militares en las calles de Quito, en el metro también

Espectros color de oliva

Como nunca antes, soldados y tanquetas han invadido nuestras calles.

Hubo un tiempo en que en las calles de Quito el único soldado que aparecía frecuentemente en sus plazas era un actor que fingía ser una estatua mecánica. Si se le ponía una moneda en la cajita de madera que tenía a sus pies, se movía como un robot. Los niños se maravillaban y los adultos sonreían ligero. Pero ese tiempo ha cambiado porque el Ecuador se ha desfigurado por su adicción a la guerra contra las drogas. Los militares en las calles de la ciudad ahora son severos y circunspectos. 

Sus armas son reales. Sus ademanes, terminantes. Los civiles ya no sonríen al verlos y a los niños, ya lo sabemos, más les vale temerles. 

La militarización de la ciudad, evidente en la Plaza Grande

Por supuesto, muchas veces el Centro de Quito se ha llenado de militares. Las protestas, las marchas, los golpes de Estado, han hecho que los soldados pisen el corazón de la vida civil de este país. Al pie de Carondelet, sede presidencial, se han apostado comandos y comandantes, trucutús y tanquetas. Sobre su techo se han posado helicópteros —a uno de ellos se subió, resbalando, un presidente en fuga. Pero eran momentos extraordinarios. Días de parálisis. Hoy, es parte de una vida cotidiana que tiene menos de vida y más de sobresalto. 

La guerra contra las drogas llegó a Ecuador, por eso hay tantos militares en las calles

Así vivían otros, pensamos durante mucho tiempo. En México era así. En Colombia, también. Allá, de hecho, sigue siendo así. Pero desde que el Ecuador entró en el espiral sin fin del narcotráfico global, los soldados recorren a diario el país, la ciudad, la mente de los ecuatorianos. 

Son espectros color de oliva que ensombrecen el quehacer diario, que alertan de un peligro que subyace, inminente. Llevan fusiles automáticos y visten trajes de camuflaje pixelado. Llevan identidad escondida tras baklavas que apenas revelan ojos de miradas aún adolescentes, determinadas, sigilosas y asustadas.

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Son el síntoma más evidente de la esquizofrenia social que vivimos: verlos nos hace sentir tan cuidados como en peligro. Porque un militar en la calle de su propio país, y no oteando las fronteras y los mares para evitar enemigos externos, es siempre la invitación a una tragedia.

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A que muera un adolescente inocente porque fue confundido con un terrorista. A que desaparezcan pobres niños negros, y sus cadáveres mutilados y calcinados les sean entregados a sus padres la víspera de un año nuevo convertido en lo que Sergio del Molino llamó en su libro La hora violeta “un diccionario de una sola entrada”: “la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que han visto morir a sus hijos” escribió. La idea es tan perversa, que en español no existe esa palabra. El pueblo judío, acostumbrado al dolor del desplazamiento y el pogromo, tiene una: «sh»khol» (שכול), que se traduce como el duelo del padre que pierde a sus hijos. 

Al pie de Carondolet, protestan por los niños desaparecidos producto de la militarización de la sociedad
Un militar, detrás de una valle en el centro histórico de Quito

Esa es la dimensión del peligro de los países que al librar guerras dentro de sus propios límites levantan la mano contra su propia gente, como un Saturno que devora a sus hijos. Cuando un militar sale de misión a las calles de la patria que juró defender, ensombrece la vida civil. La pone entredicho. La quita civilidad, le añade incertidumbre, dolor y, en un punto, lo anestesia: les llaman daño colateral, incidente, error; se preguntan qué hacían ahí a esa hora, qué clase de papás los dejan caminar libres tan tarde, que quizá estaban robando. Los funcionarios estatales, llamados a protegerlos, callan; otros, recurren a la amenaza velada. 

Así ha pasado un año. No sé sabe cuántos más habrá que padecer en este valle andino de lágrimas.

Un militar, asomado en Carondelet
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Diego Lucero, Nicole Moscoso y José María León
Diego es videógrafo y fotógrafo en GK. Nicole es la directora audiovisual de GK, y José María es el CEO y director creativo de GK.