuando ya estaban haciendo demoliciones controladas.
Hay dos líneas narrativas en el documental, ese exterior y lo que pasaba en tu casa. Cómo se iban acostumbrando a ese cambio de vida del que hablas.
Era parecido al de afuera, pero más intenso porque, obviamente, son los participantes de toda tu vida. Lo primero era que mi abuela y mi tía abuela estaban bien, pero a tres cuadras se había caído una casa y se la había llevado el río. Muy cerca de ahí vive mi hermana con su esposo y sus dos bebés. Todos estaban como en un estado de entender lo cerca que habían estado de no existir, nadie lo verbalizaba pero se sentía porque se convivía con la muerte. Te ibas enterando de conocidos amigos, de compañeros de colegio de mi hermano que habían sido víctimas de esta cosa. Y había sido ahí, apenas a un kilómetro. Esa cercanía afectó el sistema nervioso de la familia.
Y pasó algo muy fuerte que está dentro de la película: la hija mayor de mi hermana cumplía tres años el 1 de mayo, dos semanas después del terremoto. Encima de todo, esta chiquita que está empezando a vivir, y a tener memorias permanentes —porque a esa edad es cuando empezamos a recordar— comienza a discernir lo que sucedió. En medio de eso sales con la idea de que “algo hay que hacerle a la niña, no es su culpa”. Entonces la cuestión en la casa era cómo haces un cumpleaños cuando nadie quiere celebrar nada. Era lo más inoportuno del mundo, pero al mismo tiempo injusto no hacerlo. Entonces el clima se puso raro.
¿Cómo fue esa celebración?
De lo más raro que te puedas imaginar. Era como tratar de armar la cosa en un espacio medio pequeño, que era el patio de la casa, porque el resto de la casa de mis padres estaba tomada por lo que se logró sacar del negocio de mi padre: muebles, papeles, documentos, archivos, computadoras. La casa se volvió una bodega, y para mí fue muy interesante filmar la casa tomada —que de hecho es uno de los capítulos de la película. Y en medio de eso, ponerse la mascarita de alegría por Mila, mi sobrina. Fue un tema extraño. No sé cómo me hubiera sentido siendo un participante directo de eso, porque como yo estaba filmando era más un observador. Y casi que me alegra haber tenido la cámara, no solo por la película, sino para poder ver las cosas con cierta distancia. Fue una de las ideas concluyentes del documental: ¿cómo se hace una cosa así?
Ya hablando de la estructura de la película, ¿está armada por capítulos?
La película tuvo varios caminos. Empecé con todo este material y me puse a editar con Carla Valencia, que es la coeditora de la película, y Carla estuvo los primeros tres o cuatro cortes. Y en ese momento fue empezar a armar secuencias e intentar una narración, intentar ver si había algo que contar sobre lo que había sucedio que, de nuevo, no se parezca a un reportaje, que tuviera la perpetuidad que debe tener el cine. El cine debe ser inmediato y perpetuo a la vez y eso es a veces complicado de lograr. Una de las cosas que intentamos hacer fue tener capítulos que agrupasen ideas y eventos que construyan la razón. Luego la abandonamos porque resultaban como once capítulos, y en la última versión decidí volver a la idea, pero solo cuatro partes. Entonces hay como una introducción (quién es la persona que está filmando y su mirada sobre la ciudad), luego tienen un capítulo que es una mirada macro a lo que sucedió que es, si se quiere, una sección de cinema veritè, se parece un poco más a lo que hace Frederick Wiseman o Rossellini, retratistas del cinema verité, y luego termina por meterse en la familia y en la necesidad de celebrar algo. La idea de los capítulos nos ayudaba a que el espectador pueda enfocarse en ciertas cosas y se produjera un efecto de acumulación progresiva. Y ya veremos cuando el público vea el documental si esa aproximación funcionó o no.
¿Cuándo terminaste de editar?
¡Hace dos semanas! No tengo ninguna distancia y eso es algo curioso también. Tal vez deberíamos hablar otra vez cuando la película ya se estrene, porque usualmente después de terminar la película hacemos seis meses de festivales, digamos que la película navegue por el circuito más cine, antes de soltarla. Ahí hay un proceso en que el director más o menos se va acostumbrando a lo que hizo, y acá ha sido al revés: después de que estrenemos, por julio o agosto recién vamos a pensar qué hacer con ella en términos internacionales. Entonces yo tengo mucha, mucha curiosidad de ver qué le pasa al público y qué me pasa a mí también cuando la vea ya terminada en una sala.
Porque todo ha sido algo accidentado: estuvimos moneando y corriendo para llegar a esta fecha de estreno. Se empezó a editar y a empezar a postproducir imagen y trabajo de sonido, que son procesos que usualmente van cuando cierras el corte. En este caso lo hicimos un poco en paralelo, lo cual resulta siempre accidentado pero era necesario para cumplir con los propósitos de la película que es —más allá de los míos como cineasta— echar una mano al esfuerzo de la reconstrucción. Entonces no queríamos estrenarla muy lejos del terremoto para atraer gente a la sala y recaudar más, para poder donar más. Esa es nuestra manera de ayudar.
Y cuándo decidiste que ibas a ser tú quien protagonizaría la película.
Eso debo reconocérselo a Carla Valencia. Cuando montábamos la película, ella se dio cuenta mucho antes que el protagonista de la historia debía ser quien filmó. Tenía que ser la historia de cómo mira a su ciudad, a su familia, y cómo él mira lo que decidió hacer con su vida versus las expectativas familiares. Ahí salió una narrativa. Para completar esa narrativa, había que hacer entrevistas, algo que yo no quería. Pero en junio, julio, cuando ya estaban demoliendo, dije “bueno, tenemos que cubrir esto porque es importante para la narración y tengo que pelearme quince rounds con mi familia en cámara”.
¿Cómo fueron esos quince rounds?
Para mí es increíble la relación con el pasado y una ciudad que tienes en tu memoria emocional. Para mí, el logro de la película es haber entrevistado a mi abuela, y a través de ella ver cómo era la ciudad antes, la historia de la familia y la de ella, cómo llegó a Portoviejo, lo que abandonó al casarse con mi abuelo, y encontrar como un corazón muy fuerte en medio de todos los demás subtemas.
La película terminó por ser sobre afectos postschock del terremoto. La persona que más encierra eso es mi abuela.
Hay dos entrevistas con mi papá y mi hermana que son fuertes también, pero por otras razones. Ellos cuestionan la historia de la película misma “¿por qué nos filmas si la casa no se cayó, no nos morimos, si hay historias mucho más dolorosas y relevantes de contar?”. Mi respuesta fue siempre que ellos eran mi familia, y lo que les pasó a ellos tenía un valor de ser compartido, si la película quería tener cierta intimidad genuina.
Entonces la tesis del documental de por qué hacer este retrato de manera personal la combaten sus propios protagonistas.
Mientras conversábamos, pensaba que es evidente que tu familia no sufrió las consecuencias más brutales del terremoto, pero que también tenían una posición más acomodada. ¿No crees que podrían criticarte que es la historia de una familia privilegiada contando su pequeña tragedia en el cine?
Sí, de acuerdo. Esa es una preocupación que nos ha acompañado en todo el proceso de montaje. Ahí no sé mucho qué decir, salvo que es la película del protagonista. La película hace una mirada muy abierta, muy macro, a la dimensión de la tragedia, y a las voces de la ciudad que son tan protagonistas como la familia, pero si no metías a la familia se sentía una distancia. Y la razón era porque no había una cercanía con el protagonista, así que cuando decidimos esa narrativa, y que haya una narración en off, y se vuelva un relato más subjetivo, era imposible no tenerlo. Pero no se podía enmascarar de dónde viene uno. Uno es quien es y viene donde viene y al carajo la vergüenza de cualquier tipo, sea por tener una posición acomodada o no tenerla. Pero sí, me muero de curiosidad si alguien podría reaccionar negativamente, pero eso ha sido el cine siempre y será siempre la naturaleza de exponerse.
Esa tensión con el espectador (o el lector, o lo que sea) no es mala, es más, podría devolvernos a la discusión sobre dónde empieza la pornomiseria sobre las tragedias…
Exacto, de hecho durante el montaje fue causa de mucho debate con Carla y con mi asistente de edición, Gabriela Garcés, qué tanto estábamos redundando. Tal vez había que ser más eficientes, poderosos y concretos con los hechos del terremoto para poder centrarnos en —yo detesto la palabra autor, pero me encuentro usándola mucho—, pues la mirada del autor sobre lo que pasó. No sé pues, si mando a Joan Didion a cubrir la guerra de El Salvador pues su mirada va a ser lo interesante que va a quedar reflejada en el trabajo. Así que una vez que decidimos que ese tipo de aproximación era el que iba a tener la película, todo se volcó hacia la idea de cuál es la mirada. Igual yo no sé, ahí lo verán, hay un capítulo entero dedicado a la ciudad, que a veces digo es mucho, otras digo es poco, pero era lo que la narración pedía: una mirada más profunda a lo que pasaba y que se aleje un poco de la cosa más sensacionalista.
No sé si la leí bien, o si yo le puse el tono a esa entrada de tu diario de esto no debería estar pasando, eso es antes de la película, obvio, pero ¿cuál sería tu entrada en tu diario ahora?
Esto es fuerte de decir, pero sería que fue un privilegio haber filmado lo que pasó. Tanto estar en la ciudad con conocimiento de causa, sabiendo cuáles eran los lugares más relevantes históricamente, pero también sentimental y emocionalmente. Había cosas donde solo yo podía llegar era un privilegio. Y por otro lado, yo no sé si hubiera filmado a mi abuela, a mi sobrina, a mi padre, a mi hermana atravesando este momento bajo ninguna otra circunstancia. La verdad creo que no los podría filmado y punto, porque hay algo de mucho respeto, de cuidado porque trasgredes cuando pones una cámara frente a una familia. Es un tema de ética pero más de pudor. Entonces mi entrada en el diario sería que fue un privilegio atravesar todo esto, y que el terremoto de alguna manera me haya empujado a generar una película como una manera de ayudar.
¿Cambió tu relación con Portoviejo después todo esto?
Después de Mejor no hablar de ciertas cosas yo tenía resuelto el lugar que Portoviejo ocupaba en mi trabajo. Me interesa siempre trabajar en Manabí, pero no estaba en ninguna agenda filmar algo largo o de trabajo personal en Portoviejo. Entonces la relación cambió en el sentido de que me queda claro que no puedo separarme de donde vengo, y ahora que lo pienso, la mitad de mi trabajo, si no más, va a terminar siendo en Portoviejo. Es algo que ya no puedo decidir, después de este evento es obvio que tengo que seguir retratando esa ciudad. El terremoto me lo dejó mucho más claro.