Cuando Anthony Bourdain se llevó a la boca el primer bocado de colonche, uno de los platos más pedidos a Isabel Pérez, dijo “¡wow, esta mujer sí que sabe cocinar! Esto es increíble”. Bourdain, un amante de los guisos, supo reconocer que esa lava de maní y mariscos sabía a un buen recuerdo, esos que no se borran porque se impregnan con todos los sentidos. Lo mismo pensé yo, mientras me comía el mismo plato que Bourdain, hoy preparado por la hija de Pérez, Mora del Campo, actual dueña y chef del restaurante que le dejó su madre: La Calderada.
La Calderada existió por muchos años en Manglaralto, un pequeño pueblo playero que es abrazado por la cordillera tropical Chongón Colonche. Desde ahí Isabel Pérez cocinaba a diario su historia fusionando al mar y la montaña convirtiéndolos en platos de comida, una historia que continúa hoy con su hija Mora. Desde Manglaralto sedució a toda alma viajera que visitó el restaurante, desde 1990 hasta 2016 cuando Pérez se jubiló y su hija tomó la batuta. “Mi madre es la gestora principal de esta linda empresa”, dice Mora del Campo sonriendo con mucho orgullo, y habla en presente de su madre que ya no trabaja en el restaurante, pero que se la recuerda con cada bocado que sus clientes comen a diario.
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Pérez fue pregonera de recetas. En un video hecho por uno de los tantos viajeros que la visitaban, Isabel, con sus ojos y cejas bien definidos, dice “lo único que quiero es que todo lo que he aprendido de cocinar por 50 años, pase a todas las personas que se pueda, porque es hecho con mucho amor”. En aquel momento, luego de explicar la importancia que es para ella que sus clientes se lleven una buena experiencia, ofreció ante la cámara a la viajera, que si ella quisiera, podría quedarse en su casa el tiempo que le tome aprender su cocina desde los fogones de La Calderada.
Hoy el restaurante ya no está en la península. Se mudó, de la mano de Mora del Campo, desde el 2017 al 2019 a la sierra en Cuenca local que cerró por la pandemia. A finales del 2020, el espíritu de Isabel Pérez volvió aparecer, esta vez en el Malecón del Río, una plaza gastronómica al pie del río Guayas, en Guayaquil. Allí todos los días del Campo cocina y sirve los platos que aprendió de su mamá, a cada uno de sus comensales. Desde la mesa, parece una directora de orquesta con su personal de la cocina; se toma el tiempo necesario para que nosotros, sus comensales, podamos devorar un plato fresco, recién preparado.
Cuando llegué me sirvieron unos infaltables chifles acompañados de un encurtido que limpió y preparó mi lengua para recibir al colonche.
A mi mesa llegó Ana, la hija de Mora del Campo, con una lava burbujeante a la que se le salían las cabezas de unos langostinos, rodeado por unos patacones dorados. Le pedí perdón a mi alma porque, por milésima vez me llevaría a la boca un bocado hirviendo cuando lo que menos necesita mi cuerpo en esta ciudad es más calor.
El colonche es una especie de crema, que no llega a ser sopa, pero tampoco es tan consistente como una cazuela. Es un poco dulzón, y al inicio pensé que era coco, pero luego Del Campo me explicó que es porque tiene una base de abundante refrito de cebolla cortada en julianas. Las cebollas largas se cuecen con el aceite hirviendo, junto a otras especies hasta llegar a un punto caramelo creando esa mezcla rojiza, a la que se agrega maní y verde frito achicharrado. A este condumio se le agrega mariscos; el mío lo pedí con camarones, langostinos y pescado.
Acompañé este plato con una limonada imperial, que es como un aire acondicionado para la garganta, mientras devoraba el abundante legado que Pérez llevó de Manglaralto a Guayaquil.