El barco Santa Cruz II salió finalmente a un crucero por las islas Galápagos el 5 de julio de 2021, después de 15 meses de estar anclado en el puerto de Guayaquil, a más de mil kilómetros de las costas insulares. “Le advertimos a los pasajeros que era nuestro primer viaje y les pedimos que disculpen si algo no salía bien, pero fue como si el tiempo no hubiera pasado”, dice Christian Cuvi, capitán del navío desde 2015. Antes, él salía a hacer cruceros por las islas cada cuatro semanas.
Esa había sido su rutina por 16 años, hasta marzo de 2020, cuando por el confinamiento a causa de la pandemia del covid-19, los viajes se detuvieron, la mayoría del personal se quedó en casa y el motor principal del archipiélago —el turismo— se detuvo por completo.
Era una paralización que nadie pudo prevenir y que deshizo los mejores augurios. Eduardo Brito, presidente de la Cámara de Turismo de Galápagos, dice que el abrupto cierre de las operaciones en todo el archipiélago los sorprendió porque todo indicaba que 2020 iba a ser un año espectacular para su sector. La realidad fue otra: a nivel mundial se han perdido 4,5 billones de dólares. En las islas, el negocio decayó en un 73% en comparación con el 2019 y se perdieron 436 millones de dólares en ingresos.
Al principio, los operadores y trabajadores turísticos de las islas pensaron que cerrarían por un mes. Luego, por tres. Después, creyeron que serían seis. Sin embargo, con el paso de los días era evidente que tendrían que esperar mucho más para reactivarse. Hoy, 17 meses más tarde, esa meta todavía parece lejana.
El Santa Cruz II fue la última de las tres embarcaciones de la empresa Metropolitan Touring que retomó sus cruceros. “Lo que más me emocionó fue ver a mi gente reunida”, dice Cuvi en el restaurante del barco mientras termina de comer tres tipos distintos de postres (un privilegio que solo tiene el capitán). Entre bocado y bocado, cuenta con orgullo que regresó a Galápagos con una tripulación intacta de aproximadamente 60 personas al imponente navío blanco, azul y rojo con capacidad para 150 personas entre personal y pasajeros. Desde julio pasado, se retomaron los cruceros por las islas al este y oeste del archipiélago. Cuvi, el capitán que había pasado demasiado tiempo en tierra firme, volvió a alta mar.
Pero la pandemia no solo convirtió a los antes atestados navíos en barcos fantasmas. En marzo de 2020, el turismo en tierra también cayó a cero. El trapiche de Adriano Cabrera, en la isla Santa Cruz, perdió a todos sus visitantes.
Ahí, Cabrera de 81 años —más de 50 de esos ha sido residente de la provincia isleña— vende productos derivados de la caña de azúcar, uno de los cultivos principales de su natal Piñas, un cantón en la parte alta de la provincia continental de El Oro. Ofrece panela, guarapo (un jugo fermentado de caña), aguardiente de caña, café y chocolate. Sus visitantes compran los productos y atestiguan el proceso de fabricación en el que se corta y procesa la caña, se la calienta y luego se fermenta. El de Cabrera fue uno de los cientos de negocios que suspendió sus actividades por el virus que ha provocado la muerte de 4 millones de personas en todo el mundo y de la que se han confirmado más de 498 mil contagios en el Ecuador —1.400 en Galápagos, que es la única provincia del Ecuador (con sus 25 mil habitantes) que ya está totalmente vacunada contra el covid-19.
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Durante 5 meses el Parque Nacional Galápagos —el área protegida en la que está el 97% del área terrestre de la provincia y principal atractivo natural de las islas— estuvo cerrado. Hasta el reinicio de las actividades —en agosto de 2020— las islas y su gente cayeron en una espiral de pérdidas.
Cerraron negocios. Despidieron empleados. En esa encrucijada estuvo Priscila Guerrero, gerente administrativa del rancho El Manzanillo, un negocio familiar en Santa Cruz, en el que se pueden visitar a las tortugas gigantes endémicas en su hábitat natural. “Fue muy doloroso porque eran 12 familias que dependían directamente del turismo del rancho”, dice Guerrero mientras sus delineados ojos café se llenan de lágrimas que se pierden bajo la mascarilla. La suya era la décimo tercera familia que perdió sus ingresos cuando el negocio, que ha administrado por 8 años, cerró.
Con los negocios cerrados, sin viajeros ni ingresos, los pobladores del archipiélago tuvieron que buscar alternativas para sobrevivir. El rancho El Manzanillo no funcionó por un año y 3 meses. En ese período, Guerrero y su familia se dedicaron a vender chifles y licor de caña. “Con eso tratamos un poco de sobrevivir esta temporada”, dice. El negocio de chifles comenzó porque tenían la maquinaria del restaurante del rancho que estaba sin utilizarse: cocinas industriales, cortadoras, entre otras. Además, en esa zona siempre ha crecido el banano. “Comenzamos con un poco para saber cómo nos iba”, dice. Sacaron los permisos sanitarios, compraron fundas y frieron los chifles.
Cuando la llegada de visitantes se detuvo en marzo de 2020, Cabrera, del trapiche en Santa Cruz, se dedicó a vender el aguardiente de su trapiche que en el pueblo tenía mucha demanda. Muchos compraban esta bebida de 50 grados de alcohol para hervirla con naranja agria y jengibre porque “creían que así evitaban el virus”, dice Cabrera, mientras se saca el sombrero que tiene su nombre y el logo de su local para peinar su cabello blanco y corto. Además, hizo bloques pequeños de panela para venderlos por 2 dólares, en vez de los 5 que cobraba normalmente. Entre eso y sus ahorros fue suficiente para solventar sus gastos, pero tuvo que despedir a los dos empleados fijos que tenía en su local.
El turismo es la vida para la mayoría de galapagueños: el 80% está involucrado de forma directa e indirecta en este sector. Uno de los grupos que más sintió la ausencia de los viajeros fue el de los guías naturalistas del Parque Nacional Galápagos que comandan los tours por las islas.
Algunos, como Daniel Muñoz, llegaron a acuerdos con las empresas en las que trabajaban para que les dieran préstamos. Él, vestido con camisa, pantalón y chaleco caqui —proverbial uniforme de guía— y con una larga cola negra bajo un sombrero gris, dice que la empresa con la que tiene un acuerdo le dio un préstamo que pagó en cuotas una vez que regresó a trabajar. Eso y lo que ganó trabajando en el restaurante de su familia política, le permitió subsistir los meses en los que no pudo trabajar como guía.
Los que trabajaban como independientes no pudieron acceder a los mismos acuerdos que Muñoz. Muchos guías tuvieron que cambiar sus actividades y ocupar sus ahorros. Antonio Gallardo tuvo que utilizar los ahorros que tenía separados para comprarse un departamento y completar sus ingresos trabajando en agricultura y ganadería en una finca que tienen sus padres en la parte alta de Santa Cruz. “Eso me aguantó el año que no trabajé”, dice parado en la playa de la Bahía de correos, en la Isla Floreana, mientras mira a lo lejos el barco. Sofía Darquea, otra de las guías naturalistas, dice que recurrió a los ahorros que tenía y pasó el tiempo que no pudo trabajar, con su familia en Quito. Ellos la ayudaron para cubrir sus gastos. Aunque actualmente ambos han regresado a guiar excursiones, la nube negra de la incertidumbre todavía no se ha disipado por completo.
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Por meses, la situación de las personas que dependían del turismo fue extremadamente complicada. “Estuvimos en un punto casi de crisis alimentaria”, dice Eduardo Brito, presidente de la Cámara de Turismo de Galápagos, desde una mesa del área de reuniones del hotel Finch Bay, en la isla Santa Cruz. Algunos de los pobladores recurrieron al trueque.
Otros apoyaron en lo que podían para ayudar a los que menos tenían. Patricio Moreta, de la Unión de Transportistas de Galápagos, dice que organizaron brigadas para llevar la comida y medicinas que llegaron desde el gobierno y empresas turísticas privadas, a las personas que no podían irlos a recoger. Brito —de piel morena, cabello canoso y lentes cuadrados— dice que la llegada de insumos fue trascendental. La provincia “nunca estuvo preparada para algo así”, agrega el presidente de la Cámara de Turismo, de 51 años. Según él, siempre hubo problemas evidentes en los servicios de salud de la provincia. Por el covid-19, dice, esas falencias afloraron y la distancia de más de mil kilómetros con el continente pareció multiplicarse.
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Muchas cosas son distintas a como la tripulación del Santa Cruz II las recordaban hasta antes de la pandemia. El aforo era uno de los más importantes. “Estábamos acostumbrados a ver el barco a full”, dice Cuvi y su mirada se enfoca en una de las mesas vacías del comedor. Ahora menos voces se mezclan en los pasillos, disminuyeron los grupos para las expediciones en las islas y hay más habitaciones vacías. Los viajes que han hecho hasta el momento han oscilado entre las 50 y las 65 personas, mucho menos que las 90 que tenían antes.
El rancho El Manzanillo también reabrió a mediados de 2021. “Fue complejo, tenía alegría y al mismo tiempo miedo al saber que tenemos que trabajar en una pandemia”, dice Guerrero, quien luce orgullosa un broche con el logo de su local, y no se separa de su celular por si alguien la necesita. Igual que el Santa Cruz II, uno de los principales cambios para el rancho es que tiene menos afluencia. Antes, recibían entre 50 y 300 personas a diario. Guerrero dice que actualmente reciben un grupo de 60 personas unas 4 o 5 veces por semana.
Desde la reapertura, la mayoría de visitantes han sido ecuatorianos. Brito dice que probablemente se debe a las ofertas y facilidades que se han habilitado para quienes viajan desde el continente. Por ejemplo, antes debían pagar los más de 4 mil dólares que costaba el crucero. Después de la pandemia, se habilitó una tarifa especial de poco más de mil dólares para viajeros nacionales. Priscila Guerrero dice que a su rancho han llegado muchos ecuatorianos que aprovecharon los descuentos para conocer las islas. Sin embargo, en los próximos meses los de otros países podrían aumentar. Sentada en uno de los espacios comunes decorados con caparazones de tortugas vacíos, Guerrero dice que ya tiene otras reservas internacionales en el rancho para agosto y septiembre.
Algunos de los primeros extranjeros que llegaron eran de Rusia. Ana Moya, la joven y entusiasta gerente del hotel Finch Bay, en Santa Cruz, dice que a inicios de 2021 se hospedaron ahí varios turistas de ese país que ya estaban vacunados contra el covid-19 y aprovecharon esa seguridad para viajar.
Cuando las vacunas se expandieron a otros países, se amplió la lista de nacionalidades de quienes visitaban el icónico archipiélago. Eso ha permitido que se recuperen mercados clave, como Estados Unidos, que aportaba el 43% de las visitas del extranjero.
Haley Reesinburg, Arash Keshmirian, Niousha Saghafi y Nicholas Johnson, un grupo de atléticos amigos californianos treintañeros en su primera visita a Ecuador, coinciden en que no habrían hecho el viaje sin estar vacunados contra el covid-19. Renee Sundstrom —cabello rubio corto, 56 años y oriunda de Michigan, Estados Unidos— también esperó hasta que tuvo las dos dosis para cumplir con el regalo que su mamá pidió por sus 80 años: visitar las famosísimas Galápagos. Un año después, su madre finalmente pudo celebrar sus 80 (aunque ya cumplió 81) a bordo del Santa Cruz II.
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La vacunación en Ecuador también contribuyó a que el turismo local aumente. El 17 de mayo de 2020, el gobierno del entonces presidente Lenín Moreno anunció con orgullo que había completado la vacunación de la población insular. Aunque eran poco más de 25 mil personas que representaban el 0,14% de la población total del país, sirvió para que más negocios se abrieran en esta provincia y la reactivación siguiera germinando. “Eso le dio más confianza al viajero, cambió su comportamiento”, dice Eduardo Brito. Según él, fue evidente el punto de inflexión después de que las cifras de vacunación se hicieron públicas.
Para algunos ya fue demasiado tarde. Brito dice que aproximadamente un 30% de los negocios que se cerraron en marzo del año pasado no volverán a abrir. Muchos otros, dice, están luchando por no sumarse a ese triste porcentaje.
Desde agosto de 2020, poco a poco, los visitantes han ido regresando a Galápagos. Ha sido paulatino. Según cifras de su Cámara de Turismo, actualmente, el promedio de crecimiento es del 17% mensual. De esas llegadas, el 70% estarán en tierra y el otro 30% a bordo de un barco. Sin embargo, por la pandemia, el porcentaje que va a los cruceros no representa ganancias para muchos de los comerciantes del pueblo. Las personas que están a bordo, cuando bajan a tierra no pueden interactuar con los puestos de venta de souvenirs, restaurantes y agencias de tours diarios en que no hayan sido aprobados por las empresas que administran sus cruceros. Locales como el de Adriano Cabrera o el de Priscila Guerrero sí están entre los autorizados, pero el de souvenirs de Rosa Chizaiza, en Puerto Ayora, en la isla Santa Cruz, no. Chicaiza, una pequeña mujer de cabello negro largo y piel oscura vestida con una falda que le llega hasta sus talones, dice que ha recuperado sus ventas solo en un 30% y que una de las principales causas es que las decenas de personas que van a los cruceros no pueden comprar las camisetas, llaveros y gorras temáticos que ella vende. Carina Villavicencio, una quevedeña que ha vivido 17 años en las islas y tiene una tienda de comestibles en el puerto de Santa Cruz, dice que sus ventas tampoco son como eran antes de la pandemia, y no tener el turismo de los barcos le “afecta muchísimo”.
Para llamar la atención de la gente que pasa por el puerto, Chicaiza puso carteles promocionando descuentos, pero dice que ni así logra llegar al 50% de las ventas que tenía antes. Eduardo Brito dice que la decisión de no permitir que los turistas interactúen con el pueblo se tomó para evitar que se ponga en riesgo de contagio a las dos partes.
No quieren que un brote en un barco, que es un espacio cerrado, detenga la reactivación que tanto les ha costado. “No me gusta que no dejan interactuar con el pueblo porque eso ayuda a que su economía se reanime”, dice Carlos Reyes, quiteño que fue a un crucero con su papá, su esposa y sus hijas. Brito dice que esta decisión está en constante evaluación, pero por el momento se mantendrá la medida por seguridad.
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Otro inconveniente fue descubrir cómo adaptar las actividades, espacios y procesos a la realidad de la pandemia. A bordo del Santa Cruz II se han implementado nuevos protocolos que, en alta mar, adquieren aires rituales.
Cada mañana, antes del desayuno, la doctora hace que los pasajeros se formen en fila —sin importar cuánto se muevan el barco ni lo mareados que estén los pasajeros— para tomarles la temperatura y la saturación. Otros, se han modificado. Antes las comidas se servían en grandes buffets, ahora hay entre tres y cuatro opciones para cada comida que se escogen con anticipación.
Los menús de papel también han desaparecido. Los pasajeros acceden a la selección de comidas, el plan de actividades y otra información de los tours con un código QR que está impreso en varios espacios del barco. Hay un cambio positivo: Javier Yanze, chef de la nave, dice que ahora la mitad de productos que utilizan son de comerciantes del archipiélago.
En el rancho El Manzanillo también cambiaron el buffet por platos a la carta. Guerrero admite que todavía algunas empresas piden que la comida se sirva de esta manera, pero que ahora los protocolos son otros. No permiten que los pasajeros toquen los alimentos para reducir el riesgo de contagio.
En los locales turísticos —como el barco, el rancho o el hotel Finch Bay— se han intensificado los protocolos de limpieza incluyendo cámaras de ozono, alcohol o amonio cuaternario. Además, aumentó el tiempo destinado para sanitizar cada espacio y exigen medidas de bioseguridad para los visitantes y su personal.
Algunas actividades del Santa Cruz II se suspendieron. Paolo Rosania, gerente hotelero del barco, dice que antes de la pandemia el crucero incluía una parrillada al aire libre en la que los pasajeros se preparaban sus propios cócteles, una noche de sushi y una cata de quesos y vinos. Sentado en el bar del barco con su impecable uniforme blanco y azul, Rossani dice que hasta que encuentren una forma de hacerlo cumpliendo con las medidas de bioseguridad, estos planes seguirán cancelados.
Los esfuerzos parecen tener el efecto deseado de dar seguridad a los pasajeros. Haley Reesinburg, Arash Keshmirian, Niousha Saghafi, Nicholas Johnson y Renee Sundstrom dicen que las medidas de bioseguridad que han visto en Galápagos son mucho más severas que en Estados Unidos. “Todos usan correctamente la mascarilla”, dice sorprendida Haley Reesinburg, de 28 años. También les ha llamado la atención el fácil acceso a alcohol y gel desinfectante que se han transformado en las nuevas decoraciones de las mesas de los camarotes, el comedor, la biblioteca, el bar y de otros espacios comunes del Santa Cruz II.
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En los primeros 15 meses de la pandemia hubo un cambio fundamental para la tripulación de los barcos que va más allá del aforo y las actividades. Cuvi dice que como marineros tenían la premisa de saber cuándo embarcarían y desembarcarían. Por más de 365 días muchos no supieron cuándo lo harían. Muchas personas siguen con esa duda. Sofía Darquea dice que ella todavía no tiene fechas fijas para sus próximos trabajos como guía, así que la incertidumbre que ha sentido desde marzo de 2020 sigue ahondándose.
El paulatino regreso de los visitantes al rancho El Manzanillo le permitió a Guerrero recontratar a 6 de las personas que despidió a principios del año pasado, que se sumaron a las tres del negocio de los chifles.
No pudo volver a contratar a los otros empleados que tenía porque abandonaron las islas. Ahora, contrata esporádicamente a seis personas adicionales, en los días en los que tiene más clientes. Sin embargo, no puede contratarlos a tiempo completo porque no sabe si el flujo de personas aumentará.
Cabrera también está tratando de recontratar a los dos empleados que despidió, los dos se regresaron a sus ciudades natales, Loja y Zamora. Uno de ellos, dice Cabrera, sí quiere regresar al trapiche, pero Cabrera no puede asegurarle un contrato de trabajo todavía. “Quiero esperar a ver si se reactiva un poco más el turismo”, dice mientras se apoya con los hombros tensos en su trituradora de caña de azúcar. A Cabrera, igual que a muchos otros pobladores de Galápagos, le preocupa la variante Delta, una mutación del SARS-CoV-2 que produce el covid-19 que es mucho más contagiosa que otras, que se han identificado hasta el momento y de la que ya se han identificado 3 casos en la provincia.
Para evitar que haya un brote de esta peligrosa variante en el archipiélago, las autoridades ecuatorianas decidieron bajar la edad para la vacunación, hacer pruebas de antígeno para diagnósticos tempranos, entre otras. Además, se mantienen disposiciones como que es necesario presentar el carné de vacunación o una prueba PCR negativa con hasta 72 horas de antelación para entrar a la provincia. Pero las nuevas, las antiguas y las constantes amenazas a la industria turística en Galápagos siguen frenando la reactivación económica que tanto necesitan Priscila Guerrero, Adriano Cabrera, los guías turísticos, el capitán Cuvi, su tripulación y el resto de los 25 mil habitantes de las islas.