Este reportaje se realizó con el apoyo de
Por un camino angosto, flanqueado por piedras muy grandes que son arrastradas por el río Anzu cada vez que se desborda por las lluvias, se llega al terreno de Roberto Recalde, en la comunidad Nueva Esperanza, al noroeste de la Amazonía del Ecuador. En la entrada, se ven nueve cuartos de madera que forman una sola fila. Eran las habitaciones del campamento que construyó la empresa Terraearth Resources S.A mientras realizó trabajos mineros en el terreno de Recalde. El resto es maleza.
Pero no siempre fue así. Antes había frondosos árboles de canelo, cedro y balsa de 20 metros de altura, que tienen alta demanda para la elaboración de muebles y, en el caso de la balsa, para producir aspas de molinos de generación de energía eólica. También había árboles de plátano verde y de las papayas que se producen en la Amazonía: muy naranjas, grandes y alargadas. Roberto Recalde, de 58 años, de contextura ancha, de piel trigueña y de 1,67 metros de altura, recuerda que cada semana regalaba racimos de verde a sus familiares y vecinos. Hoy, tiene que comprarlos para él en un mercado.
En 2017, Roberto Recalde adquirió su terreno. La comunidad Nueva Esperanza está en Carlos Julio Arosemena Tola, una pequeña ciudad en la provincia amazónica de Napo. A inicios de 2018, “trabajadores de la empresa minera Terraearth Resources S.A llegaron hasta mi casa y me solicitaron recorrer mi terreno para verificar las coordenadas y comprobar si se encontraba en el área autorizada que tienen para explotar oro. Ese mismo día me dijeron que les arriende mi terreno para llevar a cabo actividades mineras”, explica Roberto Recalde. Él les dijo que sí.
Roberto Recalde asegura que era la primera vez que se vinculaba con una empresa minera. “Me dijeron que tenían todas las licencias y permisos al día. Además, que firmaría un contrato. Por eso accedí”, dice. Cuenta que quería dedicarse a la ganadería y, a largo plazo, poner una fábrica de bolos de coco, unos refrescos azucarados helados hechos a base de frutas. “Mi esposa es experta en hacerlos”, dice. Para su preparación, utilizaría la leche de sus propias vacas. Roberto Recalde explica que la propuesta que le hizo Terraearth era una oportunidad para reunir el capital para esos planes y, como era un arriendo, conservaría su terreno. Pero no imaginaba que, como consecuencia de esas actividades mineras, su tierra quedaría infértil y sus planes estancados.
Recalde no es el único que vive las consecuencias de la minería. A 15 minutos de su propiedad, en la comunidad El Progreso de Chumbiyacu, Nely Borja, Domingo Saca, Martha Guamán, Juan Muyano, Rogelio Hidalgo, Rebeca Guamán, Jesús Arellano, Carlos Moyano y José Toaquiza, hace un año, también viven a la espera de que sus terrenos sean remediados, después de que Terraearth Resources S.A. llevara a cabo actividades mineras en ellos.
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Roberto relata que el 29 de abril de 2018 fue hasta el campamento de Terraearth, ubicado en la comunidad Shiguacocha a 30 minutos de su casa, para firmar el contrato de arrendamiento. Lo recibieron en un amplio comedor, donde había varias personas de origen asiático —lo asume por los rasgos físicos y por el idioma—, una traductora, el abogado de la empresa, y Zeng Yongming, contratista de Terraearth y quien firmó el documento.
OTRAS INVESTIGACIONES DE GK
Desde 2012, Terraearth está en la provincia amazónica de Napo. Tiene seis concesiones, es decir áreas de ese territorio autorizadas por el Estado donde puede llevar a cabo actividades mineras: El Icho, Anzu Norte, Talag y Confluencia en el cantón Tena; Vista Anzu y Regina 1 en el cantón Carlos Julio Arosemena Tola. Solo en estas dos últimas la empresa tiene una licencia para explorar y explotar oro.
Terraearth se dedica a la explotación de oro aluvial a cielo abierto. Este tipo de minería se caracteriza por emplear maquinaria pesada —como tractores, excavadora y volquetas— para remover grandes cantidades de material vegetal y pétreo a través de excavaciones de 10 a 20 metros de profundidad en las riberas de los ríos.
Esta empresa, como las demás mineras dedicadas a este tipo de minería, lleva a cabo tres fases de trabajo en los lugares que arrienda. Primero hace la exploración, que consiste en la excavación de pozos de más o menos un metro cuadrado con máquinas excavadoras para identificar la existencia de oro.
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Luego, se da la fase de explotación, que implica la remoción de las capas orgánicas del suelo y excavaciones de piscinas de 25 por 25 metros para extraer el material metálico. En esta fase también se realiza un proceso de lavado que permite separar la grava o piedras de la arena que contiene el oro. Para eso, emplean motobombas que son máquinas de presión que captan el agua de los ríos, en este caso del Anzu.
Para la separación de la grava —que es parte de la explotación— se utiliza una máquina pesada conocida como “Z”. Según Fiodor Mena, presidente del Colegio de Ingenieros de Gestión Ambiental del Ecuador (Cigae), para usar esa máquina se requieren aproximadamente cuatro mil litros de agua por minuto, es decir más de 800 galones cada sesenta segundos. Por eso, este tipo de minería se desarrolla en las riberas de las cuencas hídricas.
Durante estas fases, explican los investigadores científicos Paulo Barrera y Magdalena López, se remueven las capas del suelo pero también se remueven los metales propios de la tierra como aluminio, hierro, magnesio, cadmio, cromo, níquel, entre otros, que se tornan contaminantes una vez que afloran a la superficie, volviéndose biodisponibles. “Al contacto con el agua, esta también se contamina”, agregan.
Una vez que se explota y se extraen los minerales, se debe cumplir con la remediación ambiental. Esto significa que la empresa minera debe rehabilitar o restaurar las zonas intervenidas o contaminadas para que no se conviertan en riesgosas para los ecosistemas y la salud de las personas. De acuerdo a la Ley de Minería del Ecuador, en todas las fases de la actividad minera, “está implícita la obligación de la reparación y remediación ambiental.” Sin embargo, en la propiedad de Roberto Recalde esa obligación no se habría cumplido, según concluyen informes técnicos emitidos por la Dirección Zonal del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica (MAATE).
Las obligaciones que la minera adquirió con Recalde en el contrato fueron pagarle 30 dólares por cada pozo exploratorio y, una vez verificada la existencia de oro en el sitio, el pago de 5 mil dólares por cada hectárea minada. Además, le dejarían como “obsequio” el campamento y cualquier construcción que se hiciera en el lugar. Según el contrato, la compañía también estaba obligada a la rehabilitación de las zonas intervenidas.
En la propiedad de Roberto Recalde, una vez que la empresa verificó la existencia de oro en tres pozos exploratorios iniciales, empezó la fase de explotación minera en mayo de 2018. Pero antes, Terraearth construyó un campamento en la propiedad de Recalde para que sus trabajadores se instalaran en el lugar. “Talaron los árboles de mi propiedad para la construcción del campamento. Todo pasó muy rápido. No me dieron tiempo para sacar la madera de los árboles talados que no ocuparon, o los plátanos que tenía. Se destruyó todo con las máquinas pesadas”, dice Recalde.
El campamento, que construyó la empresa mientras duró la intervención, tenía nueve cuartos de madera, dos de ellos con baños. En la parte trasera de los cuartos estaban las baterías sanitarias, duchas, una cocina y un pequeño comedor. También colocaron generadores eléctricos, ya que en la propiedad no hay instalación eléctrica. “Los generadores los trasladaban de un lado a otro porque necesitaban conectar algunas máquinas, como la motobomba, y los reflectores que encendían durante la noche en las zonas que excavaban”, recuerda Recalde. Aproximadamente 40 trabajadores de la empresa se instalaron en el lugar. “Trabajaban por turnos, en el día y la noche”, asegura el hombre que es oriundo de la ciudad de Quito y llegó a Napo hace cuatro años.
Ya en la fase de explotación, Roberto Recalde dice que la empresa “descargaba al río Anzu el agua que usaban para el lavado y que estaba contaminada por los metales propios del suelo que fue removido”. Recuerda que una vez, el dueño de un servicio de kayak le reclamó por la contaminación del río, por donde frecuentemente sus clientes practicaban este deporte. “El lodo no se disolvía o mezclaba de inmediato con el agua del río, por eso era muy evidente que algunas partes tenían un color café y otras estaban cristalinas”, dice Recalde. Además, afirma que las heces de las personas que residían en el campamento iban a parar directo al Anzu, porque no había alcantarillado ni un adecuado sistema de tratamiento de aguas residuales.
Según Hernán Lema, técnico ambiental de Terraearth y vocero que la minera asignó para responder mis preguntas, la empresa tiene un plan de manejo ambiental que les obliga a realizar semestralmente un monitoreo de la calidad del agua que se encuentra en las piscinas de sedimentación, donde por un largo periodo se separa el material sólido de los líquidos y esa misma agua es devuelta a las cuencas hídricas. “No hemos tenido inconvenientes. Todos los parámetros se cumplen según como dice la normativa. Los resultados, igualmente de manera semestral, los ponemos bajo el conocimiento de la autoridad ambiental”, asegura Lema.
Según el técnico, la Dirección Zonal del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica es la que los vigila, inspecciona y hace el seguimiento de sus actividades.
Sin embargo, un informe de esa misma dirección, del 25 de julio de 2018, revela que esa práctica de descontaminación del agua no se cumple tal como lo asegura Lema. En el documento se detalla que Terraearth no contaba con el certificado de no afectación y usos del agua emitido por la entonces Secretaría del Agua (Senagua, que luego fue absorbida por el actual Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica). Además, en el informe se identificó acumulación de agua con sedimentos que se descargan directamente al río Anzu.
A pesar de las conclusiones del informe, la empresa siguió operando en la propiedad de Roberto Recalde hasta diciembre de 2018. “Aunque conscientes de no tener los permisos y de incumplir con la normativa ambiental. Apurados, hicieron las últimas excavaciones”, dice Roberto Recalde.
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Terraearth explotó, en total, 8,67 hectáreas en la propiedad de Roberto Recalde, donde excavaron 24 piscinas para extraer oro. Es el área que hoy luce llena de maleza y desolada.
La deforestación, la contaminación del agua, la degradación de los suelos y de los ecosistemas son algunos de lo que técnicamente se conocen como los “pasivos ambientales” —es decir, los daños en el ambiente generados por una actividad económica, en este caso por la minería, que no han sido reparados y, por tanto, continúan presentes en el entorno. Se vuelven un riesgo progresivo para el ambiente y la calidad de vida de los humanos.
Esta mañana, 8 de agosto de 2021, Roberto Recalde recorre su terreno. Me muestra la zona donde estaba la cocina, el comedor y los baños del campamento. Solo quedan paredes a medio caer, ennegrecidas por el moho que las va invadiendo con el tiempo. En el suelo, derrotadas ya por la gravedad y el abandono, están tiradas unas vigas de madera; otras cuelgan en diagonal de las esquinas de las paredes.
Hay momentos de ese recorrido que Roberto Recalde no dice nada. Su silencio repleta el lugar de una nostalgia inequívoca. Luego aprieta sus labios y cuenta que cuando los mineros se fueron, destruyeron esa parte del campamento. “Se llevaron los lavabos, algunos techos, los inodoros, cortaron las mangueras. Lo destruyeron por pura soberbia”, dice. Aunque en el contrato que firmaron constaba que la empresa dejaría las instalaciones físicas. El acuerdo pone como ejemplo oficinas y hasta tachos de basura.
En el contrato también se especifica que “la compañía se compromete a entregar en forma definitiva la superficie del predio arrendado al propietario, en un plazo de seis meses luego de finalizada la fase de explotación”. Pero, dice Roberto Recalde, se quedaron siete meses más. El suelo nunca fue remediado como debió. Lo único que hicieron, afirma, fue un asentamiento del suelo que fue removido sin ninguna técnica de reconstrucción ambiental. “Debajo de toda la maleza que se ve, solo hay piedras”, dice y toma una rama del suelo con la que se abre paso entre la maleza para mostrarnos las piedras que se ven en la superficie.
Hay miles de piedras de todos los tamaños, algunas son muy grandes como un balón de fútbol. De pronto, se detiene y con la rama señala los límites de su propiedad con la de su vecino. Intenta clavar la rama en su terreno, pero es imposible. Hace lo mismo a 50 centímetros a su izquierda, ya en el terreno de su vecino, y la rama se clava en la tierra.
Los planes de dedicarse a la ganadería se han esfumado: ese suelo no produce pasto para que las vacas coman. No crecen plantas porque el suelo ya no es fértil. Todo lo que ahí relucía, ha envenenado la tierra.
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En marzo de 2019, Roberto Recalde presentó una denuncia en la Fiscalía de Napo contra Zeng Guangwen, contratista de Terraearth Resources S.A, por delito contra el suelo. Este está contemplado en el Código Orgánico Integral Penal (COIP) y sanciona con pena privativa de libertad de tres a cinco años a quien “contraviniendo la normativa vigente, en relación con los planes de ordenamiento territorial y ambiental, cambie el uso del suelo forestal o el suelo destinado al mantenimiento y conservación de ecosistemas nativos y sus funciones ecológicas, afecte o dañe su capa fértil, cause erosión o desertificación, provocando daños graves”.
Entre las evidencias que presentó Roberto en su denuncia constan informes técnicos realizados por la Dirección Zonal del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica. En ellos están varias faltas que habría cometido Terraearth como la remoción de la capa vegetal sin consideraciones técnicas, manchas de hidrocarburos en el suelo y una superficie de 7,16 hectáreas, donde se ejecutaron actividades mineras, mal reconformada.
El 31 de julio de 2019, el fiscal del caso, Luis Chipantiza, solicitó al Juez que se dicte el archivo de la investigación. Lo hizo amparado en tres elementos de convicción: que existe un contrato de arrendamiento a favor de la compañía, que Terraearth cuenta con licencia ambiental y que primero (antes de la denuncia en la Fiscalía) debería existir un procedimiento administrativo por, en ese entonces, Agencia de Regulación y Control Minero (Arcom) y Senagua.
Roberto Recalde apeló la decisión. El caso fue remitido al fiscal Jorge Orquera, quien ratificó el archivo. Entre las conclusiones que detalla el fiscal consta que “no es materia de infracción penal cualquier suelo que haya sufrido afectación”, sino que únicamente se aplica a “suelos forestales, suelos destinados a la conservación de ecosistemas nativos y sus funciones ecológicas”. Según el fiscal, “de la propia versión libre y sin juramento del denunciante Pedro Roberto Recalde Bianculli, quien al ser preguntado acerca del estado del suelo previo a la intervención minera, supo manifestar que no poseía ningún informe pero que dicho suelo era zona de cultivo”, concluye el fiscal.
El 24 de diciembre de 2020, el juez de la Unidad Judicial Penal, con sede en el cantón Tena, Fernando Coloma, ordenó el archivo de la investigación previa.
Pero Roberto Recalde dice que no se rinde. En enero de 2020 decidió demandar civilmente a la empresa por incumplimiento de contrato. A diferencia de la denuncia penal en la que se determina el estado de inocencia o no de una persona y se sanciona con la privación de libertad, en la demanda civil se busca resolver conflictos de naturaleza contractual, como el incumplimiento del contrato.
Más de un año tardó este proceso para llegar a la audiencia del juicio. En abril de 2021 la jueza del caso, Mercedes Jumbo, emitió una sentencia aceptando “parcialmente la demanda”. Jumo ordenó que la compañía Terraearth Resources S.A, representada por Peng Yongming, realice el pago de 24 pozos al actor de la causa por un total de 720 dólares y pague, además, lo correspondiente a las 8,67 hectáreas minadas, lo que da un total de 43.350 dólares más los interés de ley. Además la compañía Terraearth Resources S.A fue condenada a “en el plazo máximo de seis meses proceda a realizar la remediación ambiental de las 8,67 hectáreas”.
Sin embargo, Roberto Recalde, a través de su abogado, interpuso una apelación parcial a esa resolución, argumentando que Terraearth no ha comparecido a juicio y aun así se le asigna el proceso de remediación ambiental. “Sin exagerar esto es como si a una víctima de violencia se le pida al mismo agresor que cure sus heridas, simplemente es inaceptable”, dice el libelo de la apelación.
La apelación llevó el caso a la Corte Provincial de Justicia de Napo. El 4 de octubre de 2021, la Corte resolvió declarar la nulidad de todo el juicio, desde la presentación de la demanda, argumentando que se trata de un caso penal y no civil. La Corte remitió el caso al mismo lugar donde ya fue archivado.
“Ese día no entendía qué pasaba. En mi cabeza me decía ‘he pasado tres años en esto’. En ese momento sentía que me iba a desmayar y mi abogado me dijo que me tranquilice, que todavía puedo continuar con el caso”, recuerda Recalde.“Ese día, cuando llegué a mi casa le oré a Dios una vez más”, dice y se quiebra. Su esposa, a su lado, también. “Es que es demasiado”, se justifica y seca las lágrimas con sus dedos.
Antes de iniciar las demandas, dice Roberto Recalde, fui a la Coordinación Zonal del Ministerio de Energía y Recursos Naturales no Renovables, a la Dirección Distrital de la Arcom —actualmente Agencia de Regulación y Control de Energía y Recursos Naturales no Renovables—, a la Dirección Zonal del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica y a la Contraloría General del Estado en Napo. En todas esas entidades, asegura, le dijeron que al tratarse de un conflicto sobre un contrato entre particulares no podía haber intervenciones administrativas. “Por eso inicié los procesos penal y civil”, explica Roberto Recalde. “Me dejaron en la indefensión”, se queja. Dice que el siguiente paso a dar, guiado por su abogado, es la casación, un recurso que busca dejar sin efecto la nulidad declarada por la Corte Provincial de Napo.
“No hay justicia”, dice Recalde. Durante más de tres años, ha litigado contra la minera Terraearth Resources S.A. “Todo este proceso me ha generado estrés y también a mi familia”, afirma. Dice que tiene que cumplir con el pago del crédito hipotecario en un banco por su propiedad. “Intereses, impuestos, al abogado y pierdo porque podría estar trabajando en muchos proyectos. Vivo a expensas de lo que se diga en un juicio para trabajar en mi propia tierra”, lamenta Roberto Recalde.
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“Claro que me arrepiento de arrendar mis tierras para la minería. Definitivamente”, responde Roberto Recalde, como si esa respuesta la haya repasado decenas de veces. “No serían tres años de procesos legales. Serían tres años de producción”, agrega.
A 15 minutos de la casa de Roberto Recalde está la de Martha Guamán, en la comunidad El Progreso de Chumbiyacu. Ella y sus vecinos Nely Borja, Domingo Saca, Juan Muyano, Rogelio Hidalgo, Rebeca Guamán, Jesús Arellano, Carlos Moyano y José Toaquiza, reclaman la remediación.
“Diez mil veces me arrepiento de haber arrendado mis tierras para la minería”, dice Martha Guamán, mientras que Domingo Saca coincide y expresa que “era preferible vender las tierras y olvidarse de ellas”. Lo dicen lamentándose. Agachan la cabeza, como si se sintieran culpables.
En la comunidad El Progreso de Chumbiyacu, el Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica suspendió las actividades de la minera Terraearth Resources S.A. por incumplimientos a la normativa ambiental. Lo hizo “tras identificar afectaciones al río Chumbiyacu por descargas directas sin tratamiento previo y modificación al cauce hídrico, además de no contar con los documentos habilitantes para operar. Meses atrás, esta cartera de Estado, dispuso a la empresa corregir las faltas, pero no fueron acogidas”, se detalla en el comunicado que emitió el Ministerio.
En noviembre de 2020, los 10 habitantes de esa comunidad pidieron a la Defensoría del Pueblo que se inicie una investigación en contra de la compañía Terraearth Resources S.A y del contratista de la misma empresa, José Espinoza, para que se cumpla con la remediación ambiental en sus propiedades.
La Defensoría del Pueblo ha hecho el seguimiento del caso, que ha sido recogido en un expediente que tiene casi 400 páginas. Por dos ocasiones, la Defensoría exhortó a las instituciones competentes para que ejerzan sus funciones como debería ser. “Es imposible realizar los controles como se debería hacer”, dijo Amada Guamán, delegada de la Agencia de Regulación y Control de Recursos Naturales no Renovables en un evento público en la ciudad de Tena. Su justificación es que la Agencia solo tiene un técnico para tres provincias (Napo, Pichincha y Orellana). Mientras que el director zonal del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica, Rusbel Chapalbay, dijo, en el mismo evento, que ellos también tienen un técnico para minería que cubre dos provincias (Napo y Orellana).
La denuncia por falta de remediación en las propiedades de los 10 habitantes de la comunidad El Progreso de Chumbiyacu sirvió también como anexo para la acción de protección por vulneración de derechos de la naturaleza causados por la minería metálica en la provincia de Napo que presentaron ante la Corte Provincial de Justicia, grupos sociales y de activistas ambientales de Napo, la Defensoría del Pueblo de Napo, la Federación de Organizaciones Indígenas de Napo y la Confederación de Juntas de Defensa del Campesinado del Ecuador Filial Napo.
José Moreno, integrante del colectivo ambiental Napo ama la vida, dice que la acción de protección lleva a la parte legal su lucha de casi dos años. En ese tiempo, dice, no han tenido respuestas de las autoridades sobre las denuncias de afectaciones sociales y ambientales a causa de la minería en Napo.
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Al igual que en la propiedad de Roberto Recalde, en los terrenos de los habitantes de la comunidad El Progreso del Chumbiyacu que denunciaron la falta de remediación, la superficie del suelo también está repleta de piedras. Fiodor Mena, presidente del Colegio de Ingenieros de Gestión Ambiental del Ecuador (Cigae), explica que todos esos procesos solo son intentos de restauración del suelo. “Lo que se ha hecho es una nivelación del terreno”. La capa arcillosa queda expuesta en la superficie”, sostiene Mena.
Según el ingeniero, las empresas mineras no cumplen con el proceso de remediación porque es muy costoso. Un estudio del Cigae, dice que reponer la cubierta vegetal cuesta aproximadamente 60 mil dólares por hectárea. Es decir, solo en la propiedad de Roberto Recalde, reponer la capa orgánica significaría más de 400 mil dólares. “Por eso, lo que se ve es una nivelación del terreno. Difícilmente un minero va a pagar 60 mil dólares por hectárea para restaurar el suelo”, asegura Mena.
Mientras no se cumpla con la remediación, los pasivos ambientales avanzan de manera progresiva afectando el ambiente y la salud de las personas. Fiodor Mena explica que todos los metales expuestos en el suelo, producto de la actividad minera y de una mala remediación, contaminan las cuencas hídricas y, a su vez, los peces y los cultivos de la zona. “Cada vez que llueve, esos metales son arrastrados hasta los ríos”, menciona.
Según el médico Jonathan Russo, el consumo de agua, peces o cultivos contaminados por metales pesados principalmente por el mercurio, “el mercurio es un elemento químico que es empleado en la minería para separar el oro de otros minerales”, puede provocar partos prematuros, trastornos en la conducta como hiperactividad o ansiedad, problemas de crecimiento y del habla en los niños; insomnio, depresión, temblores y afectaciones en las vías respiratorias en adultos, entre otras afectaciones. El médico dice que, aunque en Ecuador no se han desarrollado las suficientes investigaciones sobre las afectaciones a la salud derivadas por las actividades extractivas, los daños descritos son ciertos.
El agua contaminada que se mezcla con los suelos sin remediar es consumida por los habitantes de las comunidades ubicadas a las riberas de los ríos, entre ellas Nueva Esperanza y El Progreso de Chumbiyacu, sectores que no tienen sistemas de agua potable. No les queda otra opción que abastecerse de esa misma agua de los ríos, o del agua de las lluvias que viene envenenada por aquello que relucía y era oro —pero también, veneno.
Este reportaje se realizó con el apoyo de