[dropcap]L[/dropcap]a gran crisis que nos deja Rafael Correa es social. Las crisis sociales, a diferencia de las económicas, no se arreglan con ajustes fiscales ni son cíclicas, y a diferencia de las políticas, no se arreglan con un cambio de gobierno. Las crisis sociales son mucho más profundas: implican cambios en cómo una sociedad se mira, se comporta y se proyecta. Antes de la Revolución Ciudadana, el Ecuador ya era un país dividido y en crisis. Estaba gobernado por unas élites incapaces de renunciar a sus nichos de poder para superar la inestabilidad política y prevenir la llegada de un gobierno populista y autoritario que se alimentaría justamente de esa ceguera y egoísmo que se instaló en nuestro país a partir de 1996.

La gran oportunidad de Rafael Correa, con su extraordinario carisma y los ingentes recursos económicos con los que contó, era superar esas divisiones, ampliar los derechos ciudadanos y hacer realidad los sueños que inspiraron los derechos consagrados de la Constitución de Montecristi. Con todo el capital político que ha tenido, la creación de un gobierno poco democrático y corrupto sólo muestra que Rafael Correa nunca entendió la tarea que tenía en sus manos o, simplemente, no le interesaba.

Diez años después, Alianza País ha logrado todo lo contrario: profundizar las divisiones sociales, crear enemigos entre ciudadanos, e instaurar una pedagogía desde el poder que legitima el odio y violencia. No es menor, que desde la silla presidencial se insulte continuamente a quien piensa diferente, pero sobre todo, se imparta una visión de la vida en la cual siempre hay un ganador: ello implica que, también, siempre habrá un perdedor. Entonces terminamos viviendo en una sociedad temerosa del otro, donde a pesar de que colaborando con terceros se puedan obtener beneficios, la desconfianza ganará y las partes se traicionarán. Y esto conduce a la anomia, es decir cuando ni las normas, ni la estructura social son capaces de proveer a los individuos lo necesario para lograr metas comunes. Es insólito que no nos cause rechazo que Rafael Correa desde su parlante estridente llame a un combate encarnizado en las redes sociales y en la sociedad en general para defenderlo.

Por otro lado, como dice el psicólogo Esteban Laso, la Revolución Ciudadana ha convertido en arte los vicios de la política que decía combatir: la corrupción, la arbitrariedad, el autoritarismo, el desprecio por las normas y el amiguismo. Que desde la Jefatura de Estado se haga apología del delito al decir que las coimas no perjudican al Estado o que el primo sólo se fue a Miami a un matrimonio pero que ya vuelve para someterse a la justicia. Tampoco es menor que los poderes del Estado estén todos en manos de personas cercanas al régimen, a quienes de un solo timbrazo se puede decir qué deben hacer.

Esta pedagogía de diez años sumada a la historia de inestabilidad política con la que Rafael Correa recibió al país en el 2006 produjeron un cóctel molotov que estallará en cualquier momento —si no lo ha hecho ya. Lo que hemos vivido desde el domingo de 2 abril de 2017 es una muestra de la profunda crisis social en la que estamos embarcados. En las redes sociales hemos visto cómo el defender una u otra postura sólo es plataforma para ser insultado de todas las maneras posibles. El Gobierno enciende la mecha de esta bomba molotov con allanamientos y el hostigamiento continuo a opositores, mientras en algunos sectores de la oposición se siguen escuchando consignas violentas y llamadas a desconocer la institucionalidad.

Las graves acusaciones de fraude electoral realizadas por Guillermo Lasso deben tener una respuesta abierta y transparente por parte del Consejo Nacional Electoral (CNE) pues hace mucho que hemos perdido la confianza en las instituciones. Se debe escuchar a los miles ciudadanos que han estado legítimamente protestando en las calles, pues estamos luchando por un derecho básico: el de elegir y que se respete nuestra elección. La legitimidad del nuevo gobierno, sea de Lenín Moreno o de Guillermo Lasso, radica en un proceso confiable de cara a los ecuatorianos. De lo contrario, sólo se profundizará la división y polarización.

Ahora bien, independientemente de quién vaya a ser el próximo Presidente del Ecuador, la herida social está abierta y una fractura es inminente. Más aún cuando a ello se le suma una crisis económica. Y la salida no sólo está en un cambio de gobierno, sino en el entendimiento y aceptación de esta realidad por parte de los líderes políticos, económicos y sociales y en la obligación que tenemos de hacer acuerdos unos con otros, de forma que podamos conducir a la sociedad a un destino positivo, en lugar de generar continuamente más divisiones que podrían terminar en anomia, desgobierno y rebelión.

Toda negociación de paz incluye el cese de hostilidades, la búsqueda de principios comunes y encontrar un terreno neutral. La legitimidad de esta elección, y su aceptación por los candidatos cuando se proclamen los resultados, es un paso clave si queremos empezar a sanar nuestras heridas sociales y encontrar un destino compartido entre todos. Esto requiere de virtudes excepcionales por parte de nuestros líderes, especialmente la honestidad y la generosidad. Ya lo decía Mandela: “Derribar y destruir es muy fácil. Los héroes son aquellos que construyen y que trabajan por la paz.