De repente, los tuiteros somos expertos en la conflictiva historia de cómo se establecieron los estados-naciones en el medio oriente después de la caída del imperio Otomano. Defendemos nuestra posición como si habláramos de una injusticia contra nosotros. Entre amigos se pelean. Incluso, personas de alto perfíl sufren consecuencias profesionales por publicaciones a veces inocentes y a veces mal pensadas. 

La oscura sombra del antisemitismo es omnipresente. Gente comúnmente moderada defiende actos de terrorismo, masacres y castigo colectivo. Los guerreros rebeldes, de manera voluntaria, participan en la batalla cibernética: comparten fotos y videos, algunos falsos y algunos reales, que demuestran la falta de humanidad de “los malos” con el fin de convertir más simpatizantes a su lado de la batalla. 

Cada red es un campo de guerra: Palestina va ganando en X (antes Twitter); Israel va ganando en LinkedIn. En medio de este fervor global que supera todo incluyendo otros conflictos armados como Ucrania, Yemen y Siria, ¿por qué nos cuesta tanto hablar racionalmente de un conflicto que va más de un siglo?  

La razón sencilla es que en el conflicto entre Israel y Palestina no vemos lo que sucede, vemos lo que queremos ver. Es decir, analizamos el conflicto no buscando verdades o contemplando preguntas filosóficas, abiertos a cambiar de opinión basada en nueva evidencia, sino buscando reafirmación de nuestras creencias. 

La bandera que llevamos tiene poco que ver con el resultado de haber estudiado y profundizado sobre la Historia de una región lejana. Más bien, es un símbolo con el que le decimos al mundo que pertenecemos a una comunidad ideológica moralmente superior. En el proceso de expresar nuestra solidaridad, le hacemos daño tanto a los palestinos como a los israelíes, ayudando prolongar el conflicto. 

Por ejemplo, para muchos, la guerra entre las fuerzas armadas israelíes y el grupo terrorista Hamás es una batalla entre un colonizador bien financiado y los colonizados buscando liberarse. Los oprimidos, sin acceso a un ejército moderno, tienen que usar las herramientas que sean para luchar, y por ende cualquier medida que tomen es justificada. 

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Según esta perspectiva, Hamás, el grupo liderando la resistencia palestina, simplemente replica las tácticas de guerilleros históricos como Nelson Mandela en su lucha contra la segregación racial en Sudáfrica. Mandela y sus coidearios también fueron etiquetados como terroristas hasta eventualmente ser celebrados y venerados como libertadores. Para algunos, Hamás representa el Congreso Nacional Africano (CNA) de Mandela. 

El problema con analizar el conflicto desde esa perspectiva es que niega a los dos países el derecho de tener su propia historia. Comparar a los israelíes con colonizadores europeos en Sudáfrica niega la verdad de que hay judíos que habitan en la zona desde tiempos bíblicos. No consideran que la migración forzada hacia la región empezó en el siglo XIX. 

Mandela y el CNA tenían un objetivo claro: un solo estado plurinacional. Mandela y varios de sus adversarios refundaron Sudáfrica a través de nuevos símbolos y reconciliación, y sus cambios han durado. Hamás, en cambio, en sus propias palabras habla de destruir el estado de Israel y eliminar a los judíos. Es decir, Hamás busca el genocidio como política pública y objetivo principal, algo evidenciado el 7 de octubre de 2023 en la terrorífica masacre y secuestro masivo de civiles, incluyendo niños, que ahora representa el peor ataque terrorista en la historia de Israel. 

Hamás no busca sentarse con Israel a negociar la paz. Tampoco es una fuerza guerrillera lanzando piedras contra tanques. Hamás y sus grupos afines reciben más de 100 millones de dólares anuales por parte de la República Islámica de Irán. 

Las mismas ONG que denuncian las tácticas de guerra del ejército israelí, denuncian a Hamás por usar escudos humanos. Hamás usa la vida de su propia gente para disuadir ataques de Israel. Hasta ha publicado con orgullo cómo excavan sistemas de agua potable donados por la Unión Europea para convertirlos en misiles. Sin haber tenido la oportunidad de votar en favor o en contra de Hamás desde 2006, no podemos saber si los ciudadanos de la Franja de Gaza están de acuerdo con la administración de la zona. Si están de acuerdo en cómo han abordado el conflicto. O están de acuerdo con el alto costo humano de la estrategia. 

La voz de los habitantes de Gaza no figura en el conflicto, pero sus vidas sí.

Decir, entonces, que Palestina es Sudáfrica y Hamás es el CNA representa, en el mejor de los casos, pereza intelectual. Y en el peor, una colonización intelectual, u orientalismo, como decía el académico palestino Edward Said. Esta propuesta les niega a los involucrados el derecho de tener su propia historia de su propio conflicto y los obliga a encajarla en nuestro armazón teórico. Esto también simplifica algo profundamente complejo: la idea de que la única manera de ser propalestina —es decir querer que tengan paz, soberanía territorial y gobernación propia— es ser antihamás, algo difícil de escribir en una pancarta y convertir en una canción de protesta. 

Si Hamás es tan mala, ¿significa que Israel tiene razón en todo? No. 

Israel ha sido acusado de cometer crímenes de guerra por utilizar prácticas de castigo colectivo contra la población civil palestina, y llevarlos al umbral de una crisis humanitaria. Israel tal vez se defiende al decir que Hamás no sigue las convenciones de Ginebra, mientras que ellos, como Estado democrático, tienen instituciones independientes y laicas. 

Los judíos no pueden vivir entre palestinos, dicen, pero casi el 20% de la población viviendo en Israel son musulmanes, con los mismos derechos que la población judía. Un hecho que también complica la comparación con Sudáfrica. Justamente por ser un Estado democrático en una región de dictaduras, Israel debe conformarse con la ley internacional y reafirmar el Estado de derecho. 

En una región de dictaduras, el cinismo abunda. 

En esta ecuación también está la política israelí: el primer ministro Benjamin Netanyahu es un político oportunista enfocado en cómo enquistarse en el poder. Buscado por la justicia israelí por corrupción antes de la guerra actual, Netanyahu intentaba limitar el alcance de la Corte Suprema para consolidar el poder absoluto. En el proceso de mantenerse en el poder, se ha alineado con partidos extremistas de derecha, incluyendo los que impulsan la expansión del territorio israelí en Cisjordania, territorio considerado palestino. 

En 2019, en una reunión de su partido, habló de facilitar el trabajo de Hamás porque mantenía dividido el liderazgo palestino. Sin un liderazgo claro, argumentaba Netanyahu, los palestinos no podían exigir un Estado propio. 

Aquí sería fácil caer en un argumento de equivalencia, como se refleja en argumentos en redes sociales. Si ambos tienen gobiernos cínicos, ¿los gobiernos de Israel y Palestina son los mismos? No. 

Los israelíes pueden cambiar de gobierno con poco esfuerzo, y probablemente lo van a hacer; los palestinos no pueden. Los israelíes pueden debatir el conflicto y cambiar de rumbo; los palestinos no pueden. 

En otro error de equivalencia, algunos preguntan si las muertes en el conflicto son desproporcionadamente de palestinos. ¿Se justifica el terrorismo de Hamás y por ende la muerte de civiles israelíes? Otra vez, no. De hecho, cualquier argumento que intenta minimizar la muerte de civiles por ambos lados nos debería llamar la atención por deshumanizar. 

Como papá, no ofrecería la vida de mis hijos para la agenda política de nadie. Me rompe el corazón ver el dolor de padres de ambos lados cuyos hijos fueron masacrados por Hamás o fueron víctimas de misiles israelíes. 

El trauma guía acciones por ambos lados y se convierte en odio, pero no nos acerca a la paz, más bien nos aleja. 

El ataque terrorista contra Israel siempre iba a provocar una respuesta. El objetivo israelí de erradicar a Hamás podría tener el efecto contrario: por más que eliminen la cúpula de poder del grupo terrorista, el dolor eterno de los palestinos endurecerá el odio, y el dinero de Irán seguirá llegando para fomentar el conflicto. 

Entonces, ¿cómo llegamos a la paz, cuando no está en el interés de Hamás ni, aparentemente, del gobierno actual de Israel? 

Algunos empiezan esta discusión por cuestionar el derecho de existir de Israel, un argumento que rápidamente cae en el antisemitismo. Desde 1947 Israel cuenta con el respaldo de las Naciones Unidas para existir: debe tener seguridad y fronteras fijas. Otros piensan que Israel simplemente debe unilateralmente desocupar los territorios palestinos y todo se resuelve. 

Israel quiere garantizar la seguridad de sus ciudadanos, y los objetivos declarados de Hamás no dejarán que Israel viva en paz. Hamás tampoco va a bajar las armas mientras reciba recursos millonarios de afuera para mantener vivo el conflicto para el beneficio de las dictaduras de la región. 

Otros piensan que Estados Unidos podría obligar a Israel a que se sienten en una mesa de negociación, pero se equivocan. Por un lado, Estados Unidos ya no tiene la influencia que tenía antes sobre los políticos israelíes. Por otro lado, ¿con quién va a negociar el gobierno de Israel? Es la pregunta clave que pocos quieren confrontar.

La otra complejidad de éste y otros conflictos políticos es la realidad de que quienes hablan mucho de un problema, no necesariamente quieren resolverlo porque su poder político se deriva de perpetuar el problema. 

Si la región quisiera paz, los gobiernos de los países vecinos podrían ofrecer reconocer el Estado israelí y desfinanciar a Hamás a cambio de una negociación para un estado independiente palestino. El problema es que la mayoría de los gobiernos vecinos son dictaduras que se benefician mucho de fomentar el odio hacia Israel y los judíos porque el conflicto ofrece distracción de sus problemas nacionales. 

Poco antes del reciente acto terrorista, Arabia Saudita se acercaba a reconocer a Israel. Hay quienes creen que Hamás escogió este momento justamente para evitar ese reconocimiento. 

No tenemos un camino claro hacia la paz, pero sí tenemos un camino hacia la escalada del conflicto a nivel regional o tal vez mundial. Hezbolá, otro grupo militante islamista financiado por Irán que opera en Líbano, ha aumentado sus ataques contra Israel. China y Rusia apoyan a Hamás, mientras Estados Unidos está firmemente en el campo de Israel. Estados Unidos ya ha bombardeado blancos iraníes ubicados en Siria. No se sabe si Israel e Irán han logrado desarrollar bombas nucleares, pero es una posibilidad real. 

En cada casa hay un cajón de cables entretejidos. El conflicto entre Israel y Palestina es así: cualquier persona que dice que puede ver dónde inicia y dónde termina un cable sin reconocer los nudos, se miente a sí mismo y también al mundo. 

Nos cuesta hablar del conflicto porque no lo vemos por sus propios méritos. Vemos una oportunidad de expresar nuestra pertenencia a una comunidad ideológica: o estamos con los demócratas en el mar de tiranos perseguidos durante siglos, o estamos con los oprimidos y desplazados víctimas del poder hegemónico occidental. 

La ideología simplifica el mundo y lo divide entre buenos y malos, pero es limitante. Analizar el mundo desde la perspectiva de una rigidez ideológica es como cerrar un ojo e insistir en la superioridad de nuestra visión. 

En el conflicto real entre Israel y Palestina, los agresores son víctimas y las víctimas también son agresores. Alcanzar la paz no necesariamente es una prioridad para el liderazgo de ambos lados. Con los ojos abiertos vemos una historia compleja, cinismo por doquier, trauma intergeneracional, dolor real y constante, y los irreconciliables deseos de venganza y de paz. 

Si realmente queremos apoyar a las víctimas de ambos lados, deberíamos dejar de ver lo que queremos ver, y comenzar a honrarlas empezando por entender sus propias historias, y no usarlas para contar las nuestras. 

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Matthew Carpenter-Arévalo
(Canadá, 1981) Ecuatoriano-canadiense. Escribe sobre tecnología, política, cultura y urbanismo.
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