En Dulce, un clásico reciente
La cafetería quiteña se ha vuelto tan popular, que siempre hay una fila de espera en su vereda.
En Dulce es uno de esos lugares que parecen haber existido desde siempre, aunque apenas funciona desde hace once años como negocio y solo desde hace tres como la cafetería que está en la calle Olmedo, en el Centro Histórico de Quito.
La cafetería, de cocinas abiertas, luces tenues y mesas y divisiones de madera caoba, abre a las 7:30 de la mañana de lunes a sábado, y tiene el paso y el ritmo acelerado de los lugares populares. Entra gente, sale gente, piden mesa, ordenan huevos, jugos y cafés, pan para llevar, pan para repetir. Desde esa hora, diligentes, amasan pan en el fondo y sirven desayunos desde el frente del local largo y profundo.
Sucede todo el día, pero el ajetreo es más intenso en las mañanas. “En Dulce se convirtió en un lugar ícono de desayunos”, dice Franklin Utreras, el quiteño de 46 años que fundó la cafetería del Centro Histórico de Quito, afuera de la cual esperan, pacientes, en colas que se apuestan en la vereda de la empinada calle Olmedo quienes se han rendido ante el canto de las benévolas sirenas del pan recién horneado.
Entran familias enteras y policías solitarios. Se sientan en mesas cuadradas y diminutas dos enamorados, a tomarse de las manos, que solo se sueltan para leer la carta. Conversan en otra dos señoras sin apuros. Hay niños inquietos regando migas de pan y aplastando la mantequilla.
Son tantos, que el servicio no descansa. Meseros van y vienen, recorriendo el pasillo central de la cafetería, yendo de la panadería a la cocina, de la caja a las mesas de los comensales.
La cocina, desde donde se despachan las tostadas, los pericos, las ensaladas de fruta y los batidos, está siempre llena de cocineras y ayudantes que prenden fogones, mueven sartenes, repiten comandas. Está marcada por las altas pulsaciones por minuto, como si siempre estuviesen tocando un bebop, improvisado pero más bien feliz.
“Por suerte, siempre llenos, mucha gente”, dice Alexandra Narváez, quien asegura que trabaja desde hace dos años en En Dulce, aunque no quiera decir su edad. “Eso no se pregunta”, reprocha, con una pequeña sonrisa coqueta, y asiente mientras pone unos platos en el fregadero.
Detrás de ella, en la cocina despachan infinitos desayunos. Los utensilios metálicos resuenan cuando golpean contra los mesones de aluminio, aportando al barullo de una cafetería que se mueve y se escucha como el Centro Histórico: acelerado, frenético, feliz.
Catorce personas trabajan en la cafetería que empezó hace once años como un emprendimiento en casa, haciendo chocolates para restaurantes y hoteles, y que luego tuvo su primer espacio en la calle Guayaquil, no muy lejos de donde están ahora. “Era un lugar pequeñito, la mitad de esto, ya nos quedaba chiquito. Entonces, en la pandemia aprovechamos para cambiarnos”, dice Franklin Utreras, mientras cobra en la caja, pone panes en fundas de papel empaque y se fija si, en medio de todo el triquitraque de las mañanas ocupadas de En Dulce, todo está en orden.