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“A veces me dolía la pancita, no podíamos comer, pero mi mami me curaba con sus manos y me dormía”, cuenta Mateo*, un niño de 8 años, mientras acaricia su estómago. Su madre, Rocío*, lo escucha, sonríe y asiente con ternura. Aunque Mateo un pequeño curioso, que lleva siempre un dulce en su bolsillo lo recuerda como una anécdota inocente, para Rocío fue uno de los días más duros de su vida. 

Aquella mañana de septiembre de 2019, su expareja, quien la golpeaba y la agredía sistemáticamente durante casi nueve años, le arrebató los pocos dólares que le quedaban. Antes, le habían prohibido trabajar. A Mateo le dolía el estómago porque no había comido nada durante 15 horas y Rocío, en realidad, intentaba tranquilizarlo hasta encontrar una solución. 

En febrero de 2020, Rocío logró escapar de la violencia física, psicológica y económica que vivía en su casa, en una parroquia rural del nororiente de Quito, para iniciar una nueva vida junto a sus hijos Mateo, July*, de cinco años, y Martín*, de tres. Pero es difícil hacerlo cuando se gana apenas 250 dólares al mes, se tiene tres niños que alimentar y educar, y pagar las cuentas de los servicios básicos sola. 

“Llegué a la ciudad y una amiga mía me recibió en su casa porque ya no podía estar en la mía”, cuenta Rocío. “Tenía mucho miedo por mí y mis hijos. Cuando llegó la pandemia, mi situación económica empeoró, pero tenía que pensar en algo porque ver que tus hijos pasen hambre es lo peor que puedes sentir”, dice Rocío.  El hambre de sus hijos es el hambre de miles de niños que viven en hogares donde sus madres son agredidas. 

En Ecuador, quienes sufren y sobreviven a la violencia contra las mujeres en sus hogares tienen más probabilidades de quedarse sin dinero para comprar alimentos, y muchas de ellas y muchos de sus hijos han pasado hambre. El estudio Los costos individuales, domésticos y comunitarios de la violencia contra las mujeres en Ecuador desarrollado por el Programa Prevención de Violencia contras las Mujeres (PreViMujer) —implementado por la Cooperación Alemana GIZ— y por la Universidad San Martín de Porres (Perú) lo confirma con cifras. El informe evidencia que el 74% de mujeres que sufren violencia no han tenido dinero para acceder a alimentos. Más del 41%, en cambio, han pasado hambre y el 12,5% de sus hijas e hijos también la padecieron, como ocurrió con Martín.

Arístides A. Vara-Horna, autor del estudio, puso en evidencia ese impacto oculto a través del análisis de una muestra de encuestas confidenciales hechas a 2.501 mujeres de entre 18 a 65 años de las Costa, Sierra y Amazonía ecuatorianas, en áreas rurales y urbanas,y  basándose en la información estadística del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). Vara-Horna también determinó que 15 de cada 100 hogares pasaron hambre por la violencia contra la mujer. El investigador demostró que ese indicador —una clara muestra de vulneración de derechos no asumidos por el Estado— se traduce a poco más de 50 millones de días sin seguridad alimentaria, que implica además una pérdida económica de casi 239 millones de dólares para el país. Esa cantidad, según lo explica Christin Schulze, asesora técnica del PreviMujer, tenía que haber sido destinada para la compra de alimentos. 

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Si tuviese que elegir un platillo diario, Mateo escogería siempre una salchipapa —un clásico de la comida rápida popular ecuatoriana que mezcla pedacitos de salchicha con papas fritas. “Mami, ¿me puedes comprar una?”, pregunta. Rocío lo lleva a uno de los lugares más cotizados en el sur de Quito. Hay una fila enorme, pero Mateo y sus hermanos July y Martín están emocionados porque no han comido una salchipapa en meses. “Son unos golosos”, bromea Rocío. 

Llegamos a un parque en uno de los tantos laberintos de Solanda, un barrio popular de la ciudad, y allí Rocío cuenta que durante semanas era lo único que podía comprar para alimentarlos. “Sabía que no era sano, pero no me alcanzaba para más. Cuando dejé de trabajar, mi exesposo era quien manejaba el dinero y dependía de él. Yo intentaba tener mis pequeñas chauchitas vendiendo comida, pero él se daba cuenta y botaba todo ”, recuerda. Christin Schulze dice que el control de la autonomía alimentaria es una constante en la sociedad ecuatoriana. 

En el caso del 27% de mujeres que sufrió violencia en Ecuador, evidencia el informe, es su pareja quien decide no solo cuánto gastar en alimentos, sino que ellas también deben pedir permiso para comprarlos. Schulze explica que las mujeres también somos juzgadas por lo que cocinamos o lo que gastamos, además, asegura, las relaciones de poder son palpables: la prioridad suele ser la alimentación de la pareja, por encima de ellas y la de sus niños. Sin embargo, cuestiona Schulze, la evidencia de la conexión entre la violencia contra la mujer y la falta de acceso a alimentos “es muy reciente, incluso en trabajos académicos, por eso ha sido históricamente invisibilizada”, dice. “Sí, yo solía cocinar sopa con legumbres, arroz con ensalada, o sea, lo normal para un almuerzo. Pero en los días más duros, él llegaba y rompía los platos. Luego dejaba 3 dólares y se iba. Luego me decía que para la próxima ya no nos iba a dar dinero”, recuerda Rocío. Había días en los que, dice ella, él cortaba la luz y el agua. Ese tipo de amenazas y agresiones, como las que tuvo que enfrentar Rocío, son constantes en casos de violencia, dice Graciela Ramírez, psicóloga especializada en género. 

Ramírez lamenta que el hambre se ha convertido en un problema que se replica en las sobrevivientes de violencia y se intensifica aún más cuando buscan acceder a la justicia o a un proceso psicológico. “Tuve un caso de dos niñas que fueron agredidas sexualmente en San José de Minas, que es una parroquia rural. La madre tenía que dejar de trabajar un día para venir a Quito, a que ellas reciban terapia. Para esas madres a veces el gasto en un pasaje es igual a no comprar un alimento. Es hambre real en pleno siglo XXI”, dice Ramírez. Sin embargo, durante sus 15 años de experiencia, la psicóloga cuestiona que los casos no han cesado, sino que con los años, se han ido multiplicando sin una solución integral. 

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“Entre mujeres nos apoyamos y yo he tenido la suerte de no quedarme sola”, dice Rocío. Su mejor amiga y su tía la acompañaron en su vida después de escapar de la violencia. Ellas la apoyaron económicamente para que sus hijos tuvieran atención médica. En abril de 2020, Martín fue diagnosticado con anemia y le fue recetado un  tratamiento nutricional que incluye una dieta rica en frutas, vitaminas y lácteos, medicamentos y suplementos de hierro. Sin embargo, no todos los niños pueden acceder a un tratamiento o alimento. 

En el Índice Global del Hambre de 2020 (GHI, por sus siglas en inglés), una herramienta estadística que mide los pasos oportunos y retrocesos de 132 naciones en su lucha contra el hambre, Ecuador registra una “gravedad moderada” de entre 10 y 19,7 puntos, en una escala de 0 a 100. 

Según el GHI, un valor 0 se traduce a un país donde no existen personas subalimentadas —quienes no pueden adquirir alimentos suficientes para satisfacer sus necesidades—, o niños menores de 5 años que padezcan de adelgazamiento patológico, o pequeños cuyas muertes hayan sido prevenibles antes de los 5 años, o retraso en el crecimiento por la desnutrición crónica. Si bien el país no ha cruzado aún un extremo de hambre, los índices de desnutrición crónica infantil sí son altos. Ecuador ocupa un alarmante segundo lugar en el ránking de la desnutrición crónica infantil en Latinoamérica. 

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En Ecuador nacen 330 mil niñas y niños cada año, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). 23 de cada 100 padecen desnutrición infantil antes de los 5 años: son aproximadamente 380 mil quienes crecen sin oportunidades óptimas —son más personas que toda la que viven en la ciudad industrial de Durán, que crece a un costado de Guayaquil. 27 de cada 100 niños menores de 2 años, en cambio, la padecen, lo que indica que 180 mil niñas y niños nacen sin cuidado y protección óptimos en zonas urbanas. A medida que se van sumando las cifras, un país de pequeños desnutridos y hambrientos se va dibujando sin que el Estado active un plan de acción. Sí, Ecuador es un país que tiene pocas expectativas de futuro. 

En las áreas rurales, el problema es aún mayor: por ejemplo, uno de cada dos niños y niñas indígenas vive con desnutrición crónica, y 4 de cada 10 tienen anemia. Esos datos, sin embargo, se han mantenido sin una variación significativa desde 2006. Han pasado más de 15 años y el Estado no ha logrado implementar una política pública efectiva. 

La desnutrición crónica, que se desarrolla cuando el cuerpo no tiene las suficientes vitaminas, minerales y nutrientes, es un problema que va mucho más allá del hambre, porque es multicausal. Juan Enrique Quiñónez, representante del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef, por sus siglas en inglés) dice que los focos determinantes de atención son varios: la vacunación óptima, la lactancia materna, la falta de agua segura, saneamiento, las condiciones de higiene y ambiente sano en el interior de los hogares y controles médicos. 

Pero, además, explica que la violencia contra la mujer es un factor que incide de forma indirecta en la desnutrición crónica infantil y que ha sido poco atendida. “Cuando la violencia crece en el hogar, también se genera una negligencia en el cuidado de los niños y niñas que influye en la falta de alimentación, se genera estrés en las madres y se afecta su salud y la de los niños, que también perciben la violencia”, afirma Quiñónez. “Y los efectos son graves: hay reducción del crecimiento, afecta sus capacidades cognitivas, entre otros”, explica. Por eso, dice Quiñónez, la desnutrición crónica infantil no debe ser abordada como un problema de salud pública, sino como uno de índole social, que exige la articulación de esfuerzos de varias instituciones. 

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Erwin Ronquillo, secretario técnico de Ecuador Crece Sin Desnutrición Infantil, dice que, al asumir su cargo, percibió “un gran atraso en lo que el Estado venía haciendo respecto al cuidado de las madres embarazadas y de los niños y niñas”. Ronquillo, al igual que Quiñónez, sostiene que la desnutrición crónica infantil tiene varias causales. Uno de los frentes, afirma, es que “no exista violencia intrafamiliar”. 

De hecho, cuando se posesionó en junio de 2021, dijo en una de sus primeras declaraciones que había que comenzar a enfrentar el problema desde los hogares. “Claro que está relacionada [la violencia]. El apego emocional del niño con la madre y con el padre es fundamental para su desarrollo integral. La evidencia científica muestra que un niño que ha sufrido violencia en su primera infancia tiene un desarrollo neuronal similar a la de un niño desnutrido por falta de alimentos. Por eso es tan importante el trabajo dentro de los hogares”, dice Ronquillo. 

Pero, ¿qué pasa si existe una estrategia para combatir la desnutrición crónica infantil, pero la Ley para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Loipevm) no se ejecuta por la falta de presupuesto, que se redujo en un 84% para 2020? Para Christin Schulze, el abordaje del problema debe ser integral con un plan de acción coordinado e interinstitucional. En el estudio, es esa la reflexión: el Estado debe apuntar a medidas que confluyan para reducir los índices de la violencia, pero también para generar políticas de prevención, seguridad alimentaria, atención de salud y acceso a la educación. 

Ronquillo dice que en el gobierno existe un comité que da seguimiento a la estrategia contra la desnutrición crónica infantil y otras acciones gubernamentales en las que también está incluida la Secretaría de Derechos Humanos, que debe encargarse de la aplicación de la Loipevm,  el Ministerio de Educación, el Ministerio de Salud Pública y el Ministerio de Inclusión Económica y Social. Desde su gestión, plantea Ronquillo, se han ideado planes a mediano y largo plazo. Pero, en medio de una pandemia que no culmina, son necesarias actividades emergentes. 

En noviembre de 2021 se pondrá en marcha un plan piloto en el que brigadas llegarán a diversas zonas del país para hacer un mapeo de mujeres embarazadas y garantizar su derecho a prestaciones de salud y protección social oportunas.  Ronquillo dice que en Ecuador el 16% de niños no tiene identificación. “Esto se traduce a que 16 de 100 niños en el país no están identificados; puede ser por la pandemia o por una situación de pobreza, y por eso hay que salir a buscarlos”, dice Ronquillo. 

El funcionario afirma que el proyecto comenzará a operar de forma sostenida desde enero de 2022. Hay también un plan estratégico con seis ejes, entre ellos, crear y generar un entorno habitable de gobernanza para la ejecución de las estrategias, el aseguramiento de financiamiento, el trabajo en territorio para reactivar mesas técnicas en 90 cantones priorizados con proyección a llegar a 221 para 2025. 

Ronquillo explica que el Estado está priorizando la desnutrición crónica infantil, pero es algo que se podrá observar cuando haya resultados y los niveles de desnutrición disminuyan. “Es una deuda histórica con las madres, con las mujeres y los niños y niñas”, asegura. Lo que no ha quedado claro es cuál será el presupuesto para concretar esas acciones, pues, según la Secretaría que dirige Ronquillo, está “en revisión”.

Mientras tanto, madres como Rocío, sobrevivientes de la violencia, continuarán sosteniendo la vida y la de sus niños sin un empleo formal o con trabajos precarizados. Allí, sin embargo, están otras redes de cuidado: las mujeres que abrazan, contienen, y se cansan, sin tiempo para apuntalar a otros proyectos de vida. 


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