Con los pies descalzos sobre el ardiente asfalto de una amplia avenida en El Coca, capital de la provincia amazónica de Orellana, Verónica Grefa —lideresa kichwa de la comunidad de Toyuca— mira el horizonte con los ojos perdidos. Tiene pintados los cachetes con líneas delgadas negras, su piel morena brilla con el sol, y lleva una falda lo suficientemente fresca para soportar la humedad que abraza la Amazonía la mañana del 7 de abril de 2021. Grefa recuerda que hace un año, un día como ese, su vida, la de su comunidad, y la de más de 25 mil indígenas más, se mancharon con el negro espeso de un derrame de petróleo.
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Al menos 15 mil barriles de crudo terminaron en las caudalosas aguas del río Coca, producto de una rotura en el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) a la altura de la ahora inexistente cascada de San Rafael, en la Amazonía ecuatoriana. Desde que se enteraron del derrame, Grefa y los líderes y lideresas de otras comunidades afectadas han estado luchando por sus derechos sin descanso. La empresa OCP y la petrolera estatal Petroecuador dicen que ya se completó la remediación del derrame, pero las comunidades afectadas aseguran que aún no hay reparación y la justicia, 365 días después, no llega.
En Ecuador, la naturaleza es sujeto de derechos. La Constitución dice que cuando hay un impacto ambiental provocado por la explotación de los recursos naturales no renovables —como en este caso, crudo— el Estado “establecerá los mecanismos más eficaces” para su restauración. Además, dice, se “adoptará las medidas adecuadas para eliminar o mitigar las consecuencias ambientales nocivas”. Pero tras el derrame de abril de 2020, el gobierno no ha hecho lo suficiente para asegurar esta restauración.
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En la marcha, con un megáfono rojo, Verónica Grefa repetía constantemente la palabra justicia. Cientos de personas eran su eco. A su lado, y delante y detrás de ella, caminaban además mujeres embarazadas, niñas, jóvenes, ancianos, monjas, y defensores de los derechos humanos. A pesar del calor, la humedad y del intenso sol amazónico, caminaron durante poco más de cuatro kilómetros desde las afueras del Consejo de la Judicatura, el organismo administrativo del sistema judicial, hasta la sede de la Fiscalía provincial para reclamar por el agua, la comida, y la salud que el derrame les ha quitado en el transcurso de este año.
La cantidad de petróleo que se derramó en el río Coca el 7 de abril del año pasado fue tan grande que fue como si 200 camiones hormigoneros llenos hubieran vertido todo su contenido en uno de los afluentes en el río.
Para limpiar esa cantidad de petróleo, se debió responder de inmediato e intentar contener al menos una parte del derrame con barreras. Sin embargo, hasta ahora, según la abogada defensora de las comunidades, Vivian Idrovo, no se ha hecho nada. Idrovo dice que en el año que ha transcurrido, Petroecuador y OCP no han mostrado ningún documento que pruebe que se ha limpiado el río de alguna forma. Solo se han entregado bidones de agua, que las comunidades dicen que son insuficientes, y kits de alimentos, que tampoco han alcanzado para alimentar a todos los afectados.
Hice un pedido de información a Petroecuador y OCP para preguntarles qué acciones habían tomado después del derrame, pero hasta el cierre de este reportaje no tuve respuesta.
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La falta de atención al derrame no solo se refleja en el río contaminado o en las enfermedades que ahora enfrentan cientos de niños y adultos, sino también en la falta de justicia.
Tres semanas después del derrame, el 29 de abril de 2020, varias organizaciones indígenas presentaron una acción de protección —un recurso que permite la reparación de derechos constitucionales vulnerados— y solicitaron medidas cautelares contra el Estado ecuatoriano.
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Alegaban que el derrame de petróleo vulneraba los derechos al agua, a la alimentación y a la salud de más de 105 comunidades indígenas de las provincias amazónicas de Sucumbíos y Orellana. Además, pedían que se repararan sus derechos, y que la empresa de Oleoducto de Crudos Pesados (OCP), el Ministerio de Energía y Recursos Naturales no Renovables, Petroecuador, y otras instituciones estatales proveyeran de agua potable y alimentos suficientes a todos los integrantes de las comunidades afectadas, hasta que los ríos Coca y Napo —al que también llegó el derrame— regresaran a sus condiciones habituales antes del derrame.
Pero cuatro meses de audiencias aplazadas después, el 1 de septiembre, el juez Jaime Oña negó la acción de protección y medidas cautelares a favor de las comunidades. Según el artículo 88 de la Constitución, una acción de protección puede interponerse siempre que exista “una vulneración de derechos constitucionales por actos u omisiones de cualquier autoridad pública no judicial”. De acuerdo a la norma suprema en el país, el juez debía aceptar la acción, pero no lo hizo. Las razones que dio para no hacerlo, dice la abogada Vivian Idrovo, no tienen sentido. En su sentencia, Oña dijo que era innegable que el derrame había afectado a varias poblaciones. Sin embargo, según él, la mera afirmación de que había una violación de los derechos, no era un elemento suficiente para el acceso a la vía constitucional.
La sentencia escrita —que por ley no debe demorar más de 10 días en ser entregada a los accionantes para que apelen el fallo— fue entregada 41 días después. Apenas la tuvieron, las comunidades apelaron. Tras cinco meses de haber presentado la apelación, el 24 de marzo de 2021, la Corte Provincial de Orellana también falló en contra de ellas. Según la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos, la sentencia califica “como meras insatisfacciones” a las alegaciones de derechos vulnerados, incluso aunque durante el juicio se comprobó “la vulneración de derechos humanos y de la naturaleza”.
Pero aún quedan vías legales para las comunidades. María Espinosa, otra de las abogadas de las comunidades, dice que ahora irán directamente a la Corte Constitucional para exigir justicia. Espera, como las más de 27 mil personas afectadas, que la sentencia de esta Corte les sea favorable, y permita reivindicar los derechos de los afectados por el derrame. Espinosa dice que si tampoco hay justicia, llevarán el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el organismo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) que se encarga de promover y proteger los derechos humanos, para que allí se resuelva.
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Este año no solo ha sido de impunidad. Según las comunidades y defensores de derechos humanos, también ha sido de persecución. El juez Jaime Oña —quien hizo la sentencia de primera instancia sobre la acción de protección y medidas cautelares— puso una denuncia en la Fiscalía por supuesta instigación contra, aparentemente, los abogados de las comunidades. El Código Orgánico Integral Penal (COIP) dice que este delito consiste en motivar públicamente a una persona a cometer un delito contra otra o contra una institución. Se sanciona con prisión de seis meses a dos años.
En la denuncia escrita, Oña no menciona explícitamente los nombres de las personas que habrían cometido el delito. Pero en una de sus declaraciones en la fiscalía, involucró a los abogados de las comunidades, Julio Prieto, Vivian Idrovo, María Espinosa y Silvia Bonilla, y a Carlos Jipa, presidente de la Federación de Comunas Unión de Nativos de la Amazonía Ecuatoriana (FCNUAE).
Los cuatro abogados y el dirigente kichwa fueron llamados a rendir su versión en la Fiscalía el 7 de abril de 2021: el día del aniversario del derrame. Las comunidades decidieron aprovechar la oportunidad para hacerse escuchar.
Esa cálida mañana, cientos de líderes indígenas, activistas, comuneros, y defensores de los derechos humanos se reunieron en El Coca con un objetivo común: exigir justicia y rechazar la persecución de quienes durante un año han estado ayudándolos a defender sus derechos. El fiscal a cargo del caso que debía tomar las versiones nunca salió.
De hecho, según funcionarios de la Fiscalía presentes, el fiscal ni siquiera estaba allí. A los reclamantes no les sorprendió. Un año lleno de inconsistencias después, las comunidades y sus defensores han aprendido a no sorprenderse con los desaires del sistema de justicia de nuestro país.
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Cuando hay un derrame de petróleo, la empresa responsable debe hacerse cargo de su contención. Michelle Montenegro, experta en Ciencias Ambientales de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador en Ibarra, explica que el primer paso es hacer una detección temprana porque, mientras más rápido se actúe, menos contaminación habrá. Luego, de forma general, la empresa debe activar y desplegar al personal que está preparado para estas emergencias, controlar la fuente de donde está saliendo el crudo, contener la mancha de hidrocarburo, y recuperar el crudo regado a través de equipos y técnicas especializadas.
Cuando el derrame ocurre en un cuerpo de agua, la respuesta es un poco más difícil. Montenegro explica que siempre debe haber un modelo de gestión que establezca diferentes puntos de control a lo largo del río desde donde se puede responder a emergencias de este tipo. Por ejemplo, si hay un derrame en un punto determinado, los equipos de respuesta se debe activar en el punto siguiente, para evitar que el crudo siga avanzando. Una vez que se detecta la mancha de crudo, la empresa es responsable de colocar barreras de contención —largos dispositivos de plástico flotante— que permitan encerrarla. Luego, las barreras son llevadas con cuidado hacia lugares que se denominan “playas de maniobras” donde, con bombas (skimmers) y camiones de vacío, se succiona el crudo y se empieza a limpiar.
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Si no se hace esto a tiempo o el caudal del río es muy fuerte para contener el derrame, el crudo se esparce y luego no hay forma de limpiarlo. Eso es lo que pasó en el río Coca. Ni OCP ni Petroecuador llegaron a la zona del derrame a tiempo, y al ser uno de los ríos más caudalosos del país, el derrame se extendió sin que hubiera forma de limpiarlo después. Un año más tarde, varios comuneros aseguran que a veces cuando van a las riberas del río, se encuentran con restos de crudo en las ramas de los árboles y en las rocas.
La bióloga Carolina Zambrano explica que los derrames de petróleo pueden tener consecuencias nocivas tanto en el río como en “todo el ecosistema”. Zambrano explica que el crudo puede crear una “especie de película de aceite” sobre el río que dificulta que la luz entre al agua. Esto altera los procesos de fotosíntesis de las plantas en el río, causando un desequilibrio energético porque ellas son las que se encargan de producir suficiente oxígeno en el agua.
Además, el petróleo tiene ciertos componentes que se evaporan y descomponen en la atmósfera. Zambrano dice que esto significa que también hay contaminación en el aire que puede causar “daños en las vías respiratorias de varias especies” como aves, mamíferos e incluso humanos. El crudo puede también disolverse en el agua o crear sedimentos que, según la bióloga, “perjudican la alimentación y reproducción de las especies que dependen del río”, y de las que luego dependen las personas. Es decir, también se afecta la alimentación de las comunidades, en su mayoría indígena, que viven en las zonas afectadas por el derrame.
La contaminación del río Coca por el derrame del 7 de abril de 2020, podría incluso afectar el río Amazonas —el más largo y caudaloso del mundo— y a las comunidades que dependen de él, pues sus aguas desembocan allí.
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Un año después, el derrame también ha dejado ver sus consecuencias en la salud de las comunidades que dependen del río Coca, Verónica Grefa, lideresa kichwa de la comunidad de Toyuca, dice que la gente sigue usando el agua del río porque “no tienen otra opción”. En su comunidad, la gente sigue bañándose y pescando en el río como lo hacían antes del 7 de abril del año pasado. Además, en la mayoría de comunidades no hay agua potable. El agua para beber, se obtenía del río o de la lluvia. Pero ahora tras el derrame, solo dependen de la lluvia, y cuando no llueve, se ven obligados a beber del río, a pesar de que está contaminado.
En Sardinas, una comuna kichwa a poco más de media hora de El Coca —capital de la provincia amazónica de Orellana— todavía hay niños con llagas en la piel. Juan Licuy, dirigente de la comuna que también asistió a la marcha por al año del derrame, cuenta que el río sigue contaminado, y “como no han limpiado” y los niños se siguen bañando en esas aguas, se siguen lastimando. El doctor Miguel San Sebastián, experto en epidemiología medioambiental de la Universidad de Umeå en Suiza, dice que los niños y niñas son más vulnerables a desarrollar infecciones en la piel debido al contacto con el petróleo porque es más sensible que la de los adultos. Pero los niños no son los únicos afectados. En esta y otras comunidades, después de tener contacto con el río, muchos cuentan que tienen dolores de cabeza o diarrea.
El derrame ha empeorado la desnutrición. Severino Sharupi, presidente de la Federación de la Nacionalidad Shuar de Pastaza, dice que en varias comunidades shuar se ha visto muchos niños con desnutrición porque su alimentación dependía de los ríos, y ahora que están contaminados, no pueden comer como antes el pescado que obtenían de él.
En junio, dos meses después del derrame, Petroecuador y OCP entregaron kits de alimentos que, según los jueces que han revisado el caso, lo hicieron como una forma de reparación. Pero según Sharupi y otros líderes indígenas de las comunidades afectadas, los kits que fueron entregados una sola vez no alcanzaron ni para una semana. Desde entonces han cambiado sus dietas por animales terrestres como tapires y han aumentado su consumo de carbohidratos como la yuca y el verde. Otros, en cambio, comen peces contaminados.
El doctor San Sebastián dice que estos efectos son solo algunos de los que han podido detectar a corto plazo. Con el paso del tiempo, asegura, habrá otros. El doctor que trabajó durante más de 10 años en la ribera del río Napo, destaca que por el contacto constante y a largo plazo con el río contaminado, en el futuro se verán otras consecuencias como malformaciones congénitas, mayor número de abortos, e incluso cáncer. Lo ideal sería, dice San Sebastián, que la gente deje de tener contacto con las aguas contaminadas. Pero, como decía Verónica Grefa y ante la falta de agua potable, es imposible.
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En Aguarico, un cantón en la provincia amazónica de Sucumbíos que está junto a la Reserva del Cuyabeno, no solo hay problemas de salud. El turismo también se ha visto afectado por el derrame. Aguarico, es desde hace mucho tiempo, uno de los destinos turísticos más comunes para avistar delfines rosados —una especie endémica del Amazonas que está en peligro de extinción.
Pero desde el derrame de abril, ya no hay delfines. Klever Jumbo, de la comunidad de Martinica en Aguarico, dice que nunca se hizo limpieza en el área y que a veces se encuentran con que parte del crudo que estaba al fondo del río ha salido a la superficie. Jumbo cree que por eso ya no hay delfines: se fueron a otro lugar donde el agua del río no está contaminada con petróleo.
Frente a la sede de la Fiscalía de Orellana, rodeada de personas que sostienen carteles con la palabra “justicia”, Verónica Grefa permanece seria. Como las lanzas de sus abuelos, sus profundos ojos oscuros se clavan con frustración sobre el imponente edificio que para ella, y otras 25 mil personas, es símbolo de la indolencia y la impunidad del sistema. No dice nada más, pero con determinación en su rostro, celebra cuando otros líderes y lideresas declaran que su lucha no terminará hasta que se haga justicia de verdad.