Veinticinco años después de fotografiarlos por primera vez, vuelvo a estos sitios del centro histórico. Estos dípticos cuentan la batalla y simbolizan lo perdido para unos y ganado para otros, los puntos de vista, el poder, lo popular, el hotel cinco estrellas, la cajetilla de Lark, la convivencia, y los sentidos de lo urbano. La renovación institucional no renovó las ideas. En este diciembre de fiestas, la agenda cultural de la ciudad sigue llena de conciertos, eventos y teletones. Las políticas públicas, su debate e implementación continúan relegadas. El patrimonio y su gestión no han dejado de ser una hacienda, y los eventos no pasan de ser los sueños e intereses particulares de los funcionarios de turno. Esta es la memoria gráfica de tres momentos del Centro Histórico de Quito y el ¿salvamento? del que ha sido objeto (¿o víctima?).

1990

Un día de 1990, por gentileza del destino, trabajé para el Municipio de Quito como fotógrafo del Plan Maestro de las áreas históricas. Emprendimos la misión de redescubrir con imágenes el centro histórico desde sus intimidades junto con Oswaldo Enríquez y Mimmo Privitera, coordinados por mi hermano Armando. La misión era compleja: fotografiar cada casa para alimentar fichas de un inventario de más de cinco mil edificaciones que se buscaba preservar. La experiencia de vivir sorteando vendedores ambulantes, vecinos de mal genio, señoras gentiles, perros histéricos, tuvo su recompensa. Fue un enamoramiento brutal con una ciudad cargada de cultura y de referentes, un descubrimiento de la ciudad popular con una diversidad asombrosa, donde la cromática popular trataba de escaparse hacia el exterior a unas fachadas blancas por ordenanza. Eran calles donde el tiempo se había detenido para un dulce de higos o un sánduche de pernil, donde empezaba la piratería en casetes escondida detrás del sahumerio de las iglesias, donde cientos de vendedores les hacían zancadillas a los centavos. Una ciudad en la que—con el paso del tiempo— la cultura, esa cosa que flota en el aire, se había impregnado en la forma de murales que guardaban historias cotidianas, de paredes torcidas, pintadas y vueltas a pintar, en los antiguos letreros de un club social, o en las placas de mármol de unos héroes anónimos. Pero también descubrimos la ciudad en disputa.

Los vendedores callejeros peleaban un pedazo del espacio público —del que han sido sistemáticamente excluidos— para poder trabajar. Las casas señoriales convertidas en bodegas negaban techo a cientos de familias migrantes rurales que tenían que recurrir al hacinamiento y riesgo de la periferia del centro. De ahí bajaban todos los días a su diaria batalla en las veredas y por la veredas.

Itchimbia

En uno de esos días de inventario, llegamos a una casa que tenía un club de billar. Más allá de la escena mágica que era el patio cubierto con las mesas de paño verde sobre el piso de piedra, nos sorprendieron y enamoraron —al mismo tiempo— la decoración y los frescos de las paredes.  En esta casa había funcionado un club social conocido como el Patio Andaluz. En sus paredes se encontraban pintadas, con ese cariño indescriptible del arte popular algunas escenas españolas:  bailarinas flamencas, toreros, escudos. Además, en un inocente kistch republicano, las columnas y las paredes estaban recubiertos de una simulación en pintura de ladrillos vistos y mármoles europeos.  Esa misma tarde contamos entusiasmados el hallazgo a los técnicos municipales y nos fuimos a seguir fotografiando la ciudad.

2005

El Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural de Quito (Fonsal) me ha enviado una invitación: es para que asista invitado a inauguración de un flamante hotel restaurado: El Patio Andaluz. Le insisto a mi socio de no perdernos el evento y le cuento lo maravilloso del sitio. Hasta el día de hoy, me pesa el cargo de conciencia de haber informado nuestro hallazgo: sería el principio de su fin. En un acto de auténtico ¿salvamento? se enlucieron las paredes, se alinearon los muros torcidos, se cambiaron los pisos por cerámica y se borró de un bailejazo todas las marcas del tiempo, la historia y la cultura. Quedaron enterrados bajo los enlucidos, prolijamente fiscalizados, todas las bailarinas flamencas, la faena de toros inconclusa y los sueños de gloria de unas columnas de piedra que querían ser de mármol. Quedó enlucida su historia y la historia de quienes ahí vivieron.

0510 90 Patio Andaluz 1 1024x778

Este curioso acto de ¿salvamento? de los tiempos en que el Alcalde era un General, no podía describir mejor el sentir de la ciudad  frente al patrimonio: La ciudad aséptica, formateada para el turismo, con iglesias tuneadas para las fotos y con los cientos de vendedores populares debidamente escondidos en hangares del ahorro.

La ciudad certificaba la exclusión de unos a favor de otros. El hotel se había restaurado íntegramente con fondos municipales. La ciudad había invertido hasta en su menaje de lujo. Meses después sería concesionado con todo éxito a un promotor privado. Estas decisiones excluyentes, con poca tolerancia al diferente, respondían —sobre todo— a una concepción hegemónica del patrimonio que garantizaba solo a unos pocos la propiedad de la representación simbólica de la ciudad.

Un cuarto de siglo después, la disputa parece tener un claro ganador.

1509 90 Mejia 1 742x1024

Hoy, tras muchos millones de dólares invertidos, el centro histórico se transforma en sagrada escenografía a la que hay que llenar, como en cualquier parque temático del mundo, con representaciones teatrales de esa gente, de esas vidas a la que ¿el salvamento? expulsó. A este ritmo, pronto tendremos actores que simulen los vendedores ambulantes, los viejos con periódico, las mujeres en situación de prostitución, y a las vecinas. Asistimos a la ciudad sin conflictos ni problemas. La ciudad aséptica. Esa que desean unos pocos.

Tras ocho años de Revolución Ciudadana es triste ver que insistimos en un centro histórico de postal: en exclusiva para el turismo, con hoteles cinco estrellas y embajadas. Lo que ensucie el retrato  perfecto se elimina. En esta ciudad del turismo de papel estorban los edificios modernos porque no tienen tejas, los vendedores ambulantes, la vecina que nació ahí y el colegio popular. Veinticinco años después, la ciudad sigue pensando el patrimonio como un sujeto independiente y con dueño preestablecido.

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Paco Salazar
Fotógrafo desde 1990. Con cursos de especialización en Curaduría de Arte, Historia de la Arquitectura e Fotografía Latinoamericana

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Veinticinco años después de fotografiarlos por primera vez, vuelvo a estos sitios del centro histórico. Estos dípticos cuentan la batalla y simbolizan lo perdido para unos y ganado para otros, los puntos de vista, el poder, lo popular, el hotel cinco estrellas, la cajetilla de Lark, la convivencia, y los sentidos de lo urbano. La renovación institucional no renovó las ideas. En este diciembre de fiestas, la agenda cultural de la ciudad sigue llena de conciertos, eventos y teletones. Las políticas públicas, su debate e implementación continúan relegadas. El patrimonio y su gestión no han dejado de ser una hacienda, y los eventos no pasan de ser los sueños e intereses particulares de los funcionarios de turno. Esta es la memoria gráfica de tres momentos del Centro Histórico de Quito y el ¿salvamento? del que ha sido objeto (¿o víctima?).

1990

Un día de 1990, por gentileza del destino, trabajé para el Municipio de Quito como fotógrafo del Plan Maestro de las áreas históricas. Emprendimos la misión de redescubrir con imágenes el centro histórico desde sus intimidades junto con Oswaldo Enríquez y Mimmo Privitera, coordinados por mi hermano Armando. La misión era compleja: fotografiar cada casa para alimentar fichas de un inventario de más de cinco mil edificaciones que se buscaba preservar. La experiencia de vivir sorteando vendedores ambulantes, vecinos de mal genio, señoras gentiles, perros histéricos, tuvo su recompensa. Fue un enamoramiento brutal con una ciudad cargada de cultura y de referentes, un descubrimiento de la ciudad popular con una diversidad asombrosa, donde la cromática popular trataba de escaparse hacia el exterior a unas fachadas blancas por ordenanza. Eran calles donde el tiempo se había detenido para un dulce de higos o un sánduche de pernil, donde empezaba la piratería en casetes escondida detrás del sahumerio de las iglesias, donde cientos de vendedores les hacían zancadillas a los centavos. Una ciudad en la que—con el paso del tiempo— la cultura, esa cosa que flota en el aire, se había impregnado en la forma de murales que guardaban historias cotidianas, de paredes torcidas, pintadas y vueltas a pintar, en los antiguos letreros de un club social, o en las placas de mármol de unos héroes anónimos. Pero también descubrimos la ciudad en disputa.

Los vendedores callejeros peleaban un pedazo del espacio público —del que han sido sistemáticamente excluidos— para poder trabajar. Las casas señoriales convertidas en bodegas negaban techo a cientos de familias migrantes rurales que tenían que recurrir al hacinamiento y riesgo de la periferia del centro. De ahí bajaban todos los días a su diaria batalla en las veredas y por la veredas.

Itchimbia

En uno de esos días de inventario, llegamos a una casa que tenía un club de billar. Más allá de la escena mágica que era el patio cubierto con las mesas de paño verde sobre el piso de piedra, nos sorprendieron y enamoraron —al mismo tiempo— la decoración y los frescos de las paredes.  En esta casa había funcionado un club social conocido como el Patio Andaluz. En sus paredes se encontraban pintadas, con ese cariño indescriptible del arte popular algunas escenas españolas:  bailarinas flamencas, toreros, escudos. Además, en un inocente kistch republicano, las columnas y las paredes estaban recubiertos de una simulación en pintura de ladrillos vistos y mármoles europeos.  Esa misma tarde contamos entusiasmados el hallazgo a los técnicos municipales y nos fuimos a seguir fotografiando la ciudad.

2005

El Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural de Quito (Fonsal) me ha enviado una invitación: es para que asista invitado a inauguración de un flamante hotel restaurado: El Patio Andaluz. Le insisto a mi socio de no perdernos el evento y le cuento lo maravilloso del sitio. Hasta el día de hoy, me pesa el cargo de conciencia de haber informado nuestro hallazgo: sería el principio de su fin. En un acto de auténtico ¿salvamento? se enlucieron las paredes, se alinearon los muros torcidos, se cambiaron los pisos por cerámica y se borró de un bailejazo todas las marcas del tiempo, la historia y la cultura. Quedaron enterrados bajo los enlucidos, prolijamente fiscalizados, todas las bailarinas flamencas, la faena de toros inconclusa y los sueños de gloria de unas columnas de piedra que querían ser de mármol. Quedó enlucida su historia y la historia de quienes ahí vivieron.

0510 90 Patio Andaluz 1 1024x778

Este curioso acto de ¿salvamento? de los tiempos en que el Alcalde era un General, no podía describir mejor el sentir de la ciudad  frente al patrimonio: La ciudad aséptica, formateada para el turismo, con iglesias tuneadas para las fotos y con los cientos de vendedores populares debidamente escondidos en hangares del ahorro.

La ciudad certificaba la exclusión de unos a favor de otros. El hotel se había restaurado íntegramente con fondos municipales. La ciudad había invertido hasta en su menaje de lujo. Meses después sería concesionado con todo éxito a un promotor privado. Estas decisiones excluyentes, con poca tolerancia al diferente, respondían —sobre todo— a una concepción hegemónica del patrimonio que garantizaba solo a unos pocos la propiedad de la representación simbólica de la ciudad.

2015

Un cuarto de siglo después, la disputa parece tener un claro ganador.

1509 90 Mejia 1 742x1024

Hoy, tras muchos millones de dólares invertidos, el centro histórico se transforma en sagrada escenografía a la que hay que llenar, como en cualquier parque temático del mundo, con representaciones teatrales de esa gente, de esas vidas a la que ¿el salvamento? expulsó. A este ritmo, pronto tendremos actores que simulen los vendedores ambulantes, los viejos con periódico, las mujeres en situación de prostitución, y a las vecinas. Asistimos a la ciudad sin conflictos ni problemas. La ciudad aséptica. Esa que desean unos pocos.

Tras ocho años de Revolución Ciudadana es triste ver que insistimos en un centro histórico de postal: en exclusiva para el turismo, con hoteles cinco estrellas y embajadas. Lo que ensucie el retrato  perfecto se elimina. En esta ciudad del turismo de papel estorban los edificios modernos porque no tienen tejas, los vendedores ambulantes, la vecina que nació ahí y el colegio popular. Veinticinco años después, la ciudad sigue pensando el patrimonio como un sujeto independiente y con dueño preestablecido.

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