La primera vez que entré a trabajar a un colegio como profesora tenía 20 años. Sentí que mis colegas tenían un aire de felicidad y entusiasmo que me pareció excesivo. Noté que esa actitud cambiaba cuando entraban al salón. Ahí ya no eran tan felices ni efusivos. En esa época, mis nervios eran la medida con la que evaluaba el mundo, por eso no le di demasiada importancia a un ambiente con esa doble cara.
Pero cuando empecé a entrar a las clases no como suplente sino como docente principal, noté que yo también repetía esta doble postura. Mis nervios aumentaban cuando me daba cuenta que los contenidos que había preparado con tanto esmero no les interesaba a mis estudiantes adolescentes. Empecé a sentirme más insegura. ¿Cómo podía captar su atención? ¿Cómo despertar un interés que fuera más allá de una “obligación” de hacer silencio y atender a mis instrucciones?
La respuesta que encontré afuera, de mis colegas más experimentados, fue unánime: “tienes que ser firme, llegar con autoridad desde el primer día. Imponerte”. ¿No hay que conectar con ellos?, les pregunté. “¡Ni hablar! ¿Qué es eso?”. Lo que importaba era impartir un contenido, el de mi asignatura, evaluar, entregar calificaciones y evitar problemas con los padres de familia.
La idea del aula de clases como un lugar donde se “imparte conocimiento”, sin considerar las reacciones que tengan los estudiantes no es nueva. Durante años, el principio de la educación fue preservar las tradiciones y los conocimientos familiares, sin que los sentimientos y opiniones de los niños importaran. Luego, con la Revolución Industrial, al margen de la idea de perpetuar el legado familiar, la educación tuvo como propósito generalizado mantener ocupados a los hijos de los trabajadores, por un lado. Por otro, las escuelas se enfocaron en formar estudiantes que pudieran luego ser trabajadores con habilidades técnicas para enfrentar la creciente industria de la época.
A lo largo de la historia de la educación, en los últimos dos siglos, las motivaciones han sido distintas, pero casi todo el tiempo se han alejado de tomar en cuenta los intereses de los estudiantes.
Mi frustración por no conseguir la atención de los estudiantes fue incrementando durante todo ese año. Yo estudié Literatura, estaba apasionada por los textos que había explorado en la universidad. Quería, con ansias, apasionar a mis estudiantes de la misma manera en que yo lo había sido. Estructuré mis clases como lo habían hecho mis profesores universitarios. Asigné lecturas de capítulos y preparé disertaciones filosóficas, con bases teóricas de distintas escuelas de análisis literario.
¿El resultado? Aburrimiento, apatía e incomprensión. ¿Mi respuesta? Fastidio, decepción y una explicación que me hacía sentido: esta generación de jóvenes estaba perdida.
Los chicos no leían el material que yo enviaba, no leían las obras sugeridas, llegaban al salón con el último chisme de la fiesta, y me miraban como si les hablara en otro idioma, cuando lo único que yo quería era tratar los temas de mi asignatura.
Hoy, 14 años después de esa primera clase, me acuerdo de las estrategias que apliqué en mis clases de profesora primeriza, y veo mi error. Mi enfoque fue modelado por mis docentes universitarios y se centraba en darle preferencia a la teoría (el contenido) y hacer a un lado la práctica (la aplicación de ese contenido a sus vidas). ¿Importaba la voz de los estudiantes en el diseño de las clases? No. ¿Era necesario tomar en cuenta sus preferencias, al momento de escoger un texto literario a leer? Tampoco. ¿Se hacía algún tipo de estrategia persuasiva de venta para entusiasmar al estudiante con el texto literario asignado? En absoluto. Se trataba de obras clásicas y eso debía bastar para que el estudiante quisiera leerlas.
El problema de la teoría, en la práctica educativa, es que parte de creencias que no responden más a nuestra época. Una de estas es que el profesor es el poseedor del saber. Otra, es que el estudiante está obligado a respetar y a atender las instrucciones del docente.
Sobre la primera, la irrupción de las bibliotecas públicas, enciclopedias digitales y, posteriormente, el Internet, ha desplazado por completo al profesor de ese rol. Sobre la segunda, el “respeto ciego” que se cultivó en épocas de miedo y represión como herramienta educativa (siglos XVIII, XIX y parte del XX) ya no tiene sentido en un mundo donde el respeto por la dignidad del individuo es el principal valor social predicado por buena parte de la sociedad occidental.
Cuando terminé mi primer año de docencia había aprendido muchísimo. Entendí que las estrategias educativas que me enseñaron en la universidad no respondían a las necesidades de mis estudiantes. Empecé mi segundo año acercándome a ellos, incluyéndolos en la planificación de mis clases, en la selección de los contenidos. Me di cuenta que cultivar buenas relaciones con ellos era necesario.
Sí, la conexión importa, y mucho. Establecer relaciones entre el contexto del estudiante, sus conocimientos previos y el contenido de la asignatura es vital. La neurociencia y la neurodidáctica me dieron la razón.
Siete años después de haber empezado mi práctica docente oficial, empecé a estudiar una maestría en Educación. Cursé una formación en lingüística aplicada a la enseñanza de lenguas extranjeras; español, en mi caso. De nuevo, encontré mucha teoría desconectada de la práctica. De nuevo, el profesor era formado como el poseedor del saber. La referencia a las conexiones con los aprendices no pasaba de ser anecdótica en el transcurso de los dos años de formación docente.
Gracias a esa experiencia comprendí que es muy difícil que los profesores apliquen algo que ellos mismos no han recibido.
La consecuencia de que la formación docente siga favoreciendo la teoría por encima de las relaciones interpersonales continúa: el sistema educativo no responde a las necesidades del siglo XXI. La desmotivación de los estudiantes cada año incrementa. Los docentes renuncian, se sienten decepcionados de lo que hacen y cambian de área laboral. Como resultado de todo esto, el mundo es cada vez más caótico, los jóvenes no tienen esperanzas en el futuro, es más fácil sucumbir a los excesos y a la velocidad de los estímulos a los que estamos expuestos, que pensar, y ello tiene repercusiones psicológicas, económicas, políticas.
Estamos formando una sociedad de gente ansiosa, deprimida, pesimista y profundamente insatisfecha con su vida. Ya el sistema lo ha venido haciendo por décadas, las estadísticas lo muestran.
La formación docente puede verse beneficiada de un cambio en el enfoque excesivamente teórico para centrarse en la importancia, y la manera, de cultivar relaciones sanas con los alumnos. Muchos piensan que relacionarse con otras personas no requiere de ningún tipo de instrucción: lo hacemos de manera natural. Esto no significa que lo hacemos bien, ni que de las relaciones interpersonales siempre salimos enriquecidos.
El ámbito educativo es, fundamentalmente, un espacio de vinculación entre personas. Es el segundo lugar donde los niños y adolescentes aprenden a relacionarse consigo mismos y con otras personas. De una sana relación consigo mismos y con los demás depende en mayor medida la capacidad que tienen las personas de aprender contenido valioso y aplicarlo en sus vidas.
La renovación de la formación docente, no obstante, presenta muchos desafíos. Desde el diseño de la carrera universitaria que forma profesores, pasando por repensar la figura del docente universitario, y terminando con un seguimiento activo al docente primerizo, al recién graduado.
Pero estas medidas son incompletas si no se trabaja con la cultura de la escuela, que es, en esencia, la que promueve de manera activa una separación entre la teoría y la práctica. Fue en los distintos colegios por los que pasé donde vi con claridad los signos que explican el tipo de sociedad fragmentada que tenemos. De ahí que sea tan apremiante y necesario que el trabajo del desaprendizaje comience en esos espacios.
Cuando pensamos en cambios radicales, casi siempre concebimos grandes acciones y pasos que dar. Con frecuencia, los pequeños pasos, los que pasan desapercibidos, son los más radicales cuando se sostienen en el tiempo. Incluir la opinión de mis estudiantes en el diseño de mis clases generó una transformación significativa en la clase.
Necesitamos cambios radicales que se formen por pasos pequeños que se sostengan en el tiempo. Estos pueden conseguirse más efectivamente cambiando la formación y preparación de quienes enseñan a otros seres humanos. Seres que representan el presente y el futuro.
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