Cuidado con el perro
Entre alarmas, siestas y rejas, muchos perros en las terrazas de Quito terminan convertidos en testigos y alarmas de la vida del barrio.
Los quiteños han resguardado sus casas con distintos artilugios domésticos durante generaciones, todos tenemos a la abuelita que deja prendidas las luces en la casa porque cree que los ladrones así sabrán que hay alguien y no saquearán la casa. El tío que sabe a ciencia cierta que la radio en volumen alto es una trampa infalible e intuitiva para que los delincuentes no tengan ni siquiera la tentación de entrar a territorio ajena y está un porcentaje innumerable de quiteños que han optado por el perro citadino que al más mínimo movimiento, las mascotas caninas de todos los barrios, todos los pasados y de todos los destinos, saltan, ladran, mueven la cola, gruñen y se vuelven la primera alarma de casa: cuidado, alguien merodea en la cuadra.
Como Quito es una ciudad que se levanta vertical, está llena de edificios, casas crecederas, balcones diminutos y terrazas improvisadas. Ahí están ellos: en el tercer piso a medio construir, en la escalera que conecta la casa principal con la suite donde vive la tía solterona, la estudiante universitaria que vino de provincia o el profesor extranjero, taciturno y solitario, que sale cada mañana a dar clases de inglés. Son los perros de las terrazas de Quito.
A veces hay letreros de “cuidado con el perro”, pero son advertencias redundantes: ellos mismos se encargan de ladrar el aviso. A veces asustan a transeúntes despistados; otras, advierten de campanas que sapean para los delincuentes que buscan cómo meterse en casa; otras simplemente ladran en conversaciones caninas con los otros perros de las otras terrazas de las otras casas de los tantos barrios del norte y del sur y los otros tantos del este y el oeste.
Perra alarma, perra alerta, perro sistema de seguridad. No sabemos si realmente los perros sean los mejores amigos de los humanos, pero sin duda son sus sirenas naturales. Con su ladrido te cuidan, te avisan que alguien o algo pasa. Cumplen la promesa que nos hicimos hace diez mil años cuando nos domesticamos mutuamente: ellos prometieron dejar de ser lobos y volverse compañeros fieles; nosotros les ofrecimos refugio y comida. Sin ladrárnoslo, nos prometimos amor mutuo.
Pero no todos cumplen ese pacto con la misma intensidad. En las terrazas también hay perros que no ladran, que no vigilan. Algunos duermen todo el día con la panza al sol, indiferentes al mundo, como si la ciudad ya no fuera su responsabilidad. Ese contraste —entre los que alertan y los que sueñan— también dice algo sobre nosotros: a veces buscamos en ellos guardianes y nos salen amigueros de todo el barrio o de cualquier desconocido —incluso vagos; y sin embargo, ahí siguen, presentes.
Y hay algo más difícil de mirar: detrás de esas rejas que los separan del resto del mundo, muchos perros viven una soledad que no eligieron. No ladran por gusto: ladran porque esperan. Muchos han sido abandonados en esas terrazas y convertidos en parte del paisaje urbano, condenados a mirar desde lejos la vida que alguna vez compartieron. Organizaciones de rescate han denunciado cientos de casos de animales que pasan años sin bajar a la calle, sin caminar más allá de ese pequeño rectángulo de cemento.
Organismos oficiales reciben y procesan denuncias por maltrato animal y mala tenencia: abandono, encierro prolongado, falta de alimento o agua se consideran infracciones que pueden sancionarse.
En un informe de observancia del Consejo de Protección de Derechos de Quito se dice que a pesar de que existen políticas para la protección de animales de compañía, “existen formas de maltrato invisibilizadas” justamente por la falta de datos claros.
Desde fuentes ciudadanas también se denuncia que “muchos perritos pasan sus días encerrados y abandonados en terrazas, sin agua, sin sombra y sin cariño”. O sea que, incluso sin estadísticas exactas sobre terrazas, estas se convierten muchas veces en recuadros de abandono para los perros de Quito.
Entonces en la terraza los perros no son solo alarma, amigos del barrio o siesteros de profesión, pueden ser también animales relegados a espacios inhóspitos, en espera de un cuidado.
Quizá por eso el perro que está en la terraza nunca olvida. Porque ladra, porque duerme, porque resiste. Porque, aunque lo hayamos dejado ahí arriba, todavía espera o alerta.