Las elecciones del 2017 en el Ecuador estuvieron repletas de aprendizajes: resultados sorpresivos, asesorías espantosas, campañas sucias prematuras, oscuras revelaciones de relaciones de poder y un vigoroso y creciente rol de la tecnología en la comunicación estratégica. Bajo estas circunstancias, dudo que algún analista serio haya podido predecir al inicio de la campaña los resultados del 19 de febrero y 2 de abril. Sin embargo, no interpretaré eventos políticos a posteriori, eso sería como tomarle el pulso a un cadáver, sino que me interesa reflexionar sobre un elemento estructural que viene afectando los procesos electorales del país: el papel que juegan las encuestadoras y la necesidad de replantearnos el poder que les otorgamos. Este es un breve diagnóstico del rol que tienen en nuestras decisiones políticas, una exploración de las posibles causas del problema y una propuesta para esclarecer futuras experiencias.

Resulta facilista citar que las encuestas fallaron en Ecuador como lo hicieron en el BrExit y el referéndum de Colombia, argumentando que hay errores sistemáticos en la herramienta (no incluyo intencionalmente a las elecciones en Estados Unidos donde ganó Trump, un análisis detallado permite entender que en ese caso las encuestas no fallaron, fue la lectura política de los resultados de tracking anteriores a la elección la que falló). Quiero esquivar ese facilismo comparativo. En el mundo de las encuestas, cada país tiene su realidad, contexto, lógica, historicidad y relaciones de poder propias. Ecuador no es la excepción: las encuestadoras pertenecen a un pequeño mercado en el que compiten desequilibradamente entre ellas, en el que hay dinero visible e invisible de por medio, prestigio o mala fama minuciosamente construida, difusas relaciones con grupos de poder político y económico, idilios con agencias de publicidad que no son políticamente angelicales, influencias de estrategias individuales y coordinadas para reducir y aumentar el espacio entre ellas, contactos con medios de comunicación que les dan cabida según intereses particulares y hasta apellidos que tienen valor —positivo o negativo— al momento de interpretar un dato. Concluir entonces que las encuestas fallan porque en todos lados fallan es simplista, ahistórico y torpe.

Por eso es necesario particularizar tres eventos que sucedieron en las últimas elecciones:

1) Las encuestadoras fallaron en casi todos los resultados que publicaron: tanto los exit poll (ninguna acertó en la primera y en la segunda vuelta a la vez), como en encuestas previas, los resultados no fueron convergentes. Varias de ellas cambiaron tendencias de resultados en cuestión de días (por ejemplo Cedatos en un solo fin de semana cambió de ganador dos veces). Muy pocas esclarecieron si estaban presentando datos de trackings diarios o de encuestas transversales, ninguna presentó fichas metodológicas con mecanismos de verificación pública (mas allá de un simplista requisito del CNE), varias presentaron resultados contradictorios y, por si esto fuera poco, aparecieron en redes sociales resultados de encuestadoras que no existen o de encuestadoras que existen pero que no ejecutaron la encuesta publicada. Si algún despistado cree que las elecciones se basan en teorías de rational choice y que el elector busca información para decidir “objetivamente”, me gustaría saber cómo lidian prácticamente con un caos de la magnitud de las últimas elecciones: cualquier individuo en la mitad de la avalancha de datos ciertos e inciertos, manipulados, extemporáneos, malinterpretados, inventados, debería tener herramientas analíticas avanzadas para poder distinguir entre la paja y el heno. El ecuatoriano promedio está indefenso ante esta violencia informativa.

2) En algún momento de la historia política se malentendió que la opinión que publican las encuestas es la opinión pública. Esto va más allá del predecible razonamiento crítico que argumenta que “lo que publican los medios de comunicación es la opinión publicada, no la pública”, intentando hacer referencia a que el problema es que no se publica todo lo que se investiga o que es el medio de comunicación el que posiciona el tema. El problema en realidad es más grave: lo que investigan las encuestadoras está sujeto a una agenda privada. Es decir, a un interés económico que tiene una intención determinada en investigar x, y o z problema. ¿Por qué en un específico momento aparecen encuestas sobre el favoritismo católico o en otro momento encuestas sobre el apoyo o rechazo al progresismo impositivo? ¿Por qué no se consulta sobre temas que afectan a la mayoría? ¿Y a las minorías? ¿Quién y por qué financia las encuestas con esa temática y en ese momento en particular? Esa decisión no es acaso la que produce opinión pública? ¿No es mejor entenderla como opinión producida?

Si avanzamos un poco más por este sendero cabe una pregunta más avanzada (que la sociología y la ciencia política ha venido investigando sostenidamente): ¿Cómo responde un ciudadano común y corriente ante preguntas que asumen una elaboración argumentativa política previa a la constitución de la opinión? Por ejemplo: si a usted lo entrevista un encuestador en la calle sorpresivamente y le consulta: ¿Cree que los paraísos fiscales deben estar prohibidos para los políticos? La respuesta será una conjugación de improvisación asociativa sobre ciertas palabras que probablemente harán referencia a alguna percepción previamente construida sobre: los políticos (regularmente mala), paraísos (probablemente buena), fiscales (desconocimiento por su tecnicismo) y prohibidos (regularmente buena, en una sociedad conservadora). Adicionalmente habrá una urgencia por responder brevemente a una encuesta en la que, en la mayoría de los casos, el encuestado quiere librarse rápidamente para seguir su rutina diaria. La respuesta que termina siendo simplemente un “sí” o “no” esconde una cantidad abrumadora de supuestos que no representan necesariamente una opinión, sino la verbalización de una improvisación. Luego, esa supuesta opinión se procesa y tabula y, como por arte de magia, se obtiene un porcentaje del apoyo o rechazo a un facto político del que el encuestado tiene vaga idea de lo que acaba de opinar. Posteriormente, ese número se reproduce en titulares de medios de comunicación con invariable sesgo político y, más temprano que tarde, esa estadística influencia (o justifica) debates en decisiones legislativas. A través del financiamiento de una encuesta —quizás intencionalmente— mal elaborada, se termina produciendo opinión pública en base a opinión producida, la cual redefinirá las reglas de juego social. El problema entonces no es solo qué encuesta se publica, sino el proceso de producción de esa opinión y las condiciones sociales y económicas que fomentaron y afectaron esa producción.

Regreso entonces a nuestro punto inicial: ¿qué proporción de las encuestas publicadas en la campaña del 2017 fueron producto de una agenda privada para posicionar preguntas focalizadas en momentos concretos? ¿Se publicó todo lo que se investigó? ¿Qué cuidados se tomaron para evitar la producción de opiniones improvisadas? Cuando vemos el resultado de una encuesta en un titular de un medio de comunicación, lo más probable es que lo que estamos viendo es la consecuencia de un capital económico movilizado para presentar una opinión fabricada.

3) La campaña estuvo invadida de errores interpretativos. No me refiero a la elucidación política de las consecuencias de la lectura de una encuesta sino a la llana interpretación numérico-estadística de los datos. Políticos, periodistas, ciudadanos y hasta los mismos encuestadores interpretaron equivocadamente los resultados de encuestas. En Ecuador hay desconocimiento sobre lo que significa tamaño muestral, estimación, predicción, intervalo de confianza, margen de error, diferencia estadística, entre otros conceptos centrales. Es cierto, puede que se trate de tecnicismos, pero resulta que esos tecnicismos reproducen la buena o la mala imagen de un periodista, político, encuestador y ciudadano; y lo más peligroso de todo: el mal uso de esos tecnicismos crea opinión.

¿Cuál es la causa de este caos?

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Identifico tres causas que, desafortunadamente, no están libres de supuestos. Primero pensemos en el lugar obvio de cuestionamiento: las encuestadoras ecuatorianas, luego en el Consejo Nacional Electoral y finalmente en el resto de actores políticos.

En el caso de las encuestadoras voy a suponer momentáneamente que son entes sin sesgo político ni mala intención y que sus errores no fueron producto de mala fe ni fueron intencionales (lo sé, es ingenuo; pero debemos empezar analíticamente por allí). Si asumimos que ese fue el caso es probable que la causa es alguna combinación de que: 1) sus métodos no están actualizados ni ajustados, 2) hay poca competencia entre ellas (lo que está fomentando una reducida calidad en su ejecución técnica), 3) hay otras encuestadoras con mejores métodos y precisión pero no visibilizadas ante el ojo público y, 4) que los “consumidores” de información no somos lo suficientemente críticos e informados sobre la calidad que debemos exigir a las encuestadoras. Si este último punto es el más relevante, cabe preguntarse ¿por qué no reclamamos a las encuestadoras como cuando recibimos un mal servicio? Lo hacemos quizás porque olvidamos y quizás porque los medios de comunicación vuelven a darle espacio a aquellas que se equivocaron anteriormente. La pregunta es ¿por qué lo hacen?

El segundo escenario es que las encuestadoras se equivocaron, al menos en parte, intencionalmente. Un escenario en que los dueños de las encuestadoras publican resultados finales “jugando” con los márgenes de error para poder “estirar las sábanas” de acuerdo al cliente para el que trabajen (por ejemplo si hay empate técnico y no me interesa mostrar un empate decido publicar el resultado del valor máximo del intervalo a favor de mi candidato y el mínimo para su oponente). Este también es un escenario en el que se publica solamente lo que conviene, en el momento que conviene, en el formato que conviene, en los medios que conviene. Un escenario en el que la distribución de la muestra está cuidadosamente diseñada para encuestar en determinadas zonas de la ciudad que, con antelación, sabemos que tendrá mayor o menor aceptación de su candidato, o que el mecanismo de encuesta (telefónica, personal o internet) puede ser re balanceado de acuerdo a los resultados que queremos (también conocido como técnicas de pesaje de base de datos). Un escenario (el más perverso quizás) donde simplemente se modifican los números para poder “guiar” la opinión hacia determinadas ideas a través de la producción de opinión. En este segundo supuesto estamos lidiando con actores políticos que cosifican la opinión pública produciéndola de acuerdo al mejor postor, apostando por un juego técnico-político en el que la intención no es informar sino manipular. Mercaderes de datos, básicamente.

Desafortunadamente en política hay que pensar mal para acertar. Si este es el caso quizá una de las causas adicionales es que no hay presión ciudadana ni institucional para conocer quién financia las encuestas, que método de investigación están utilizando, por qué no se estandarizan los resultados y qué sanciones (institucionales o no) existen para quienes cometen errores intencionales.

Luego de pensar en las encuestadoras hay que regresar a ver al Consejo Nacional Electoral. Considero que una de las causas de este caos es su normativa que prohíbe la publicación de encuestas días antes de las elecciones. En teoría, esa ventana de tiempo existe para que los electores reflexionen sobre su voto sin la contaminación de encuestas. Sin embargo, cualquier persona medianamente sensata sabe que en realidad en esos días las encuestas siguen circulando por redes sociales pero con una afectación adicional: como son “prohibidas” su validez está en juego y nadie sabe bien si es un invento o si son reales. Ese “aire” de estar transmitiendo algo prohibido las hace más apetecibles al ojo humano y permite que se especule aún más, provocando exactamente lo contrario a lo que la norma busca (los economistas dirán que su precio relativo sube, y si el precio sube el beneficiado es el productor. Por este motivo las encuestadoras no tienen interés que esta normativa se elimine, puesto que reduciría sus márgenes de ganancia política y financiera).

Este escenario de incertidumbre es aprovechado por quienes tienen el capital informativo del momento: los políticos. Al saber que todo mundo está especulando con información, y que nadie puede comprobar la calidad de los datos circulando, es más fácil caer en la tentación de financiar la divulgación de datos que favorezcan a sus intenciones. De pronto, lo que se evidencia horas antes de las elecciones, es una avalancha de rumores y reenvíos de encuestas que “mi amigo que si es de confianza me pasó”. De paso, las encuestadoras cobran más caro por entregar resultados esos días. Es decir, justo cuando se necesita mayor claridad, es cuando hay más confusión y cuando es más caro saber que le sucede al país.

Esta prohibición tiene dos efectos muy graves para la democracia de un país. El primero es que crea dos tipos de ciudadanos: los que tienen el dato verdadero de lo que sucede con la opinión pública, y los confundidos-manipulados que básicamente tienen que divagar entre especulaciones y mentiras para saber qué mismo pasa. El primer grupo es un segmento privilegiado de ciudadanos puesto que, al saber cual es la verdad, tienen el poder de manipular e influenciar el voto en base a la ignorancia de resto.

El segundo efecto de la prohibición de las encuestas en los últimos días es que permite a las encuestadoras justificar sus errores. Si sus resultados de tendencia no coinciden con los resultados finales pueden relajadamente justificar que, justo los días que no se podía publicar,  las tendencias cambiaron, entonces no es su culpa. Por eso algunos tienen un exit poll o una encuesta que en los últimos días es notarizada, para demostrar que son “técnicos” y que no fallaron. Obviamente esos datos solo servirán para justificarse en el futuro con clientes incautos. (Y uno que otro tuitero con tiempo libre y apasionamiento barato por su candidato). Imagine por un momento qué pasaría si no fuese prohibido publicar encuestas durante esos días: sería más difícil justificar un cambio de tendencia, errores de último momento, excusas metodológicas y curiosos apegos políticos. Lo que provoca el CNE con la prohibición es una suerte de crimen perfecto: la propia institucionalidad borra las huellas del asesino de la escena del crimen.

El tercer lugar donde hay que regresar a ver es a un espejo. Los propios ciudadanos estamos fallando al no ser críticos con las encuestadoras ni con esta normativa del CNE. Es cierto, tiene su peso el desconocimiento de periodistas y reporteros de televisión. Sin embargo, en conjunto con la ciudadanía, es evidente que existe desconocimiento de métodos de investigación social. Es necesario que una democracia moderna informe a los electores qué significa una encuesta, un tracking, un margen de error, un grupo focal, un estudio cualitativo versus uno cuantitativo. En fin, todo aquello que permita entender mejor cómo pensamos los ecuatorianos: necesitamos saber más sobre los métodos que nos investigan a nostros mismos. Una causa adicional está entonces en la ingenuidad y desconocimiento de los periodistas y la ciudadanía en general.

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Arribamos al lugar más incierto de todos: el de las posibles soluciones. Esto se debe a que juegos informativos como el de las encuestas incluyen intereses económicos y políticos que son difíciles de esquivar. Estamos hablando de empresas que movilizan millones de dólares (sin incluir el aparato económico de las agencias de publicidad y de los asesores políticos internacionales que ameritan un tira cómica aparte). Estamos hablando también de políticos que les interesa tener herramientas de manipulación y de instituciones públicas que rara vez reaccionan rápidamente a demandas ciudadanas. Aun así, y con el riesgo de proponer en base  a un optimismo irracional, creo que el camino recae en tres soluciones específicas:

  1. El CNE debe registrar mejor el trabajo de las encuestadoras y asegurar el flujo de información verificable. Todas las encuestas que quieran ser publicadas deberían tener un espacio —al menos en periodo electoral— en el portal del CNE. Este espacio debe mostrar encuestas bajo un mismo formato, con detalles como el financista de esa encuesta, el cuestionario que se aplicó (fundamental para entender la pregunta en contexto), la base de datos (de al menos las preguntas más importantes), las fechas de relevamiento, la distribución muestral y descripciones del equipo técnico a cargo del relevamiento. Cualquier persona que dude de alguna encuesta que esté circulando simplemente puede remitirse al portal del CNE. Si la encuesta no aparece en el CNE, no es confiable. Individuos o grupos de ciudadanos organizados podrían usar la base de datos para replicar las encuestas. Aquellas encuestadoras con mejores prácticas ganarán prestigio, no porque alguna autoridad o líder de opinión dice que es buena o mala, sino porque su trabajo es comprobado por los ciudadanos. Aparte, ese espacio puede convertirse en un repositorio digital para que, en la próxima elección, la gente se acuerde de la historia de cada encuestadora.
  2. Esto no funciona si continúa la prohibición de circular encuestas días antes de las elecciones. Esa norma debe ser derogada por su dañino efecto en el sistema electoral; están fomentando la creación de mercados negros de datos y la constitución de ciudadanos con privilegios políticos —exactamente lo contrario al mandato del CNE.
  3. Los medios de comunicación y ciudadanos, pero en particular los periodistas, deben entrenarse mejor en métodos de investigación social. No son conceptos ni técnicas difíciles de comprender, aparte que les daría un plus práctico a sus hojas de vida. Es cuestión de dedicarse a leer e intentar entender. Un periodista limitado es una sociedad limitada; tienen que capacitarse, entender qué es una encuesta, un margen de error, un grupo focal, un tamaño de muestra y sobre todo cómo interpretar un resultado. No hacerlo es una irresponsabilidad.

Cierta estadística en el Ecuador está opacada por el desconocimiento y el favoritismo político. Está debilitada por improvisados comedidos que buscan tener un poco de capital económico o político a cambio de vender conciencias bastante barato. Se necesita gente crítica, que no agache la cabeza cuando se intente manipular un dato o una metodología, gente que cuestione, que hable, que opine, que transgreda la cultura del político avispado que busca tomar ventaja en base a lo antiético. Lo peor que le puede pasar a una democracia es tener inteligencias estandarizadas en aparatos institucionales ultranormados. El ciudadano, el periodista, el funcionario —público y privado— debe preguntarse sobre su responsabilidad, no con su jefe inmediato, sino con el conjunto social que demanda acciones transparentes, argumentadas, honestas y, sobre todo, profesionales. Eso es lo único que legitima instituciones públicas y privadas.

Hay que limpiar los números de la política del Ecuador, cuya suciedad es una combinación de descuido y mala intención predecible. Se puede normar la estadística de forma astuta, permitiendo el flujo, la competencia y el libre acceso a datos que nos interesan a todos. Se necesitan instituciones que reaccionen y legislen inteligentemente, medios de comunicación que presionen con argumentos técnicos, burócratas despiertos e intelectualmente honestos y, sobre todo, ciudadanos que apoyen críticamente con voz y voto. Hay que limpiar los números en el Ecuador.