[dropcap]G[/dropcap]racias a una beca, a los quince años tuve la suerte de asistir a uno de los colegios aniñados de Quito. Hice amigos entrañables y se me abrieron puertas y oportunidades por las que estaré siempre agradecido. Pero también vi y experimenté muy de cerca el mundo burbuja más elitista, amurallado y esterilizado del país. A una compañera de tez morena y facciones indígenas la llamaron “ india sucia”, “longa sucia” por años —de frente y a sus espaldas— hasta que decidió salirse del colegio. Era normal que un grupo de padres de familia dijera, como si nada, que desconfiaban de un profesor norteamericano de matemáticas porque era negro. Escuchar cosas como “necesitamos un KKK para cholos” era común en los recreos, así como las apologías casuales del dictador chileno Augusto Pinochet. En clase, más de un profesor tuvo que recordarnos que no usar ropa con marca “no era necesariamente malo”. Todo esto en un barrio idílico del valle de Cumbayá, con pinta californiana, aislado por completo de otras realidades de la ciudad.

Yo tenía 17 años cuando Correa apareció. De inmediato, me llamó la atención: era una mezcla entre la herencia izquierdosa de mi casa y la posibilidad de un proyecto que brinde sentido a mis propias inquietudes políticas de adolescente. Había asistido a un par de reuniones de Ruptura de los 25, pero para mí en Alianza País (AP) se conjugaban posibilidades reales y combativas. La palabra y el concepto de revolución me comía los sesos de aniñado sin plata y con acné. Parecía un movimiento con ideas, diverso, ideológicamente maduro y con tutelaje intelectual, técnico y académico. Por sobre todo, era un movimiento que prometía desafiar la pesada historia de desigualdad que se sentía tan cerca pero tan escondida entre las murallas de Cumbayá: mi colegio de niños ricos me había hecho correísta.

Diez años después, en las elecciones de 2017 ha sido importante para mí recordar por qué voté por Correa y por qué ahora creo sin lugar a dudas que Alianza País debe dejar el poder. Lo admito: fui un correísta puberto y en cierto momento, desde la universidad, justifiqué una serie de violaciones a la ley como, imagino, muchos estudiantes sesenteros justificaron violencias “revolucionarias” de barbudos lejanos. No soy político, así que puedo decir lo que ahora le cuesta tanto admitir a la izquierda defraudada por el correísmo: la convicción por desmantelar la cultura racista y clasista del Ecuador fue mayor a cualquier consideración institucional. Fue lo que nos encegueció a simpatizantes y militantes: el fin justificó los medios. Los censuró también.  

Ahora, Lenín Moreno y Guillermo Lasso representan dos polos de esa historia que no permite matices. El socialismo del siglo 21 vertical, autoritario, desarrollista, enfrentado a un movimiento con reducido alcance en sectores populares y estridente popularidad entre la derecha y los grupos más privilegiados. La tesitura es elegir entre un estatismo obtuso y económicamente insostenible y partidarios de las privatizaciones que en los noventas produjeron una crisis que afectó, por sobre todo, a los beneficiarios directos de las políticas sociales del correísmo. Se enfrentan la causa y el efecto de una historia que no logra ni sintetizar ni enunciar nada nuevo. Por eso,  ignorar la historia que engendró a Rafael Correa nos devolverá, tarde o temprano, a Rafael Correa.

Las elecciones de 2017 han vuelto a exacerbar y mediatizar profundos conflictos de clase. Aunque nos incomode, no podemos escapar a Marx: la lucha de clases está vivita y coleando. No es verdad que Correa haya polarizado al país. Lo que hizo fue visibilizar una polarización que estaba fermentándose desde hace siglos y que AP supo utilizar, maniatar y explotar. Pero sin reconocer las causas históricas que establecieron las condiciones para el correísmo, quedamos a merced de los mismos patrones —humanos y sociales— de siempre. Los videos de campaña de Alianza País fueron en ese sentido una especie de jaque político. “No lo digas, hazlo”, decían guiñandole el ojo a toda persona que en  algún momento se sintió discriminada por “los patrones” como “ignorante” o “tonta” por su clase o raza. Es decir, se forjaba una dinámica que dependía del odio desde la propia oposición; un odio del que muchos hemos sido testigos. “Te llamarán ignorante, porque así son”. Aunque en los videos los retratos de la “burguesía” eran caricaturas, algunas de las prácticas, comentarios, desprecios de la élite nacional resonaron con la hipérbole mediática del gobierno porque se basaron en realidades que lamentablemente siguen latentes en sectores muy visibles de las clases más adineradas. “Desde que está este gobierno no trabajan estos vagos”, es algo que leí hace muy poco, por ejemplo de un estudiante de una universidad privada de Quito.

Pelear por que se respete la democracia y la institucionalidad es una urgencia coyuntural. Pero mientras no podamos protestar sin dejar de hablar de borregos o de ignorantes, el juego de extremos seguirá alimentándose perpetuamente.

A las izquierdas en el país nos han exigido eso que los estadounidenses llaman accountability y aquí se conoce como hacerse cargo. “Reconozcan su responsabilidad por alcahuetear los inicios abusivos de AP”, dicen. De acuerdo. Esa accountability, sin embargo, no se puede quedar ahí, en ese momento en la historia. ¿Qué pasaba antes? ¿Qué hizo de la Revolución Ciudadana un fenómeno históricamente inevitable?
Si hablamos de responsabilidad histórica ¿hasta qué punto en la historia decidimos dejar de ver? Olvidemos los números y la guerra de cifras por un instante y recordemos ese mundo dentro las murallas y la cultura discriminatoria, insular y todopoderosa a la que tampoco se fiscalizaba. Nuestros privilegios engendraron la virulencia correista. Nuestro racismo y clasismo frente al CNE la mantendrán viva. Si no lo reconocemos, el espectro del Mashi seguirá deambulando, agitando y esperando a cuanto puberto con acné y sentido crítico encuentre. Y no habrá acusación de fraude que lo impida, ni segunda vuelta que haya valido la pena.