
Cómo se escribe Quito en piedra, hierro y bronce
De cóndores y ciclistas, de guerreros y bañistas: la ciudad se piensa en formas gigantes.
Desde siempre, Quito ha sido una ciudad marcada por sus grandes esculturas. Para los incas, el cerro del Panecillo fue quizá el primer referente monumental de estas tierras. Desde entonces, la capital más hermosa de Sudamérica habla en lenguas de piedra, bronce y hierro.


No solo en sus iglesias coloniales ni en las casas marcadas por el frío, el granizo y los siglos de los siglos, sino también en las esculturas que custodian su espacio público. Rara vez uno se detiene a mirarlas Pero cuando lo hace, descubre que son más que monumentos: son pedazos de memoria, de orgullo o de delirio urbano.

En la entrada oriental, después del túnel Guayasamín, el Cóndor de Shirma Guayasamín abre las alas como si quisiera recuperar el cielo que Quito le ha ido robando con edificios y antenas. No es el cóndor de las estampitas patrias, sino uno que desafía el vértigo del concreto. Se asoma, guardián de los valles, aunque siempre deja pasar.

Unos kilómetros más abajo, en Cumbayá, las Bañistas de Marcia Vásconez Roldán se alzan desnudas y tranquilas en medio del redondel. Parecen no oír el rugido de los autos. Sus cuerpos gigantes, de una inocencia pétrea, devuelven algo que Quito suele olvidar: la intimidad con el agua. Están ahí como un recordatorio de que antes de ser suburbio, esa tierra era quebrada, río, cauce abierto.


En cambio, al salir del túnel de San Juan, es el fuego el que manda. La escultura Sangay, de Francisco Proaño, se levanta como quien silba hierro reciclado. Su silueta es la de un equilibrista que parece sostenerse a duras penas, como la cordura de los conductores que navegan la interminable congestión del sitio.

El aeropuerto viejo tenía su bienvenida: Los Audaces y Amazona, de Milton Barragán Dumet, cuerpos metálicos que le hacían a cada viajero que llegaba a Quito una promesa y le daban una lección: esta ciudad es territorio de mitos y suya es la gloria del descubrimiento del río Amazonas.


Ahora, el aeropuerto nuevo en Tababela luce el espejo del mundo: World Mirror, del coreano Yoo Young-ho. Dos figuras de metal azulado se miran frente a frente, como si viajar no fuera otra cosa que salir a buscar los reflejos propios en el otro extremo del mundo.
En la avenida 10 de Agosto, se levanta El Florón, otra obra de Marcia Vásconez. Adolescentes gigantes sostienen una flor que parece demasiado frágil para tanto cuerpo, como si la ciudad necesitara recordar que incluso en lo desmesurado cabe la delicadeza. En el sur quiteño, el estilo de Vásconez es revelador en la escultura La Ronda que está en el parque de la Villaflora.

Más al oriente, en la intersección de la Ruta Viva y la Simón Bolívar, los pilares tensados con cables de Quito – Ki Toh Sol Recto, de Fernando Rivera Salvador, imitan el movimiento del sol sobre el equinoccio. Allí, el tráfico se vuelve rito solar, un calendario en tensión que recuerda que a este país de identidades imaginarias lo atraviesa esa línea ficticia que le da nombre.

El Ciclista de Maurice Montero, en el redondel de Los Granados, pedalea eternamente. No avanza, pero tiene actitud de quién va a un lado. Es un homenaje a todos los quiteños que subimos y bajamos, que nos esforzamos, sudando en cuestas reales y metafóricas que parecen imposibles pero tras las cuales uno descubre esa otra piel citadina, amorosa, ansiada.

Y en la Plaza Brasília, dos gigantes de hierro —Los Guerreros de Bruno Giorgi— se alzan como réplica de los candangos brasileños. Traerlos a Quito fue decir que también aquí el trabajo y la modernidad eran banderas.

En otro extremo, el Labrador de Luis Mideros Almeida rinde homenaje a la tierra trabajada, al campesino que sostiene y alimenta a la ciudad aunque viva lejos de su centro.

Son apenas unas cuantas de las grandes esculturas urbanas del Quito milenario que siempre ha querido que en sus veredas, parques, redondeles e intersecciones se aposten figuras y metáforas, memorias y retratos, tallados, fundidos, pincelados.