¿Por qué ayudan los que necesitan ayuda?


Daxsy Puertas nos abrió su casa la tarde de un sábado cuando no teníamos a dónde ir. Nos habían echado de un campamento de militares y cocineros voluntarios porque, según dijo un funcionario estatal, no teníamos permiso para estar ahí. Giovanny —un vecino de Pedernales que manejaba el camión que llevaba el almuerzo a los albergues donde duermen 1.175 albergados del terremoto del 16 de abril de 2016— nos dejó en una esquina del centro de este pueblo camaronero y turístico de la provincia de Manabí y quizá el más devastado por el sismo de 7,8 grados. “Caminen cinco cuadras hasta la casa de mi cuñao, Teófilo Cedeño” —nos dijo con acento paisa, detrás de unas gafas de aviador y debajo de un gorra blanca. No pudimos quedarnos donde Teófilo, que hospedaba a algunos de sus vecinos que habían perdido sus casas: “Pero no se preocupen: yo los ayudo a conseguir dónde quedarse”. El plan de Teófilo era que Daxsy Puertas nos dejara armar nuestra carpa en su patio donde, según dijo Cedeño, habían levantado las suyas otras personas que tampoco tenían dónde dormir. Era una solución decente en una ciudad donde ya casi no quedan hoteles en pie —apenas tres de más de cincuenta— y los que aún atendían ese día estaban copados por funcionarios internacionales que aún trabajaban en las secuelas de la catástrofe. Pero no era una solución manabita. Hay un pasillo que se llama Manabí que dice que no hay otra tierra más hermosa, ni más hospitalaria que esa provincia. Y cientos, tal vez miles de veces, había disfrutado de la hospitalidad manabita, pero recibirla en un pueblo devastado por un cataclismo reciente traía una lección: si quiere ser generoso, sea manabita.

En Pedernales la gente camina entre el polvo viejo de la pobreza y el polvo nuevo de los escombros de los edificios que se desplomaron. Según el Instituto Ecuatoriano de Estadísticas y Censos, el órgano del gobierno encargado de publicar las cifras oficiales del Ecuador, el índice de necesidades básicas insatisfechas de los más de sesenta mil habitantes que tiene es de de 93,70 sobre 100. Eso quiere decir —en el idioma indolente de los tecnócratas— que le falta casi todo: capacidad económica, educación básica, vivienda, servicios básicos. A dos sábados de la tragedia, mientras buscábamos dónde dormir, esperábamos encontrarnos con un pueblo dos veces derrotado: primero por la prolongada desidia estatal, después por la catástrofe reciente. En lugar de ello, Pedernales nos regaló  a Teófilo Cedeño y su cuñado Giovanny, a Daxsy Puertas y su familia, a Jennifer Arteaga y su familia, a Nelly Toral.

Nelly Toral es pobre entre pobres. Antes del terremoto, vivía de los almuerzos que vendía en una carpa en la playa de Pedernales en días feriados y vacaciones y del bono estatal de cincuenta dólares que cobra todos los meses. Con eso mantiene a sus siete hijos —de entre diez y dieciocho años— y a su marido, que está postrado desde hace diez años después de que el bus de albañiles en que iba a la Amazonía del Ecuador tuviera un accidente que lo dejó paralítico. Dos semanas después del terremoto, abrió un pequeño puesto de comida en una vereda una calle de Pedernales. Está vendiendo la comida que prepara en un pequeño fogón. Ha puesto dos mesas cubiertas por manteles plásticos de  frutas y flores de colores. Mientras cuenta su vida, nos sirve un plato de maduros asados y una botella de agua. Habla sin parar, con un aire resignado y un dejo de arrepentimiento: “Solo ponía la carpa en feriados, pero ahora me tocará trabajar todos los días”. Después de días en esta ciudad, siento que una de las urgencias esenciales de los sobrevivientes es hablar. Como si quisieran sacarse la tragedia de adentro. Cuando estamos por irnos del restaurante que ha improvisado con fundas de basura y bajo la carpa que solía  llevar a la playa, le preguntamos cuánto le debemos por los maduros fritos y el agua. “Deje nomás”, nos dice, y me queda la sensación de que acepta el pago contra su voluntad: como si fuera impropio cobrar solo por los acompañantes. Como si estuviéramos a mano por haberla escuchado. Como si la tragedia estuviera lejos. No hay que ser manabita para amar a Manabí.

Nelly Toral vende almuerzos en una esquina de Pedernales

Nelly Toral vende almuerzos en una esquina de Pedernales

En un país donde la sospecha se ha vuelto un estado de ánimo cotidiano, el primer mandamiento es no confiar —peor en extraños. Pero si para algo debería servir este oficio es para perder ciertos prejuicios. La condición de forastero ayuda: cuántas veces hemos caminado por las calles oscuras de una ciudad que no conocemos sin miedo ni apuros a lugares a los que los residentes no se atreverían a ir ni de día. Nos cuentan historias siniestras de esos sitios que, si las hubiésemos oído antes, habríamos evitado. Ya alguien nos había dicho que tuviésemos cuidado, que en una ciudad desesperada la gente toma medidas desesperadas, que  el pueblo era parte de la ruta del narcotráfico. Que era un sitio inseguro antes del terremoto, qué cómo estaría después. Thomas Grey escribió un verso que se ha convertido en un lugar común: donde la ignorancia es una dicha, ser sabio es una tontería: Es probable que todas las personas que nos hablaron así de Pedernales jamás la hayan pisado.

Una de esas tardes en que recogíamos historias de extraños en Pedernales, encontramos a la familia Arteaga sentada en una vereda. Desde hacía días estaban ahí, a media cuadra de su hotel que no se había caído pero que no puede ser utilizado hasta que técnicos lo vuelvan a revisar. Jennifer Arteaga, una licenciada en turismo que ayuda a su papá Yandre en el negocio, nos contó que en el hotel Rosita, frente al suyo, no había nadie. “Lo habían desocupado los que lo arrendaban porque la hija de la señora Rosita iba a venir a administrarlo”. El 16 de abril, el hotel Rosita quedó inclinado sobre el suelo y será demolido. Nos sentamos a conversar con ella, su hermano, su tía y su abuela en la vereda en unas sillas plásticas y unas butacas de la sala de su casa, donde una pared se derrumbó. Compartían el patio de la casa y el miedo a regresar a dormir dentro. Mientras hablábamos con Jennifer sobre los hoteles que se habían caído, las pequeñas decisiones que hicieron que unos se salven y otros mueran, su abuela entró a la casa. Salió con galletas con manjar y limonada helada. Al final de nuestra conversación, Jennifer nos entregó una copia de su tesis de graduación, llena de datos sobre la hotelería de Pedernales que sabía que necesitábamos. La hospitalidad manabita está construida sobre bases antisísmicas.

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Cerca del mediodía del segundo sábado después del terremoto, entramos por la puerta grande de la familia Puertas. Nos la abrió Daxsy, con su risa estridente y sus ojos verde agua. Ya no quedaba nadie en su patio grande: la gente que había estado albergada ahí había llegado la noche misma del terremoto, cuando se rumoraba que habría un tsunami. “Desde mi ventana veía cómo la gente subía y subía, parecía una escena de la Biblia” recordaba Daxsy. Su casa está en una loma, y algunos de los que subían huyendo de la gran ola le pidieron que los dejara quedarse. Albergó a casi cincuenta personas durante días, hasta que poco a poco regresaron a sus casas o migraron a otras ciudades. La forma más elevada de la hospitalidad es la que se tiene con los extraños. 

Cuando la conocimos estaba friendo unos camarones apanados y unos maduros para los almuerzos que vende a investigadores forenses, fiscales y voluntarios que trabajan aún en Pedernales. Le pedimos que nos vendiera un par a nosotros también, y ella nos regaló una sobremesa extensa y franca. Le contamos que nos habían echado del campamento de militares, y ella nos contó que se había quedado sin negocio: solía vender perfumes y ropa importada pero no tenía corazón de llamar a sus clientes para pedirles que le paguen —a diferencia de una cadena de electrodomésticos que pegó un cartel en su local destruido diciendo que los pagos se podrían hacer en el pueblo vecino. También nos dijo que solía pasar las tardes en el salón de belleza de una amiga, en el centro. “Fue de una de las primeras que supe que se había muerto”.  Cuando regresamos de recorrer el centro de Pedernales, Daxsy nos dijo que no quería que durmamos en el patio porque podía llover. Nos dio el cuarto de sus hijos. “Báñense y descansen”, nos dijo. Cuando nos negamos a ocupar el dormitorio porque nos parecía abusar de su hospitalidad, nos dijo que igual nadie iba a dormir ahí: “Desde el terremoto dormimos todos en colchones en la sala”. Parecía una justificación para que aceptásemos. Esa noche conversamos como en familia, sentados en el portal de la casa de Daxsy. Estaban, además, su esposo Arturo, sus tres hijos —Arturo, Jean y Simoné—, su sobrino Frowen. Cada tanto llegaba una prima, una pareja de amigos, al otro lado del patio grande, en otra casa, el papá de Daxsy tocaba la guitarra. Después de comer, la familia se sentó a jugar bacará. La conversación giraba en torno al terremoto, a lo que pasó, a lo que vendrá. A la mañana siguiente, nos esperó con dos huevos cocidos, tortillas de verde y café. Volvimos a conversar, recorrimos con ella las primeras horas del desastre. Al almuerzo preparó sopa de mariscos con verde y maní que se llama viche y cuando nos fuimos a recorrer la ciudad, nos despidió como una madre: nos pidió que nos cuidáramos, que la llamásemos si necesitábamos algo y que nos esperaba para merendar. Esa tarde la vimos abrazar a su sobrino, que lloró pensando en su casa a medio caer, en sus amigos muertos, en el futuro. En medio de la incertidumbre, con la herida aún abierta, la familia Puertas aún tiene fuerzas para reír. Y para recibir a dos extraños como si fuesen hijos pródigos que volvían a casa.  

Daxsy Puertas, en su cumpleaños más reciente, unos días después de que nos recibiera en pedernales.

Daxsy Puertas, en su cumpleaños más reciente, unos días después de que nos recibiera en Pedernales.

Manabí es Venus. Manabí es nuestra diosa de la fertilidad. Bella, voluptosa, deliciosa y —ahora, lo sé mejor que nunca— generosa, hasta en épocas de tragedia.  Elías Cedeño, el autor del verso sobre su belleza y hospitalidad dijo que lo escribió una tarde de 1935, cuando un atardecer en Guayaquil le recordó a su tierra: “Entonces tomé una hoja de cuaderno y lápiz y compuse el poema Manabí”. Ochenta años después, a pesar de que la vida se parta en un antes y después del terremoto, las líneas de Cedeño están más firmes que nunca: no hay cataclismo que pueda con ellas. El mar manabita sigue plateado y cálido, y sus bosques húmedos y verdes. El poema de Cedeño que se convirtió en un himno de la manabitud carece de figuras literarias: todo lo que dice es literal.  
Lo sentimos hasta el último minuto en que estuvimos en Pedernales. La noche antes de partir, Daxsy y su esposo Arturo nos preguntaron por qué nos íbamos: “¿Qué cara mala han visto?”. Le contestamos que, por el contrario, con semejante trato el peligro es que quisiéramos quedarnos para siempre. Su cuñado, al que le dicen Mico (como a todos los rubios en Manabí), se rió y dijo que a él le había pasado algo parecido: “Vine por dos semanas y me quedé dos años”. Puede sonar un poco absurdo, pero lo entiendo perfectamente. Nunca le pregunté a Govanny por qué nos dio una mano cuando nadie más lo hizo. Tampoco le pregunté a Teófilo Cedeño por qué nos ayudó, ni a Nelly Toral porqué nos quiso regalar una comida por la que tenía derecho a cobrar. No tengo la más remota idea de dónde sacó galletas y limonada helada la familia Arteaga. Creo que si le preguntase a Daxsy porqué nos recibió, no tendría una respuesta clara. Supongo que lo hizo porque Manabí no tiene otra forma de ser. En palabras del poeta Cedeño: cuál ninguna hospitalaria.