[dropcap]J[/dropcap]ustin Xavier fue concebido unas semanas después del terremoto del 16 de abril de 2016. A a las seis y cincuenta y ocho de la tarde de ese sábado funesto, la tierra frente a la costa de las provincias pobres de Manabí y Esmeraldas, tembló como hacía décadas no temblaba y derrumbó pueblos enteros. Entre ellos, Pedernales, donde Justin Xavier, hoy, casi un año después de la tragedia, cabecea adormecido en los brazos de Nelly Toral, su abuela.

Es el mediodía del sábado de gloria de la Semana Santa del 2017, pero el pueblo parece menos pendiente de la resurrección celestial que de su resurrección propia tras la muerte de ese sábado de horrores: lograr que los turistas alquilen las sillas para la playa, pidan la duchas para quitarse la arena y el agua salada, ordenen hielo raspado cubierto de coco, se tomen unas cervezas, reserven una noche de hotel, de hostal, de cabaña. Este sábado santo, Nelly Toral ha montado, como cada feriado en la calle de adoquines y polvo que da al malecón, su pequeña carpa plástica para vender almuerzos. “Hay sopita de camarón, y sequito de pescado, camarón o langostino, y jugo, por tres dólares”, me dice Nelly, rodeada por sus niños: una pandilla de casi una decena de recién nacidos, niños y adolescentes.

Justin Xavier es el más pequeño de todos: tiene dos meses, y va vestido con un jean azulísimo y diminuto, una camiseta de algodón blanco y unos zapatitos rojos. “Está flaquito, el pobre” —me dice Nelly, que lo ha puesto sobre la mesa para que termine de dormirse— “pero es porque no mama. La mamá no le da de lactar”. La mamá de Justin Xavier fue pareja de Santos, el hijo mayor de Nelly.

Santos tiene 19 años, solía ir a la Escuela del Milenio de Pedernales, pero desde que es papá dejó los estudios para mantener a su hijo. Esa escuela —que tuvo que ser demolida después del terremoto y ahora funciona en una edificación provisional — es parte de un programa estatal llamado “Unidades Educativas del Milenio”, diseñado por el gobierno de Rafael Correa (en el poder hace un década) para “atender el déficit en la construcción de infraestructura escolar, planteando las soluciones espaciales óptimas de acuerdo a modelos pedagógicos incluyentes y lineamientos curriculares”. La idea era llevar educación de altísima calidad a los sectores más relegados de la población ecuatoriana, especialmente en zonas rurales, evitando que las familias tuviesen que enviar a sus hijos a las ciudades para continuar con su educación secundaria.

En la mente de sus creadores, serían un referente regional. Sin embargo, el proyecto ha sido criticado por expertos en Educación. Según dijo la investigadora en materias educativas Rosa María Torres en una nota en el portal Plan V hasta enero de 2017 las Escuelas del Milenio (o UEM, su tecnocrático nombre oficial) que se habían construido y estaban funcionando “llegaban a apenas el 2,4% de los estudiantes del sistema público del país”. El propio candidato ganador de las elecciones presidenciales del 2 de abril de 2017, Lenín Moreno, del partido de gobierno, llegó a llamarlas elefantes blancos. Una semana después, el presidente Correa reaccionó: “Vendrá un demagogo y dirá: yo voy a hacer escuelas más pequeñas de 50 chicos con todos los servicios. Lo que se ahorra en inversión se va a gastar en costo operativo. No nos dejemos engañar por los mismos de siempre”. El Ministro de Educación de la época, Augusto Espinosa, dijo que Moreno había sido sacado de contexto y que las escuelas en realidad eran “caballos de Troya contra la pobreza”.

Sea cual sea la verdad técnica, la conclusión de la discusión política, la realidad es una y plana: Santos ya no va ni a esa, ni a ninguna otra escuela, sino que va y viene por las calles de Pedernales en una mototaxi —el principal medio de transporte público del pueblo— que alquila para poder comprar comida y pañales para su pequeño hijo. La mamá del niño estaba en décimo de básica y no lo terminó porque quedó embarazada. “Ahora ya se separaron”, dice Nelly, con Justin Xavier ya dormido en el regazo. “Es como se dice ‘tuvieron su momento’ y ya luego cada cual agarró su camino” —sonríe y le toca la naricita diminuta debajo de los ojos cerrados— “ahí engendraron a esta cosita bella”.

Nelly Toral

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Matías Alexander fue concebido unas semanas antes del terremoto. Hoy tiene cuatro meses y berrea con desesperación en este sábado de gloria: pide a gritos el pecho de su madre. Matías Alexander es el segundo nieto de Nelly. “A eso ando dedicada, a cocinar y a criar nieto”, me dice mientras destapa una paila de arroz humeante, y mira a una adolescente que en silencio sigue la conversación desde uno de los extremos de la mesa de manteles plásticos estampados con flores de colores. Se llama Rosa Bárbara, tiene quince años y es la mamá de Matías Alexander, que se llama como su papá, Alexander, el hijo de 17 años de Nelly. Alexander también cambió la escuela por la moto, y las tareas por los  recorridos que hace por la ciudad por los que le pagan, en promedio, entre cincuenta centavos y un dólar.

Rosa Bárbara a veces sonríe. Tiene los ojos pequeños, el pelo alborotado, y los ojos le corren de un lado a otro, nerviosos, mientras Nelly habla de ella. Tiene el aire de desamparo de los niños traviesos que han sido descubiertos. “Estas vagas que se ponen a criar muchachos”, dice Nelly en una reprimenda con un dejo de cariño. Rosa Bárbara iba también a décimo de básica en la Escuela del Milenio, pero tuvo que dejarla para ser mamá. “Este año voy a volver a empezar”, me dice Rosa Bárbara, y Nelly asiente: “Así le he dicho yo, que no hay nada más bonito que el estudio. Que nadie es perfecto, que mañana se separa o la deja ese muchacho y tiene cómo defenderse sola”.

Rosa Bárbara no dice ni una palabra, solo sonríe, agarra a su hijo, se cubre el seno y acerca los labios del bebé para que se alimente. “Ese está sanito porque mama, en cambio, al de acá la mamá no le da el seno. Pero cuando le damos la leche de la otra, se enferma”. Este mediodía de este sábado de Gloria, Rosa Bárbara le dará de lactar porque Madeleine, la hija menor de Nelly, ha olvidado el biberón con la fórmula en su casa de Nuevo Pedernales, una de las zonas más pobres en un pueblo pobre. Le pregunto a Rosa Bárbara qué quiere hacer cuando termine el colegio, y me mira un poco perdida: “tengo que empezar de nuevo ahora”, me dice. Cuando le insisto si quiere aprender algún oficio, ser mecánica de autos o estudiar para maestra, se encoge de hombros y me sonríe, antes de regresar a su niño, al que mece con amor. Para el 2010, el embarazo adolescente había aumentado un 74% en el Ecuador respecto de los últimos diez años. En 2014, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Ecuador era el tercer país con mayor incidencia de embarazo en adolescentes después de Nicaragua y Honduras. A veces parece que las niñas más pobres solo hay una posibilidad: tarde o temprano —y hay una gran posibilidad de que sea muy temprano— ser mamás.

Rosa Barbara

Matías Alexander ha dejado de lactar y tiene el aire triunfal de los hambrientos que han saciado el apetito. Tiene los ojos grandes y los brazos redondos como buñuelos. Ya no llora, y pasa feliz de brazo en brazo. Su primo Justin Xavier duerme sobre la mesa donde su abuela atiende a sus comensales. Además de vender comida, Nelly Toral cuida a su esposo, Luis Cevallos, paralítico desde hace más de diez años. Con lo que vende en la carpa, los bonos que le paga el Estado por pobreza y la discapacidad de Luis, logra mantenerlo a él y a sus siete hijos.

Grace Sotelo trabaja en la Fundación Simón Palacios Intriago para personas con discapacidad en Pedernales, el segundo cantón con más casos de discapacidad en el país. Ella fue la primera fisioterapista que trató a Luis Cevallos después del accidente que lo dejó en una silla de ruedas. Era guardia de seguridad, y mientras limpiaba su arma, se le disparó y la bala le destrozó la columna. “La esposa es un caso admirable, y él también” —me dice Sotelo— “durante diez años ella ha encontrado maneras para sacar adelante a su familia. Y su esposo tampoco se ha dejado. Es gente que lucha todos los días”. El abuelo de Matías Alexander y Justin Xavier suele bajar al negocio (que se llama, en un gesto de bella simpleza La carpa de Luis Cevallos), pero esta tarde no ha venido, aunque la silla de ruedas que recibió del Ministerio de Inclusión Social (Mies) hace unas semanas está en la carpa, por si le pide a alguno de sus hijos que lo lleve en la moto. Por ahora, Rosa Bárbara está sentada en ella, con Martín Alexander en el regazo, distraído con un folleto publicitario impreso en papel brillante. Lo aprieta, lo agita con las manitos diminutas y rechonchas, y se lo lleva a la boca, como queriendo probarlo para saber de qué está hecho el mundo. Es el mismo gesto de curiosidad animal, de cría indefensa de todos los niños. Me pregunto cómo será la vida de estos dos niños, qué les espera en Pedernales, con o sin catástrofe natural: según el informe El Estado Mundial de la Infancia 2016 de Unicef, millones de niños de todo el mundo que viven en la pobreza (o por  su raza, origen étnico, género, lugar de nacimiento, o por sufrir  alguna discapacidad)  se ven privados de derechos «y de lo que necesitan para crecer sanos y fuertes». Según el reporte, sesenta millones de niños en edad de ir a la primaria, seguirán sin hacerlo: toda la población de Italia. ¿Estarán Justin Xavier y Matías Alexander entre los que pueblen la patria de los que no irán nunca a la escuela?

En la pequeña carpa hace calor. Nelly no tiene hielo, pero lo compensa con una hospitalidad invencible. Le pide a Rosa Bárbara que le dé de comer a Justin Xavier, y ella busca a Madelein, la menor de los niños de Nelly para que sostenga a su pequeño hijo.

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Madelein nació diez años antes del terremoto. Ahora tiene once, cuatro menos que Rosa Bárbara, que ya es mamá. Madelein va también a la Escuela del Milenio, pero también ayuda a Nelly en la carpa durante los feriados. Tiene la piel tostada por el sol, el pelo negrísimo, y ha perdido los últimos dientes de leche. Sonríe mientras escucha a su mamá contarnos que la droga era un problema grave en Pedernales. “Antes del terremoto, ya se habían formado unas pandillas”. Según Nelly, una avioneta llegaba cada quince días a una pista en las afueras del pueblo. Esa avioneta podría haber sido parte de uno de los tantos decomisos de cargamentos de droga que se han reportado en Pedernales: a finales de 2012, en 2013, en 2015. Es difícil encontrar un año en que no haya habido un operativo contra el narcotráfico en el sector. Nelly dice que también había unos furgones que llegaban cada cierto tiempo a Nuevo Pedernales. Pensaban que podían ser despachos para tiendas o productos para restaurantes. “Pero ahí no hay nada, así que le dije a mi hijo que fuera a averiguar”  —recuerda—  “Y fue, hecho el despistado, como que caminaba pateando su pelota de fútbol y ahí vio cómo unos muchachos en motos iban a recoger ese polvo”. Dice que ahora, después del terremoto, la delincuencia ha bajado: “Creo que se fueron para otros lados”. Hace una pausa y sonríe, como aliviada de encontrarle algo que bueno a la tragedia. Para Nelly y sus niños es difícil distinguir cuán buena o mala era la vida antes o después del terremoto: parecería que todo sigue igual.

Madelain

Madelein se ha desentendido de la conversación y ahora tiene en sus brazos a su pequeño sobrino. Lo abraza, lo acaricia y lo hace jugar. Se ríe con él, y de vez en vez, regresa a vernos, y a escuchar nuestras conversaciones de adultos. Pero muy pronto se aburre y vuelve al sobrinito. Le pido que me deje tomarle una foto y me dice que bueno. Posa sonriente y le pide a Martín Alexander que haga lo mismo, lo hace estirar los brazos y él, que está feliz porque ha comido y porque no tiene frío y tiene a su madre y a su abuela para cuidarlo, hace unas muecas de alegría que nos hacen reír a todos. Le pregunto a Madelein que qué quiere ser de grande, cuando acabe la escuela, y ella, con el niño de su hermano en los brazos, no me responde. Le insisto, y ella insiste en su silencio. Aprieta al niño contra su pecho y le da un beso.