[dropcap]G[/dropcap]loria Chipantiza viste un delantal azul como el de hace un año. Ya no está en el pequeño local vendiendo frutas y verduras, donde la visité dos semanas después del terremoto de 7.8 grados. Ahora —y desde hace nueve meses— está justo al lado de ese estrecho espacio, en un amplio local con techo alto de zinc y vigas de madera, rodeada de cientos de naranjillas, limones, guineos, lechugas, brócolis, zanahorias, fundas de sal, atados de manzanillas, paquetes de papel higiénico, y acompañada de dos de sus cinco hijos. Cuando el terremoto del 16 de abril de 2016 sacudió Pedernales —la última ciudad al norte de la provincia de Manabí— Gloria lo perdió todo, menos su familia y la esperanza. “Los últimos doce meses han sido difíciles en lo económico y lo moral, no tenemos casi nada”. Pero en esa dificultad —como ella la describe— Gloria volvió a montar su local de víveres, comprar a plazo tres refrigeradores donde muestra botellas de agua y gaseosas, pagar sus deudas de antes del terremoto y las de después. Todo lo ha hecho sola, porque como reabrió su negocio apenas trece días después del sismo, no aplicaba para ayudas ni donaciones. “Todo lo que he conseguido ha sido por trabajo honrado”, dice Gloria —el pelo negro lacio hasta el hombro sostenido con una diadema— y enseguida atiende a un cliente que le pide 50 centavos de zapallo.

Gloria Chipantiza

Los negocios de víveres como el de Gloria, las ferreterías, comedores, peluquerías, bazares, papelerías dan vida a las principales calles de Pedernales, esas que dos semanas después del desastre estaban apagadas, cubiertas de escombros, mucho polvo y demasiada tristeza.

Atrás de su local flanqueado por racimos de guineo y banano verde, Gloria construyó una casa para su esposo y cinco hijos. Funcionarios del Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi) la visitaron en agosto, la hicieron llenar formularios pero hasta ahora no ha recibido ayuda, ni la han vuelto a contactar. Gloria no se lamenta: dice que la gente tiene que comer, que dejará de comprar otras cosas pero comida no, entonces ella seguirá en su negocio.

En las calles principales de Pedernales como la Plaza Acosta o la Eloy Alfaro y González Suárez —que rodean el Parque Central— hay un exceso de pequeños locales comerciales. En la entrada del malecón está un nuevo paseo artesanal con doce puestitos, y a lo largo de la calle frente a la playa, los restaurantes, locales de ropa de temporada y tiendas funcionan con normalidad. Allí no hay un local cerrado ni un terreno vacío. Todos venden algo, lo que sea. A la mitad de esa avenida, donde la primera semana de mayo de 2016 encontré a José Aguilar con su carreta de jugos, está él, su esposa y sus hijos. Ya no solo vende batidos y bebidas naturales sino desayunos, almuerzos y en feriado, prepara cenas. En el local sirven esa comida y los ceviches que prepara su esposa Verónica en una carreta que está en la vereda, junto a la de los jugos. Un cartel encima de la carreta de madera dice “Ceviches al instante, usted ve hacer su ceviche. Concha, camarón, pescado, calamar, langostinos, pinchagua, ostra” y más abajo el nombre del plato: Terremoto 7.8. La idea de la carretilla, dice Verónica, ha funcionado “porque a la gente le gusta ver que su ceviche es fresco”. Cuando le pregunto cómo han estado las ventas el último año dice que normal: “Si no se vende ceviche, se venden almuerzos; si no se venden almuerzos, se venden jugos, si no se venden jugos, están las duchas”. Las duchas de agua dulce son una idea que a José se le ocurrió poco tiempo después del terremoto, “como está frente a una playa donde la gente va a pasar el día, siempre quieren enjuagarse”. Son doce tubos grises de PVC separados por lonas, aún no tienen puerta pero José planea instalarlas apenas pueda. Ducharse cuesta un dólar por cada adulto, y cincuenta centavos cada niño de seis (o menos) años.

José Aguilar

José dice que este feriado de Semana Santa —en el que también es el aniversario del terremoto— ha estado flojo y cree que el problema es que no hay suficientes hoteles. “La gente viene a la playa por el día, come y se va porque no tiene dónde hospedarse y eso nos afecta”. Antes del terremoto en Pedernales había más de 50 alojamientos —entre cabañas, hostales, hotel residencia, pensión, hotel— y el terremoto dejó en pie solo a tres: Cabañas Yam Yam, Hotel Bocana y Mr.Robert. En este último año menos de diez han sido reconstruidos, hay otros como el Hotel América —que tenía cinco pisos que se desmoronaron matando a la dueña y su hija— donde solo queda un terreno vacío, cercado con rejas de metal, con un melancólico cartel pintado en letras grises de Se Vende. Otros que tenían dos o más pisos, como el Pedernales, se han convertido en bodegas que sus dueños alquilan. Teófilo Cedeño era dueño de Brisas del Pacífico pero el terremoto destruyó su hotel de 29 habitaciones con capacidad para 84 personas. Dice que le dolió tanto la pérdida que pasó más de quince días llorando. Hoy no tiene planes para reconstruirlo, porque hacerlo implica dinero que no tiene y los créditos, dice, son muy difíciles de conseguir.

Yandre Arteaga, concejal y Presidente de la Comisión de Turismo de Pedernales, dice que es cierto que el turismo en el cantón no ha vuelto a la normalidad por la falta de hoteles pero que a ese factor también se suma el temor de los turistas de dormir ahí. Por eso pasan el día en la playa pero duermen en el Carmen o Santo Domingo. Él es dueño de uno de los tres alojamientos que quedaron en pie, las Cabañas Yam Yam, y aunque dice que no le va mal, “antes las habitaciones eran al ‘arranchón’, ahora hay que esperar hasta la noche para que se llenen”. Yandre explica que los pequeños negocios se han reactivado porque solo requieren tres mil dólares pero que los grandes están estancados. “No ha habido ayuda, los bancos exigen demasiados requisitos, es como que si se hubiesen olvidado que hubo un terremoto, además todo lo que el gobierno prometió se quedó en el ofrecimiento”. Él reconoce que quienes han salido adelante en el cantón lo han hecho por su propia cuenta.

José Aguilar cree que el es uno de los que ha salido adelante por su propia cuenta. Sin ayuda del gobierno ni de una organización privada ha podido improvisar una casa detrás del comedor y junto a las duchas, donde vive con su esposa y cuatro de sus cinco hijos. La casa de José, como la de 32 mil familias en el Ecuador, fue afectada por el terremoto, pero al igual que Gloria Chipantiza, él ya tiene un espacio que lo mantiene protegido de la lluvia y el sol.

En Pedernales no todos han podido reconstruir sus casas o improvisar cuartos atrás de sus negocios, y siguen viviendo entre palos de madera y lonas. En la esquina de la calle Manabí, frente a comercial América, están las mismas carpas que hacía un año. Y aunque Pedernales es pequeño, con el terremoto las cosas ya no están donde antes y ya no se usan la mayoría de las referencias. Daxsy Puertas dice que hace poco tomó un mototaxi y pidió que la llevase a comprar carne. En el camino se perdió. “No sabía dónde estaba y empecé a llorar, ya nada es como lo recordaba, antes pedía que me lleven a tal esquina, al lado de tal tienda y todos sabían dónde era eso”, dice Daxsy quien en el último año casi no ha salido de su casa por miedo o por tristeza de recordar a su amiga que visitaba seguido y que murió frente a un banco el 16 de abril. En un recorrido por el centro de Pedernales en el carro de Daxsy y su esposo Arturo, ellos señalan terrenos vacíos y con sus dedos dibujan lo que “había ahí”. Lo dicen con nostalgia y hasta con asombro incluso un año después de que ese paisaje ha cambiado. Su gente aún no se acostumbra a las calles sin edificios altos, con terrenos vacíos y un comercio desordenado que crece todos los días. Después del terremoto gente de El Carmen y Santo Domingo también abrió sus tiendas acá. “Pedernales estaba bonita y ya no hay nada de eso, cuando salgo todo es muy triste”, se lamenta Daxsy.

Antes del terremoto ella vendía ropa y perfumes importados. Los meses después de la tragedia —recuerda— “no tuvo corazón” para cobrarle a sus clientes. Pero el tiempo pasó y así como ella retomó el pago de sus deudas, también pidió que le cumplan: poca gente le respondió, algunos bloquearon sus llamadas. Decidió que ese no era un negocio seguro —había que invertir demasiado y los cobros eran lentos— e hizo un cambio: empezó a preparar desayuno, almuerzo y cena para un laboratorio de larvas de camarón, y a limpiar muebles de sala de sus conocidos con su aspiradora Rainbow. Gana menos que antes pero dice que es plata segura, que llega a la semana, al mes.

Una estrategia parecida tiene ahora Lydia Mero, dueña de DetaYes, un pequeño bazar de chucherías para cumpleaños y útiles escolares. Antes del terremoto, les compraba a sus proveedores entre mil y cinco mil dólares en mercadería pero ahora les pide menos de quinientos. Ella, como Gloria y José, reabrió su local apenas dos semanas después del terremoto. En esa época Lydia tenía una mirada esperanzadora, en cambio hoy, al hablar de su último año se limpia las lágrimas que no puede contener. “Me he pasado pagando deudas de mercadería que nunca usé porque perdí en el terremoto, lo que gano del bazar es para darle de comer a mi hijo y mis papás, no me alcanza para nada más”. Lydia aún vive en carpa. Los primeros dos meses su vecino les prestó un terreno donde colocaron palos y lonas y guardaron lo poco que habían podido salvar del desastre. Luego de que las inspecciones determinaron que su casa debía ser demolida, de que la demolieron y recogieron los escombros, Lydia se mudó: llevó las carpas al terreno donde antes estaba su hogar. Ahí separó espacios: un cuarto, una sala donde las paredes de lona estaban cubiertas con cortinas y el piso de lona con una alfombra, un comedor y un espacio para la televisión. Me enseña en su celular las fotos de ella celebrando fin de año en el interior de su sala improvisada y casi no hay diferencia con una sala en una casa de paredes firmes. Su decoración, sin embargo, se le acabó en febrero de 2017 con la primera lluvia de invierno. Se levantó de madrugada y al pisar, el agua le llegaba por encima de los tobillos. Lo poco que había logrado rescatar del terremoto —electrodomésticos incluidos— lo perdió.  

Lydia Mero

Lydia llora mientras cuenta su tragedia dentro de la tragedia. Dice que está harta de vivir en carpa y de preocuparse cada día por la comida. A pesar de ello —o por ello— trabaja de lunes a lunes de ocho de la mañana hasta las ocho y media de la noche. Al mediodía pide que le lleven el almuerzo desde su casa para no cerrar nunca su local. Como lo abrió dos semanas después del terremoto, nadie llegó a ofrecerle ayuda. Recuerda que un día se acercó una funcionaria pública con un kit en la mano y le preguntó por su abuela. Lydia le dijo que estaba en Ambato, a lo que la señora respondió: “Ok, pero para usted no hay kit porque tiene negocio”. Lydia se enfureció y le pidió a la señora que se vaya. Es como si los más emprendedores y esforzados como ella y Gloria hubieran sido castigados por recuperarse sin ayuda del Estado.

A la mamá de Lydia sí la visitaron del Miduvi pero como a Gloria, nunca la volvieron a contactar. Lydia —que ya se ha sacado los brakets que tenía hace un año— dice que en tres meses saldará sus deudas y podrá pensar en cómo reconstruir la casa.

A Lydia la vida le cambió completamente el último año, pero hay quienes desde antes del terremoto ya tenían una vida difícil. Pedernales es uno de los cantones con más pobreza del Ecuador: el 93% de sus habitantes tiene necesidades básicas insatisfechas. Este indicador mide cinco factores: capacidad económica, acceso a educación básica, acceso a vivienda, acceso a servicios básicos y hacinamiento. Nelly Toral no tiene ninguna de las cinco necesidades cubiertas: perdió su casa en el terremoto donde vivía con su esposo paralítico y sus siete hijos, solo trabaja en los feriados vendiendo almuerzos, cobra los 50 dólares del bono cada mes, y no tiene acceso a servicios básicos. Sus hijos asistían a la escuela del Milenio —inaugurada en 2013 por el gobierno— que se destruyó con el terremoto y tuvo que ser demolida. Hoy van a unos salones improvisados hasta que reconstruyan la escuela. Tres de ellos se quedaron de año y dos —de 18 y 19 años— tienen un hijo de menos de dos y cuatro meses. Nelly carga en sus brazos a su nieto más chiquito, Matías, mientras conversa con dos clientes que comen debajo de la carpa amarilla que ha instalado una cuadra arriba del malecón donde vende almuerzos a tres dólares. Tiene dos mesas largas cubiertas por un mantel plástico con frutas dibujadas, bancos rojos, grandes ollas y una cocina junto a un tanque de gas. Hace un año, después del terremoto, Nelly instaló su carpa unas cuadras más arriba y tuvo que vender almuerzos a pesar de que no era feriado porque lo poco que tenía, lo perdió. En esa ocasión, Nelly me dijo que haría lo posible para “salir de esta” pero después de doce meses poco ha cambiado en su vida.

Nelly Toral

El último año ha vivido de promesas: como su esposo tiene discapacidad un día lo acompañó a Manta para un evento del gobierno al que estaba invitado, allí le prometieron más ayuda y una nueva casa, pero esa asistencia aún no llega. Lo que recauda de la venta de almuerzos, el bono, y pocos dólares que a veces se gana por cuidar los carros que se parquean al lado de su carpa, es complementado con los 25 o 30 dólares que sus hijos logran hacer cada día de feriado manejando mototaxis alquilados. Aunque Nelly era pobre antes del terremoto, lo sigue siendo y no habla de superar esa pobreza, sí se queja que los feriados del último año han estado peores y que el terremoto sí marcó un antes y un después en su cantón.

En algunas zonas y espacios de Pedernales, el terremoto es recordado: al fondo del restaurante Costeñito 1 hay un cartel con una foto del local viejo, la fecha en que se fundó y la fecha en que dejó de existir: 16 de abril de 2016. Más abajo dice: “La permanencia, la perseverancia y la persistencia a pesar de todos los obstáculos, desalientos, e imposibilidades: Es esto lo que distingue al alma fuerte de los débiles. Con tu ayuda nos estamos levantando, gracias señores turistas”. Ese mensaje de aliento es el que muchos pedernalenses quieren repetir para convencerse de que en un año más, o quizás antes, podrán al fin haberse recuperado de la tragedia.