No siempre me siento cómodo llamándome feminista. No porque no lo sea, o porque quiera esconder mis posturas políticas del juicio de machitos a la defensiva, sino porque creo que para los hombres se ha vuelto demasiado fácil llamarnos feministas, sentirnos bien con nosotros mismos y satisfacernos con decir lo políticamente correcto como si fuera suficiente. Hay algo extraño en el protagonismo mediático de, por ejemplo, el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, o de Barack Obama cuando declaran su feminismo para el deleite y consumo del mundo progresista. Aunque es positivo que figuras masculinas como las suyas adopten posturas feministas abiertamente, el efecto mediático de sus declaraciones puede distraernos: decir (o decirse) es un acto político necesario, pero la solidaridad radica, sobre todo, en el compromiso con escuchar.

Saber escuchar es algo que se aprende. Lastimosamente, no es algo que se enseñe mucho. Cuando trabajaba como profesor de colegio había un momento de cada semestre que me sacaba de quicio: la discusión durante juntas de maestros sobre cómo evaluar la participación en clase. Los estudiantes que recibían las notas más altas eran quienes alzaban los brazos sin callarse una y otra y otra vez. Los que escuchaban generalmente eran evaluados con menos puntos. Este tipo de evaluación evidenciaba que entendemos al diálogo —el intercambio entre interlocutores varios— como una especie de competencia de decires. No hay más que revisar un rato nuestros argumentos en redes sociales: reproducimos una pedagogía dentro de la que decimos y opinamos sobre lo que entendemos y sobre lo que no. Lo importante es decir, mientras que escuchar (o leer al otro) en cambio se convierte en una especie de actividad residual que debemos hacer para volver a hablar luego. A menudo incluso quienes ponen atención a sus interlocutores aprenden a hacerlo para refutar lo que se considera equivocado de sus argumentos, no como un ejercicio de empatía.

El feminismo desde la masculinidad no existe sin empatía. Entendernos feministas significa entender los privilegios que informan nuestra posición y que nos ciegan a otras experiencias. Reconocernos en la cotidianidad y en lo privado. Es como el ejercicio: no lo estás haciendo bien si no lo haces todos los días o si no duele un poco. Si podemos caminar en la calle sin constante acoso, o si podemos vestirnos como se nos dé la gana sin temer por nuestras vidas, es difícil que entendamos en verdad cuántos privilegios nos protegen. No entender la experiencia ajena es normal, pero para eso nos callamos y preguntamos. De lo contrario somos como panaderos debatiendo de matemáticas con un físico.

Está muy bien declararnos hombres feministas para que el mundo lo oiga, asegurar que el futuro es femenino y adoptar las palabras políticamente correctas del momento. Pero ser feministas implica acciones concretas, decisiones, formas de hacer las cosas en constante vigilancia de cómo navegamos las relaciones de poder a nuestro alrededor. Implica cuestionar nuestros egos. Uno de los personajes más punzantes de la serie animada South Park es el director PC (Políticamente Correcto), que dice todo lo que está de moda decir sobre género, raza y clase pero lo hace abrasivamente, sin escuchar ningún desacuerdo y, por sobre todo, volviéndolo siempre un tema suyo. Él se ofende, él lidera, él toma todo el espacio que necesita para luchar por la justicia social. Aunque está convencido de ser un aliado militante, su comportamiento solo reproduce lo que pretende criticar. El director PC no sabe escuchar, pausar, y dar un paso atrás cuando le corresponde hacerlo.

Su personaje ilustra las contradicciones de “lo políticamente correcto”. Establecer que hay cosas que pueden o no decirse —así como cosas que deben decirse— resulta en activismos superficiales y facilones: decir, indignarse, censurar según la tendencia del momento. El desafío es ser aliados, no protagonistas. Entender que cuando se trata de experiencias que no entendemos, nuestro rol es el de escuchar para poder apoyar de acuerdo a lo que se necesite. Reconocernos no para sentir culpa o para censurarnos sino para reinventar los roles y privilegios que se nos asignaron  por nuestros genitales. Escuchar para saber cómo podemos apoyar mejor.

Las reacciones tras el video filtrado ayer, día de la mujer, de una mujer saliendo de un motel desnudan la prevalencia absoluta del machismo y la misoginia en el Ecuador. Pero también son una invitación a que analicemos cómo ese machismo nos ha condicionado a todos. No basta con apuntar con el dedo y silbar haciéndonos los locos. No seamos como el director PC. Yo soy feminista porque he sido machista, porque he sentido esa rabia hacia la mujer por hacer lo mismo que yo, porque no siempre reconocí mis propios privilegios como hombre cisgénero. Soy feminista porque el machismo que está en nuestra cultura por default me ha beneficiado. No lo asumo con culpa —que no viene al caso— sino como aliado y para estar en constante vigilancia de todo lo que me ha condicionado desde guagua. Lo hago mientras sigo aprendiendo a escuchar.