
En San Juan, Quito conserva sus colores
En su identidad cromática, el popular barrio quiteño guarda un tesoro histórico.
En el histórico barrio de San Juan, las fachadas parecen desobedecer a otras partes del resto del Centro Histórico quiteño. Mientras en ciertos sectores el blanco domina muchas calles, aquí sobreviven los ocres, los verdes, los rosados, los amarillos, los azules, los tomate-de-árbol. Hay una verdad histórica escondida entre tanto tono alegre: Quito fue una ciudad de colores hasta que, en la década de 1960, una ordenanza municipal impuso el blanco y el azul añil como sello “colonial”. Durante años se mantuvo así, pero de un tiempo acá, el centro de Quito ha ido recuperando sus colores.


Un artículo académico del investigador Alfonso Ortiz Crespo explica que, antes de esa homogeneización, el Centro era una paleta diversa y feliz. Ahora, al recorrer el centro, se la ve de nuevo. Queda claro que si Quito es Luz de América, sus casas parecían estar del otro lado de un prisma que las pintaba con todos los tonos imaginables.


A finales del siglo XX, el Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural (el Fonsal, antecesor del instituto de patrimonio municipal) y el Instituto Getty estudiaron el uso del color en la capital. Descubrieron que el blanco fue una imposición, y que en realidad la paleta urbana quiteña variaba según la época y los pigmentos disponibles, aplicados por manos anónimas que —decimos nosotros, no el Getty— quizá intuían que cada casa debía respirar su propio color.

La evidencia apareció en las capas de pintura que los restauradores del Fonsal encontraron bajo el blanco. Cuando comenzaron a raspar las fachadas, la ciudad pareció despertar de una ceguera blanquinosa, como en el Ensayo sobre la ceguera de Saramago o aquel episodio de Los Simpson en que la lluvia devuelve la alegría a los niños al decolorar sus uniformes grises. Ni siquiera el muy señorial Palacio de Carondelet fue impolutamente blanco: hay registros que lo muestran de amarillo y verde, como pastel de fiesta infantil.



Desde entonces, el Centro ha ido recuperando sus colores. Muchos de sus barrios son muy coloridos. San Juan es uno de ellos —quizá, su principal exponente. En sus fachadas, ventanas, dinteles, cornisas y esquinas Quito conserva sus bronceados originales. Tonos ocres, amarillos, verdes claros, tomate de árbol, azules eléctricos. Aquí, las fachadas tienen vida, como vivo está el barrio en la ladera del Pichincha: los niños cruzan la calle para ir a la escuela, los talleres reparan lo que se daña, las familias habitan las mismas casas que otras habitaron hace siglos. Casas de pigmentos vibrantes, con identidad, con voz, con luz, con esperanzas y dolores —eso, si no qué, es la vida.

Porque si el blanco fue símbolo de pureza patrimonial, también fue un borrador. Durante décadas se confundió la blancura con conservación. Se creyó que mantener una casa blanca era respetar su historia, cuando en realidad era cubrirla. Borrar lo distinto es siempre un gesto del ultraconservadurismo: impone homogeneidad y niega el mestizaje.


Pero aquí, la fusión vive. Durante siglos, la loma fue un punto de conexión entre el cielo y la ciudad. Antes de llamarse así, era Huanacauri, sitio sagrado incaico dedicado a la Luna. Allí se levantaba un templo que reflejaba la relación de los pueblos andinos con los astros, la tierra y el agua. Luego, los españoles edificaron sobre ese mismo lugar el Convento de San Juan Evangelista, fundado por los agustinos en el siglo XVIII.

La superposición no fue solo arquitectónica: donde antes se oficiaban ritos lunares, comenzaron las procesiones cristianas. Así nació el nombre del barrio y su doble herencia —indígena y colonial— que aún se percibe en sus calles estrechas, en los muros de adobe y piedra, en las leyendas que sobreviven al ruido.

Su historia moderna comenzó en el siglo XX. En los años treinta, los vecinos se organizaron en mingas para abrir caminos, levantar muros de contención y fabricar ladrillos en hornos comunitarios. En los cincuenta pavimentaron las calles y consiguieron la primera línea de autobuses.

Desde entonces, la vista desde la colina —un mirador natural hacia el centro y el Pichincha— le valió el apodo de “El Balcón Quiteño”. Esa mezcla de esfuerzo colectivo y paisaje explica buena parte del carácter del barrio: el barrio se hizo a pulso, con trabajo comunitario y una mirada que siempre abarca toda la ciudad.


Es una bendición urbana, porque recuperar los colores es recuperar la mirada: aceptar que Quito nunca fue una pieza de museo, sino un organismo mutante. Los mil colores son parte de su identidad. Sin ellos, las calles pierden relieve, los muros dejan de contar las historias grandes y pequeñas, épicas y cotidianas, de las que está hecha la memoria de nuestra capital.




