Un amigo argentino suele decir que su vida es matar tiempo entre mundiales, y aunque suena exagerado, las copas del mundo representan,  para muchos, la manera en que marcamos el tiempo. Son una suerte de piedra angular para organizar las memorias. 

A nivel global, el mundial crea historia. Sin la destrucción que conllevan las guerras y sin las víctimas de un catástrofe natural (aunque debemos reconocer que éste mundial produjo alrededor de 6500 muertos dado las circunstancias excepcionales de su organización), el torneo genera momentos históricos que perduran en la memoria colectiva. 

Puede ser Maradona marcando un gol con su mano contra Inglaterra en 1986, el Maracanazo de 1950, cuando Uruguay sorprendió a Brasil y al mundo con un triunfo en el estadio histórico del país vecino, o ese gol de Robin Van Persie en 2014 cuando, por un momento, vuela en el aire, el mundial interrumpe la banalidad de nuestra existencia y crea sus propias historias. 

Aquellas historias del pasado alimentan las historias de hoy, como novelas que nunca terminan y siguen produciendo nuevos capítulos. No puede haber un partido entre Brasil y Uruguay sin que se reviva la memoria de un partido que sucedió hace 73 años. 

Muchas personas, por ejemplo, querrían una final Argentina versus Inglaterra. Los ingleses quieren venganza por la injusticia del gol que no era de Maradona, y los argentinos buscan la venganza siempre por lo que consideran la injusta invasión y apropiación de las islas Malvinas. Los demás, queremos cobijarnos en el drama. 

Marruecos, país que ganó el campeonato no oficial del corazón de la hinchada mundial en Catar, pudo vencer a su vecino, España, con quién mantiene una relación incómoda desde 711. Luego, para demostrar al mundo que su victoria contra España no fue suerte, Marruecos derrotó al primo ibérico de España, Portugal, probablemente poniendo el punto final en la larga y exitosa carrera de Cristiano Ronaldo, uno de los mejores jugadores del deporte. 

En ese sentido, cada partido es más que un partido, es un evento histórico, una historia, y en las semillas de esas narrativas encontramos la diferencia entre los seres humanos y los chimpancés, según el historiador Yuval Noah Hararai. “Cualquier gran colaboración humana, sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad anciana o tribu arcaica tiene sus raíces en los mitos comunes que existen solamente en la imaginación colectiva”, escribió Harari en su libro Sapiens

El patriotismo ha pasado de moda, pero el mundial logra desempolvar las cuerdas que conectan nuestras actuales identidades complejas con los modelos simplistas de identidad de ayer. El patriotismo como modelo de identidad está basada en la supremacía y la uniformidad de la colectividad que pretende representar, algo siempre ficticio, y existe como recordatorio de las diferencias que mantenemos con otras naciones, aquellas naciones formadas necesariamente por seres inferiores, según la teoría del patriotismo. 

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El patriotismo era sostenido por el monopolio mediático que mantenían nuestros gobernantes y élites. Eventualmente, falló. Ahora, a través de redes sociales, es muy fácil compartir con personas de diferentes países, lenguas, religiones y gustos hasta dar con las comunidades en las que mejor encajamos. 

Hoy, el patriotismo simplemente no es suficientemente inclusivo para captar nuestra complejidad en un mundo en que el individualismo ha triunfado sobre el colectivismo. Sin embargo, el poder del patriotismo no ha desaparecido por completo. 

Si no te produjo una lágrima escuchar el himno nacional de Ecuador tocado frente al mundo entero durante el partido inaugural, te debería provocar una lágrima ver la reacción de Angelo Preciado, cuando suenan las primeras notas y tiene que tomar un momento para respirar y darse cuenta dónde ha llegado en la vida desde sus orígenes humildes de Shushufindi, o el entusiasmo con que el arquero Hernán Galíndez, ecuatoriano nacionalizado (como yo), canta su himno adoptivo. Podemos coexistir en muchas comunidades, pero no dejamos de sentir algo cuando es nuestra bandera frente al mundo. 

Por más que el estado-nación sea el sistema organizativo principal de la copa mundial, hay otra vena de historias que encontramos y que nos permite empezar a cuestionar la integridad del modelo estado-nación. Por ejemplo, Suiza no debería tener mucha rivalidad con nadie siendo un país históricamente neutral en todo conflicto mundial, pero sus partidos contra Serbia son siempre interesantes. 

Muchos jugadores suizos, incluyendo sus estrellas Granit Xhaka y Xherdan Shaqiri, son suizos porque la desaparición de Yugoslavia y las subsiguientes guerras obligaron a sus familias a emigrar. 

Shaqiri nació en lo que la mayoría del mundo reconoce como Kosovo, menos el gobierno de Serbia, que aún reclama a la nación como parte de su territorio. Los jugadores suizos siempre encuentran una marcha de aceleración adicional cuando toca jugar contra Serbia. El líder espiritual del equipo canadiense llegó al país norteño como refugiado de una guerra en África. Gracias al hecho de que Canadá tuvo sus puertas abiertas, años después aquel refugiado marcó el primer gol de la nación en una copa mundial. 

La mencionada selección de Marruecos representa el equipo con más jugadores nacidos fuera de su territorio, con solo 12 de sus 26 miembros nacidos en el país del norte de África. Achraf Hakimi nació y se crió en Madrid y logró meter el penal que le dio la victoria contra España. 

Muchos de sus compañeros de selección, nacieron en Francia —incluyendo su director técnico—, y se graduaron de sus prestigiosas escuelas de fútbol. Cuando se dio el partido entre Francia y Marruecos, hubo mucha mención de la historia colonial entre ambas naciones. En la cancha, los jugadores se abrazaron al final del partido, pues son amigos de la juventud y compañeros de trabajo. 

Aunque la capacidad de crear y descubrir historias nos intriga, propongo otra razón de nuestra inversión emocional en el balompié: el fútbol representa nuestra mejor manifestación de una meritocracia mundial. 

Obviamente, no es una meritocracia perfecta, comenzando por el hecho de que este artículo abarca el fútbol masculino y deja fuera a la mitad de la población humana. 

No obstante, aquí mi argumento: el objetivo de una nación es ofrecer una cierta igualdad a los seres humanos. En las democracias, cada persona representa un solo voto, y eso hace que, en las urnas, nuestros votos valgan lo mismo. Luego frente a la justicia deberíamos ser iguales: no importa que seas una persona con o sin recursos, si estás con la verdad, la justicia debería exonerar o castigar en las medidas proporcionales. Luego hay servicios públicos como la educación y la salud. Ambos existen para tratar de crear las condiciones de éxito de cualquier para impulsar su bienestar o su educación. 

Voy a parar aquí para reconocer lo obvio: la promesa del estado-nación no se cumple en países como Ecuador. 

La democracia ha sido tomada por los más corruptos de nuestra sociedad, obligándonos muchas veces, a escoger entre varias malas opciones. La justicia ha sido y es corrompida constantemente, desde el billete que se pasa a un policía de tránsito para evitar una multa, hasta los pagos a jueces y fiscales para hacer desaparecer casos e investigaciones. 

La salud pública y educación pública existen, pero para muchos el medidor de éxito en la vida es dejar de depender de aquellos sistemas. No creo que sea controversial decir que la promesa del estado-nación falla. Balzac decía “detrás de cada gran fortuna hay una gran crimen” y es difícil argumentar que no aplica esa lógica al Ecuador. Las personas pobres pueden, a veces, mejorar sus estándares de vida, pero uno de los pocos caminos legítimos desde la pobreza extrema a la riqueza extrema es, desafortunadamente, el fútbol.  

Si el mundo hoy se marea observando la creatividad física expresada por un barbudo rosarino, es porque Lionel Messi es el mejor jugador del mundo. No hay cantidad de dinero que alguien podría pagar para tomar su lugar. 

Nuestra selección no es excepción: un buen jugador producto de una dinastía oligárquica ecuatoriana muy entretejida con la clase política no pudo encontrar un lugar en la selección, a pesar de su mérito. 

En su lugar, fueron una mayoría de jugadores afrodescendientes, oriundos, en muchos casos, de las partes más pobres y olvidadas del Ecuador, pero que, gracias a su esfuerzo, dedicación, y talento, logran lucir. Aquella noción romántica que aún no logramos cumplir en otros ámbitos de la vida sí se cumple en el fútbol. Si tu talento es innegable, la oportunidad también lo es. 

No quiero decir que no haya elementos corruptos en el fútbol. El hecho de que se dé una copa mundial en noviembre y diciembre en Catar, país que de ninguna manera cumple con los requisitos para tenerlo, es demostración de que la corrupción está viva y abundante en el fútbol. 

El caso de Byron Castillo, que casi nos quita el puesto de ir al mundial, también nos recuerda que no es una excepción, pues ya hemos visto casos similares con el arquero Dida Domínguez y Gonzalo Chila / Ángel Cheme. El fútbol es vehículo para lavado de dinero, coimas, y hasta favores políticos, y la FIFA, cuerpo organizativo del fútbol mundial, parece ser una cuna de la corrupción

La corrupción de la FIFA tiene más que ver con quién se beneficia económicamente del negocio del fútbol, más que quién juegue en la cancha. Otra vez, no quiero decir que no hay excepciones: sabemos que puede haber elementos corruptos en la selección de jugadores para el mundial. 

El valor del contrato de los jugadores que terminan siendo seleccionados puede aumentarse mucho por presenciar una mundial, y por ende las acusaciones de la mano negra entremetida en la convocatoria siempre están presentes. No obstante, insisto en que la manifestación más cercana que tenemos a una meritocracia es el fútbol, y la copa mundial que sucede cada 4 años nos da una oportunidad para celebrar la idea que el talento manda sobre el dinero. 

Qué lindo que es, durante unas pocas semanas, vivir en ese Ecuador que nutre su talento desde joven sin importar su origen, apellido, o recursos. Qué lindo es ver que, en una meritocracia, no lideran la nación los habitantes de Quito ni de Guayaquil, sino Esmeraldas e Ibarra. 

Qué lindo es poder ver evidencia de que el esfuerzo si puede resultar en una compensación justa, e incluso aquellas personas que viven del deporte pueden sudar, sangrar, y llorar por los resultados de partidos que son inconsecuentes para su bienestar económico. Lo hacen por nosotros. 

Y qué lindo que es que, en el escenario más grande del mundo, la cara que damos al mundo son personas que llegaron al puesto por su mérito. 

Qué lindas son las historias de fútbol. 

Qué lindo vivir en ese mito, que cualquier cosa sea posible. En fin, nos encanta el fútbol porque nos permite vivir en un Ecuador y un mundo justo. 

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Matthew Carpenter-Arévalo
(Canadá, 1981) Ecuatoriano-canadiense. Escribe sobre tecnología, política, cultura y urbanismo.
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