Es difícil saber si un lugar común es lo mismo que una obviedad, pero hoy traigo uno: nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Y hemos perdido la luz. Decimos la luz para referirnos cotidianamente a la electricidad. Se fue la luz, llegó la luz. Los profesores de colegio y los ingenieros y los sabiondos de toda ralea saltan y dicen: la energía eléctrica, la electricidad, la luz es otra cosa. Tienen razón. Y tampoco la tienen. La luz es lo que el idioma, maleable, dúctil, líquido, quiera. 

Y en el Ecuador de 2024, la luz que apreciamos los simples mortales escasea. Hay largas, claras, profundas y sobrias explicaciones a la crisis que nos tiene con ocho-once-catorce horas de apagones. Ocho-once-catorce horas sin luz. 

Quizá la penumbra sea un buen momento para pensar en la luz. 

Digamos, primero, de entrada, para que no se esponjen los que sabemos: la electricidad no es lo mismo que la luz.

La energía eléctrica de la que carecemos mientras escribo esto, arrullado por el rumor de un generador y ligeramente drogado por su aroma de diésel quemado, se genera por el movimiento de electrones a través de un conductor, como un cable. A este chorrito de electrones lo llamamos corriente eléctrica.

La luz, en cambio, es una forma de energía electromagnética, que se propaga en forma de ondas o partículas llamadas fotones. Y aunque no es lo mismo que la electricidad, la corriente eléctrica nos permite, muchas veces, generar luz. 

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Cuando pasa a través de un filamento de metal (generalmente, de tungsteno), lo calienta tanto que comienza a brillar: emite luz visible. En este caso, la energía eléctrica se convierte en energía luminosa y calor. 

Sí, ya saben, como dijo el químico francés Antoine Lavoisier en el siglo XVIII y cantó el otorrinolaringólogo uruguayo Jorge Drexler: nada se pierde, todo se transforma. Lavoisier la enunció como la Ley de Conservación de la Materia; Drexler, como un beso que se hizo calor y luego el calor movimiento luego gota de sudor. 

Dicho esto, en nuestra habla cotidiana, hemos convertido a la electricidad en lo que más visiblemente nos da: luz. 

Sin luz no hay semáforos, y sin semáforos la convivencia se descalabra. Pienso en mi mamá de niña, que cuando llegaron los primeros semáforos donde vivía, tiró de la falda de mi abuela y, emocionada, le dijo: “mira, mamá, mamíferos”. 

No sé cómo habrá sido ese pueblo remoto y montañés, donde una compañía minera gringa llevó a mi abuelo para que dirigiese el hospital que instaló para sus directivos rubios y furtivos, pero es probable que la luz, entonces, era más dispensable para poder convivir. Pero desde entonces dependemos cada vez más de la luz. 

Sin luz se arruinan las vacunas y los sueros antiofídicos porque sin luz no hay refrigeradora que los salven del calor de la Amazonía o del sopor de la Costa del Ecuador. 

No sé si alguna vez Greta Thunberg ha pensado en eso, mientras sonríe, cargada por policías alemanes en sus protestas ambientales. Supongo que no, porque en Suecia nunca se va la luz, y no hay que preguntarse, entre sombras, cómo se vive sin energía, y supongo también que hace décadas que en Suecia no se dañan las vacunas y los sueros que salvan vidas. 

Sin luz tampoco hay café de la mañana, salvo que uno tenga la buena tradición familiar de guardar una chuspa (chucho, le dicen en Loja), pero si la cocina de casa funciona con electricidad, pues el café en el tarro de café no es más que un objeto decorativo, un mero recurso duchampiano, y si el café es en grano, a menos que uno haya rescatado —o robado— el molino de mano de la casa de los abuelos, pues quizá las pepas sirvan para contar los puntos del telefunken que uno juega para pasar el apagón. 

Sin luz nos sentimos desamparados, desconectados, inútiles, discriminados por aquellos cuyos generadores alcanzan para prender todos sus televisores, parlantes y enchufar todos los celulares tablets y computadoras. 

Sin luz, recordamos que el mundo es más complicado de lo que imaginamos, porque es fácil tomar posturas radicales sin entender cuán importante es la electricidad para salir de la pobreza y para mantener estándares mínimos de vida. 

En ese sentido, la luz es una paradoja. En el sentido físico, también. La luz genuina, la que es energía electromagnética (y tiene un cachito visible), es partícula y onda. A Newton le habría volado la peluca: el defendía que la luz era pequeñas partículas llamadas corpúsculos. Louis de Broglie y Niels Bohr pusieron las cosas en orden. Solo pasaron cuatro siglos entre el hombre al que le cayó la manzana en la cabeza y ellos. 

La luz, además, es metáfora,  y, a ratos, es como el agua, escribió García Márquez. Sin luz no hay fotografía, y sin fotografía la memoria palidece, y sin memoria no hay gratitud, y sin gratitud languidece también el amor. Y solo por la luz, nos explicó Lisandro Aristimuño, hay cómo seguir la sombra de quien amas. 

A esta hora, dejo de pensar en la luz porque ha vuelto la luz: acaban de empezar a sonar todas las alarmas de todos los edificios y todos los pitos de todos los electrodomésticos entonan una disfonía tocada en clave de midi, como si despertasen de un sueño o del embrujo de la sequía, la indiferencia y la inoperancia atávica. 

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José María León Cabrera
(Ecuador, 1982) Editor fundador de GK. Su trabajo aparece en el New York Times, Etiqueta Negra, Etiqueta Verde, SoHo Colombia y Ecuador, entre otros. Es productor ejecutivo y director de contenidos de La Foca.
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