Nací en la Amazonía ecuatoriana. Mi casa está frente a un pozo petrolero. Mientras otras niñas crecían viendo montañas o parques, yo crecí viendo monstruos de fuego. Mi paisaje no era un amanecer sobre los árboles, sino el fuego de un mechero petrolero que nunca se apagaba.
Desde que tengo memoria, el aire huele a humo. A veces, mientras jugaba, sentía el olor a plástico quemado. Mis amigas y yo creíamos que era normal, que la selva olía así. Con el tiempo entendí que no era natural: era contaminación.
Desde muy pequeña he visto cómo la extracción petrolera afecta a la naturaleza, dañando su belleza en las plantas, los animales y el agua. También he visto cómo personas de mi comunidad y familia enferman. Lo más doloroso es sentir que nadie se ha hecho responsable por tanto daño.
Vivir frente a un pozo petrolero activo te cambia la vida.
Recuerdo cuando tenía 11 años, en un recorrido para mostrar los impactos de la extracción petrolera, organizado por la Unión de Afectados por Texaco (UDAPT) y que llamamos “toxic tour”, me paré debajo de un mechero —que emite gases que calientan la atmósfrea, como el metano, que atrapa 84 veces más calor que el CO₂. Vi el suelo y sentí un golpe en el pecho: miles de insectos muertos y calcinados. Pequeños cuerpos sin vida.
Ahí supe que tenía que hacer algo.
Con otras niñas y jóvenes decidimos organizarnos. Con el apoyo de la UDAPT y el colectivo Eliminen los Mecheros, Enciendan la Vida, demandamos al Estado ecuatoriano para que eliminara los mecheros petroleros y protegiera nuestros derechos. Y ganamos: la Corte obligó al Estado a apagar esas mechas gigantes.
Éramos niñas, no expertas. Pero teníamos algo más fuerte que cualquier cosa: teníamos la verdad. Y la Corte lo reconoció, pero tener una sentencia no significó justicia.
Hasta hoy, los mecheros siguen encendidos.
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Defender la naturaleza siendo mujeres y jóvenes tiene consecuencias. Cuando intentamos mostrar al mundo la realidad de la contaminación y del atropello a los derechos humanos y de la naturaleza, lo primero que recibimos son críticas. Muchos no quieren que la verdad salga a la luz. Y es peor cuando quienes hablamos somos menores de edad.
Siempre nos dicen que somos manipuladas por los adultos o que estamos haciendo un berrinche.
En varias ocasiones, policías y militares —siguiendo órdenes del gobierno— han bloqueado carreteras para impedir que lleguemos a reuniones con autoridades en Quito, a casi 300 kilómetros de mi casa.
En febrero de 2024, mi familia y yo sufrimos un atentado. Tiraron un explosivo en la entrada de mi casa. Traía un papel con una frase, pero el fuego lo quemó todo. Querían callarme.
A pesar de los insultos, los bloqueos y la violencia, seguimos siendo fuertes, valientes y estamos decididas a proteger nuestros derechos y los de la naturaleza.
Porque si nosotras no lo hacemos, ¿quién lo hará?
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Llegar a la cumbre del clima, más conocida como la COP30, en Belém, Brasil, es decirle al mundo: no se puede hablar de acción climática mientras la Amazonía sigue ardiendo. Esta es la primera COP Amazónica y eso tiene que significar algo.
No vine a Belém a pedir un favor. Vine a la COP30 exigir que el Estado ecuatoriano cumpla con la sentencia. También vine para recordarles a todos los Estados que respeten los derechos humanos y que cuidar el medioambiente no es un gasto: es la mejor inversión social y cultural que un gobierno puede hacer.
Permitir contaminación y violaciones de derechos no demuestra fortaleza política, demuestra indiferencia.
Al permitir la inacción climática y la contaminación, los líderes mundiales, incluyendo las autoridades ecuatorianas, están acabando con la vida humana y la de miles de especies de plantas y animales.
En la Amazonía hay niñas y jóvenes, tanto mestizas como de nacionalidades indígenas, que normalmente no somos escuchadas en medios, pero tenemos una voz y un fuego más fuerte que el de cualquier pozo petrolero.
Nos hacemos llamar Guerreras por la Amazonía.
Si logramos crear conciencia en todas las personas sobre la importancia de la justicia climática, podremos restaurar la Amazonía. Podremos reforestar, recuperar áreas verdes, permitir que los animales vuelvan a su hábitat y que los ríos vuelvan a estar limpios.
Nadie puede callarnos ni obligarnos a quedarnos calladas ante injusticias. La valentía es una habilidad que construimos con nuestras acciones. Defender nuestros derechos es un escudo de fuerza que estamos creando. Cada persona puede crear el suyo.
Todas somos capaces.
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