Phoebe Plummer tiene 21 años y Anna Holland, 20. Entraron la mañana del viernes 14 de octubre de 2022 a la National Gallery con una idea clara. En el cuarto 43 de la galería abrieron sus abrigos, sacaron una lata de tomate Heinz y lanzaron su contenido sobre una pintura de Vincent Van Gogh. La obra es una de las cinco piezas que pertenece al segundo set de la serie Los girasoles, que el atormentado artista pintó en 1888. 

Luego de la sopa y mostrando una camiseta en la que se lee el nombre de la ONG a la que pertenecen, Just Stop Oil, sacaron un tubo de pegamento  y se lo pusieron en una de sus manos. Una y dos, pegadas en la pared debajo del cuadro. Así, empezaron a lanzar varias preguntas a viva voz, como manifiesto de esta acción de protesta que, desde luego, tuvo mucho de performance:

«¿Qué vale más, el arte o la vida?» 

«¿Vale más que la comida? ¿Más que la justicia? ¿Te preocupa más la protección de un cuadro o la protección de nuestro planeta y de las personas?

«La crisis del costo de la vida forma parte de la crisis del petróleo, el combustible es inasequible para millones de familias que pasan frío y hambre. No pueden permitirse ni siquiera calentar una lata de sopa».

La policía llegó con rapidez. Detuvo a las activistas, que enfrentan cargos criminales junto a otras 26 personas que han realizado intervenciones similares en diversos puntos de Londres a lo largo de octubre de 2022, como parte de una acción coordinada de Just Stop Oil.  

El cuadro no sufrió daño alguno —había un vidrio protegiendo al óleo sobre tela— y solo hubo que reparar una parte minúscula del marco. La obra salió de exhibición por poco tiempo y ahora está de vuelta.

¿Qué es lo que queda de esta acción? Para muchas voces se trató solo de un gesto reducido, una explosión mayoritaria de gente que ha comentado el absurdo de “dañar” una obra de arte para denunciar al negocio de la explotación petrolera. 

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Algunas personas hablan de lo ridículo que ha quedado el activismo y cómo un objeto, que es patrimonio de la humanidad, no debería ser amenazado por estas acciones, que lo que hacen es desnaturalizar las razones detrás de la protesta.

En reglas generales, no hay que meterse con el arte.

Bajo esa perspectiva, se puede protestar por lo que se quiera, pero no con el arte. Hay una línea trazada que no se puede cruzar. Porque hacerlo es cometer una estupidez. Porque no tiene sentido que un objeto que le ha dado belleza o tensión al mundo sea “violentado” de esa manera.

Para muchos otros, una obra de arte, un cuadro de Van Gogh no tiene la culpa, no ha hecho nada.

Desde esas miradas y criterios, la protesta tiene que ser buena. Puede y debe existir, pero acorde a ciertos límites que quizás no sepamos que existen en nosotros, pero están ahí, a la espera del acontecimiento preciso para aparecer. En el fondo están las formas y “esas no son las formas”. No con Van Gogh, no con un cuadro indefenso, no con ese patrimonio.

Porque así como hay gente que reniega y rechaza cuando se pintan paredes, se revientan vidrios o se destruyen esculturas en medio de protestas sociales, cuando se trata de obras de arte en museos, la situación no cambia.

Pero, ¿por qué?

¿Es el arte la frontera final?

Tenemos una extraña relación con el arte, realmente extraña. 

Una que recién en los últimos 100 o 150 años ha podido ser puesta en entredicho. Ya sea por el mismo arte, sus consumidores o sus estudiosos. 

Es una relación que se ha visto afectada por una mirada que coloca al arte —a lo pictórico, por ejemplo— como manifestación de algo divino, ajeno a lo humano. Como un acto de creación, como una acción dispuesta a generar belleza o emocionar de alguna manera. El arte como un gesto de algo que no entra en las categorías de lo humano.

Un tipo de relación que, incluso, desde la teoría económica, ha sido mirada desde la distancia, porque el arte es inspiración, es algo maravilloso, que no se mancha con nada que le quite su carácter de expresión elevada del espíritu.

El arte como el cuadro del infierno en la Iglesia de la Compañía, en Quito, que ayudó a aleccionar a miles y miles de niños para portarse bien, para usar el miedo como herramienta.

El arte como una mujer levemente sonriente y que nos ha inquietado durante siglos. 

Arte, como los cuadros que durante centenares de años fueron pagados por la Iglesia y por gente de mucho dinero, absolutamente devota a los designios de la divinidad.

Ese arte que nos abrió a la educación y a una idea de la belleza de la que no podemos salir. Lo artístico es lo alcanzable solo para algunos y ya. 

No hay más.

Pero siempre hay más. 

Un gesto activista, con un planteamiento conceptual con el que podemos o no estar de acuerdo, supone una interrupción, un golpe, un ladrillazo ante esa relación. Con la acción de Phoebe Plummer y de Anna Holland, el arte regresa a una condición primigenia. Se vuelve una experiencia humana. El arte interpela y puede ser interpelado.

Es decir, incluso desde un punto de vista de intervención, podríamos hablar de que estamos ante un gesto performático. Porque el activismo tiene algo de acción artística, de intervenir el espacio con una acción que esconde una idea. Esto va más allá de que nos guste o no. 

Al lanzarle sopa de tomate a un cuadro de Van Gogh, hay algo que se produce —salgamos de la ira un momento, por favor— que tiene que ver con lo humano: se lleva a una obra de arte sublime a un terreno menos divino. 

Y no. Esto no puede tomarse como justificación de un acto que también podría generar dolor, Porque sí, una obra que se destruye para siempre nos va a doler. Pero así es la vida. Lo mejor que nos ha regalado el mundo del arte de los últimos años es su carácter efímero, lo que lo acerca a la experiencia humana: el arte se acaba, como la vida se acaba.

Un cuadro de Van Gogh “atacado” —y que no se ha destruido, hay que repetirlo— nos enfrenta a esa idea, para plantearnos qué hacemos con el extractivismo y con una naturaleza puesta en peligro, en un planeta que también tiene ese carácter efímero. 

Podemos estar o no de acuerdo con la forma en que ambas mujeres protestaron. Pero no por eso asumir que no es la forma adecuada, sin siquiera revisar por qué, cómo y las connotaciones detrás. 

El sentido de la protesta

Protestar es declarar públicamente un propósito. 

En un planeta que está condenado a desaparecer, porque sabemos que así va a suceder, el “atacar” a una obra de arte —patrimonio de la humanidad o no— es un durísimo acto de protesta que nos obliga a pensar más allá de la acción.

Porque, dejando de lado alguna patología mental, hacer algo así debe verse como un acto extremo, que nos obliga a reflexionar sobre la dimensión de la protesta en sí, el tipo de activismo y organizaciones que están detrás.

Mucho se ha criticado en estos días a Just Stop Oil. Se la ha definido como una organización que busca hacer quedar mal al activismo contra el extractivismo —incluso se la relaciona económicamente con grandes poderes petroleros. Lo cierto es que desde hace meses, entre sus “objetivos” está el acercarse a obras de arte para usarlas como vehículo para hacer visible su protesta.

Ya en julio de 2022, un par de sus activistas se pegaron al marco de La Última Cena de Leonardo Davinci, que está en la Royal Academy of Arts de Londres. E hicieron lo mismo en el marco de El carro de heno, de John Constable, que también está en la National Gallery.

Hasta el momento, ninguna de las obras que han sido parte de estas manifestaciones por parte de estos activistas, han sido destruidas. Porque, aunque no lo crean, también existe una conciencia por parte de Just Stop Oil sobre la belleza de las obras sobre las que vuelcan su protesta.

Pero, aún así, hay que protestar.

Solo en octubre de 2022, gente ligada a Just Stop Oil ha cerrado puentes e intersecciones en Londres, durante dos semanas. Muchas de estas protestas están ligadas a la concesión de nuevas licencias para la exploración de petróleo y gas en el Mar del Norte. Esto pese a las críticas de científicos y ecologistas, que consideran que al hacerlo, se socava el compromiso de Reino Unido de luchar contra el cambio climático.

Mientras existan causas para protestar, habrá manifestaciones que probablemente no consideremos adecuadas. 

Es importante que ante estos gestos hagamos el ejercicio de investigar, leer, encontrar razones detrás de acciones que no consideremos adecuadas. Porque el no estar de acuerdo no significa que estemos en lo correcto —o viceversa. 

El gesto es dar sentido. Encontrar otra, más allá de la propia, manera en que vemos el mundo y, en el camino, también reconocer de qué forma estamos viendo al mundo.

Para muchos, en este momento, una pared es más importante que las vidas de muchas mujeres, por ejemplo.

Quizás —y digo “quizás”— una obra de arte víctima de una afrenta, sin llegar a ser destruida, puede ser el costo que se deba pagar para, al menos, pensar si el arte de miles de millones de dólares vale más que la vida, que la comida o que la justicia. Cuestionamientos que todavía merecen discutirse, hasta que todos y todas dejemos de existir.

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Eduardo Varas
Periodista y escritor. Autor de dos libros de cuentos y de dos novelas. Uno de los 25 secretos mejor guardados de América Latina según la FIL de Guadalajara. En 2021 ganó el premio de novela corta Miguel Donoso Pareja, que entrega la FIL de Guayaquil.
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