Decir que Sixto Rodríguez es una leyenda en vida no es una opinión personal. Cualquiera que haya visto Searching for Sugar Man, el mejor documental del 2012 según los Oscar, lo sabe: la historia de ese músico-albañil-poeta de los callejones de Detroit que aparentemente fracasó a inicios de los setentas pero que, sin saberlo, en Sudáfrica era más famoso que los Rolling Stones y se había convertido en un símbolo de la lucha contra el apartheid. Hace pocos meses, el mismo Rodríguez —pronunciado con acento gringo— que, supuestamente, se había suicidado frente al público prendiéndose fuego, vino al Gran Teatro de Roma como parte de su gira italiana.
Sandro Veronesi pudo mantener con él, entre filmación y filmación, algo parecido a una entrevista, que después publicó en el suplemento cultural del Corriere della Sera. No es exactamente una entrevista por dos razones. Primero, porque el periodista italiano no entendía el inglés melancólico y en baja voz de Rodríguez, así que se limitó a leer las preguntas de su bloc de notas para después recurrir a un angloparlante que transcribiera el audio.
Segundo, porque, aunque el músico sí comprendía las preguntas, se tomaba la licencia de desviarse por ramas más personales, algo parecido a lo que sucede en sus letras. Por ejemplo, Veronesi, citando la última línea de su canción Cause, le dice: “Te has graduado de Filosofía y tienes más de setenta años, tal vez ahora puedes responder: How many times can you wake up in this comic book and plant flowers?”.
Rodríguez le contesta con reflexiones sobre la existencia del mañana, sobre la esclavitud mental, sobre los niveles del conocimiento humano, hasta decir: “He leído un montón de cosas sobre los antiguos, sobre los griegos y los romanos, tanto que se puede decir que tengo una formación greco-romana, y entiendo a Boecio y todas aquellas ideas. Por eso estoy feliz de estar en Roma”. ¿Entiendo a Boecio? ¿Por eso está feliz de estar en Roma? ¿Quién demonios conoce a Boecio?
Unir el término “greco-romano” inmediatamente a “Boecio” no es de principiantes. Es rescatar de su hábitat de segundo plano a quien, incluso cronológicamente, fue el mediador entre la cultura antigua y la cultura medieval: tenía veinte años cuando corría el 500 d.C.
Además, es recordarnos la historia de ese político-filósofo-poeta nacido en Roma y crecido en Alejandría, que fue condenado a muerte cerca de Milán, con una injusta acusación proveniente de las envidias de los senadores que utilizaron unas cartas sediciosas apócrifas. Fue el clásico pacto para bajarse al segundo al mando porque Boecio había llegado a ser, desde joven, la mano derecha del emperador ostrogodo Teodorico, quien dominaba gran parte del caos que era Europa.
Boecio preveía la decadencia de su Imperio: los invasores bárbaros ni siquiera sabían hablar latín y los bizantinos estaban por cerrar la Academia Platónica de Atenas por considerarla pagana. Así que dedicó su vida a traducir a varios filósofos griegos, a escribir tratados de música, astronomía, teología, matemáticas, filosofía, además de gobernar un territorio no precisamente pequeño.
No llega a los cincuenta años cuando Boecio está encerrado en la cárcel de Pavía esperando un proceso en el que ni siquiera pudo hablar en su defensa. Está casado y tiene dos hijos. Siente el frío aliento de la muerte en su cara, lo que le obliga a enfrentar la escritura desde una distinta perspectiva a la utilizada en sus páginas sobre, por ejemplo, la Santísima Trinidad. Le obliga a ser casi existencialista, a negociar con la melancolía. “Solo puedo entonar estrofas de dolor”, dice, en la primera poesía de la obra que escribió allí encerrado, con el cronómetro regresivo en su oído: La Consolación de la Filosofía. Un cuadro del siglo XVII del pintor napolitano Mattia Pretti muestra a Boecio sentado en su lecho, meditabundo, con la cabeza apoyada sobre su mano izquierda, con los ojos en sombra, escuchando a la mujer que tiene delante.
Una mujer luminosa, cubierta por un manto casi transparente que, según el relato, debería estar desgarrado porque algunos —“la turba de epicúreos, la muchedumbre de estoicos y las demás sectas”— se han llevado solo jirones de tela al tratar de poseerla. Ella es la Filosofía que viene a secar las lágrimas de Boecio con el pliegue de su vestido.
El espíritu humano de La Consolación de la Filosofía es una continua añoranza de algo perdido, llena de recuerdos oscuros, que no cesa de suspirar por algo supremo hacia lo cual no se encuentra la ruta. “Sed uelut ebrius domum quo tramite reuertatur ignorat”, escribió, literalmente, Boecio: como un borracho que no conoce el camino a casa.
Los temas tratados en la obra —un ensayo que alterna poesía con prosa— son típicamente medievales: los bienes ficticios que proporciona la fortuna, cómo puede coexistir Dios con el mal, cómo puede coexistir la omnisciencia divina con la libertad humana. El filósofo romano advierte el riesgo de fragmentar en dinero, honor, poder, fama o placeres, una felicidad que es originalmente indivisible, sin conseguir ni la parte ni el todo.
Horas antes de que estallen sus ojos, Boecio escribe sobre la cárcel en la que nos puede encerrar nuestra propia libertad: de la misma manera como Orfeo perdió a Eurídice por voltear su vista hacia los infiernos.
En el documental Searching for Sugar Man, de la noche a la mañana, un músico-albañil-poeta de Detroit viaja a Sudáfrica para llenar una decena de conciertos. Todo el mundo grita sus canciones. De vuelta a su barrio, entre la mezcladora de cemento y las mediciones de desnivel, sus compañeros no lo pueden creer. Uno de ellos, durante la última entrevista de la cinta, al final de la jornada de trabajo cuenta que Rodríguez demostró que siempre se puede elegir: “Él asumió todo ese tormento, toda esa agonía, toda esa confusión y ese dolor, para transformarlo. Es como el gusano de seda, ¿sabes? Toma una materia prima y aparece algo que antes no existía. Algo que quizás sea trascendente, que quizás sea eterno. En la medida en que hace eso lo tengo por un representante del espíritu humano”. Algo parecido a lo que hizo Boecio mil quinientos años antes con su muerte, con sus escritos y, sobre todo, con su vida.
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