La asambleísta Mónica Palacios empezó el año lanzando la piedra y escondiendo la mano: el 5 de enero acusó en Twitter al nuevo Canciller, Juan Carlos Holguín, de tener propiedades en paraísos fiscales. “¡Qué les parece!”, preguntó, antes de subir la información sacada del registro público de Panamá en la que constaba el nombre “Juan Carlos Holguín”.  Las redes sociales hicieron lo suyo y el Canciller fue trending topic  por algunas horas. Luego, en respuesta, Holguín sugirió “pedir el segundo apellido de la persona a la que la asambleísta hace mención”. Palacios había confundido al Canciller con un homónimo colombiano. 

Después, no se disculpó, ni rectificó. Peleó un poco en Twitter, les dijo a sus detractoras “feministas” que daban vergüenza y no se hizo cargo de su error. Palacios replicó el estilo de hacer política que en este caso devalúa su palabra.

Pero no estuvo sola en su irreflexión. Hay que ver la reacción de quiénes defendían a Palacios: no importaban los datos, ni el error, sino la afiliación política de Holguín. Como si ser oposición se tratara de manchar, no de argumentar. Cuando se trata de rivales políticos, en Ecuador, la verdad parece ser lo de menos. 

La asambleísta no tuvo empacho alguno en hacer la acusación y dejar que a ésta se aferraran trolls y todos quienes pescan a río revuelto. Se fue contra Holguín, a quien acusó de ser director de una empresa en Panamá y contra la Fiscalía y la Contraloría, a quienes acusó de inacción anticipada. 

Otra habría sido la historia si reconocía el error y, sin ceder su sospecha o desconfianza hacia los funcionarios del gobierno (es asambleísta de oposición, después de todo), defendía la necesidad de fiscalizar con lupa a nuestros gobernantes. Pero no. 

Su punto no fue  empezar un proceso, ni alertar sobre irregularidades. Al rehusarse a rectificar solo demostró que su punto era enlodar.

Palacios, quien debería ejercer con responsabilidad su función como legisladora, optó por arengar a la turba y dejar que las aclaraciones dejen su mentira en el olvido. 

Normal. Lo de siempre. 

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“Todo el mundo miente” es un credo que popularizó la serie House, sobre un médico desencantado con la vida con una extraordinaria capacidad de diagnosticar. 

Sí, era otro de muchos dramas estadounidenses sobre médicos guapos, con la diferencia de que House le dedicaba mucho tiempo a las características humanas que hacían del diagnosticador un hombre amargado. Si lograba descifrar los males físicos de sus pacientes, era porque podía analizarlos sin apegos ni expectativas. Sabía que, en general, la humanidad está condenada a mentir. 

Es una visión más realista que pesimista. Según algunos estudios, el humano miente con muchísima frecuencia. Para el psicólogo conductual Dan Ariely, por ejemplo, la mentira no es resultado de la “irracionalidad humana”, sino una muestra de su capacidad de raciocinio. 

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No nos dividimos tanto entre quienes mienten y quienes dicen la verdad, sino entre quienes “mienten a profundidad” y quienes “mienten a menor grado”. Para demostrarlo, Ariely llamó a un grupo de personas a resolver en cinco minutos un número de problemas. 

Luego, debían contar la cantidad de respuestas correctas y, finalmente, desechar la hoja del examen en una trituradora. Sorpresa, sorpresa: la trituradora no borraba los resultados (solo los márgenes), así que Ariely pudo comparar el número de respuestas correctas reportado por sus sujetos de experimento con el número registrado en los exámenes. Hizo eso con 40.000 personas. El 70% mintió. 

Los resultados de estos experimentos no buscan justificar ni excusar la mentira. Al contrario, son una advertencia de la facilidad con la que caemos en ella en menor o mayor grado. Es información que conlleva más responsabilidad de cada uno de nosotros y, obviamente, de quienes nos representan. Aspirar a que quienes legislan lleguen a ese 30%. 

¿Qué mentiras justificamos y cuáles nos parecen inaceptables? El experimento de Ariely tiene relevancia política cuando pensamos en la facilidad con la que adaptamos nuestro juicio o criterio a la banderita de nuestra afiliación. 

Palacios ignoró las aclaraciones del Canciller: su publicación  ya había calado entre sus seguidores y, aunque sea olvidada con el tiempo, ya habrá ratificado las opiniones de muchos sobre cualquier decisión del gobierno. La mentira es un regalo para el sesgo de confirmación y para el prejuicio propio.  

Es, también, muy peligroso pues revela el estado actual del mundo. La verdad, explica el filósofo coreano Byung-Chul Han, toma tiempo. “Todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo. La fidelidad, el compromiso y las obligaciones son prácticas asimismo que quieren mucho tiempo”, dice Byung-Chul. 

Pero el orden digital en que vivimos, explica, pone “fin a la era de la verdad y da paso a la sociedad de la información posfactual”. En ella, nos dedicamos a perseguir información pero no a reflexionar sobre la verdad. O como dice Byung-Chul Han: “Hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber”. No recuerdo otra línea que defina de mejor manera  las discusiones y peleas de redes sociales. El caso de Mónica Palacios y su acusación falsa lo demuestra. 

Palacios, quién ha recibido acusaciones en redes sociales a las que descartó como difamaciones “con la intención de afectar su imagen”, todavía tiene tiempo de hacerse cargo. Por ella, por su bancada y por la Asamblea. Sí es posible hacer oposición de ideas, no de mentiras. 

Ivan Ulchur 100x100
Iván Ulchur-Rota
Eescribe y hace comedia. Como periodista ha colaborado con medios nacionales e internacionales como 4P, Mundo Diners, Vice y el New York Times. Como comediante de standup ha dado vueltas por Ecuador y Colombia hablando sobre la voz nasal de Dios y las adicciones de los colibríes. Cuando no está distraído, escribe otras cosas —cuentos, guiones, publicidad– para quiénes se animen a publicarlo.

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