Cardó abrió el 6 marzo de 2020 y cerró el 16 marzo de 2020: el mundo también. “Casi me muero”, dice Adrián Escardó, su chef y copropietario, arrimado a una de las mamparas que separan una mesa de otra. “Pero creo que hicimos las cosas bien y fuimos saliendo adelante”, dice, sonriendo —me imagino— detrás de la mascarilla. Como ya habíamos terminado de comer sabíamos que era cierto: en Cardó hacen las cosas bien —muy bien.
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Cardó reabrió en junio. Nueve meses después, una noche de este frío invierno de 2021, estábamos ahí para celebrar. El ambiente de la ciudad que, a un año de la pandemia del covid-19, ha adquirido la ambigua normalidad (“nueva” le dicen) de las novelas distópicas (Atwood, Roth, Dick), no se esfuma pero al menos sí se diluye en Cardó: si hay algo que nos ata a la realidad anterior a las mascarillas, los temores y los fiascos vacunatorios —silencio: mejor no hablar de ciertas cosas— es poder comer con quienes más queremos. Si algo que nos saca a flote, trepado en las tablas del naufragio del presente, es que esa mesa que compartimos nos alegre, nos reconforte, nos invite a seguir conversando.
En Cardó la carta es una invitación: como si un viejo amigo llamara para vernos después de un encierro prolongado. Por eso no es una exageración la promesa cardosiana de que en su restaurante “un plato siempre tiene algo que contar”. Quizá por eso es que entre picadas y entradas, entre pulpo grillado y croquetas de rabo de toro y el tartín de mousse de aguacate y atún rojo, a uno se le va la noche —y conversa sobre la vida, los planes, y todo aquello que sucede mientras uno los hace. Pasar un par de horas en este restaurante que funde los ingredientes locales con técnicas del “viejo y nuevo mundo”, como dice Escardó, es riquísimo —en todas sus dimensiones.
Hace seis años, Adrián Escardó llegó a Quito desde la Argentina. No había cumplido 30 años y se había mudado a la punta de un cerro —a un valle entre cerros, en realidad— a contar sus historias emplatadas, que recogen un poco de su bagaje familiar (nacido en Argentina, padres italo franceses, viajado por tantas partes) y una convicción de que la mejor comida es la que nos dice algo.
El cochinillo que sirve Cardó nos dice, por ejemplo, que está en un contexto histórico determinado.
Es una manifestación andina de la tradición segoviana —el cochinillo de Segovia es, más que comida, una seña de identidad cultural. Segovia y el cochinillo están unidos como Quito y la Mitad del Mundo, Montevideo y la Rambla, Berlín y la Torre de Televisión de Alexanderplatz. Pero en Cardó lo ha pensado como un mestizaje que se parece demasiado a la ciudad en la que se sirve: su cuero reventado, en lugar de crocante y rígido (como manda la cocina segoviana) está reventado y es elástico, como el que se sopletea en los interminables fogones que pueblan las faldas de los volcanes andinos.
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Es un encuentro amable, entre iguales —como habría sido la llegada de los españoles a estas tierras en un mundo ideal. Su cocción deja su carne muy tierna y jugosa y el cuerpo casi achicharronado le da la potencia que solo es posible cuando se junta sal, grasa y fuego. La muy generosa porción del cochinillo se sirve acompañada de maduros y una espuma de queso manchego (otro gran encuentro andino ibérico) y papitas grilladas.
En ese cochinillo está cumplida una promesa de Escardó. “Somos un espacio donde la sencillez determina nuestro movimiento”, dice su restaurante en su sitio web, “pero son los rituales detrás de cada plato, el conocimiento de cada uno de nuestros ingredientes y su historia, lo que hace que lo ordinario se convierta en algo extraordinario”. Es una oferta arriesgada, que podría sonar grandilocuente si no fuera exactamente lo que uno encuentra ahí.
El pulpo grillado con cremoso de papa chola y achiote, tomate confitado y polvo cítrico, que pedimos para compartir lo confirma. Su textura, consistencia y sabor son extraordinarios. Al probarlo, se nota el cuidado en la cocción. Si tuviera que hacer un ranking de los mejores pulpos de Quito este lleva la delantera por largo —es como el Lewis Hamilton de los pulpos. Escardó no tiene reparos en contar el método de cocción con que lo prepara, contrariando esa vieja (y algo caduca) idea de que el chef debe guardarse sus secretos porque, como dijo Bobby Axelrod, filósofo villano, “muchos ven películas de Bruce Lee: no signifca que puedan pelear karate”.
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Escardó dice que su pulpo pasa tres momentos de preparación. Primero lo asusta, pero a la parrilla. “Asustar al pulpo” es una técnica (que yo aprendí de un gallego) que consiste en sacar al animal de la olla en que es preparado para someterlo a choques térmicos que hacen que sus fibras musculares (superpuestas entre sí y reforzadas con colágeno) se rompan y el pulpo no quede cauchoso. En Cardó lo asustan en la parrilla, no en la olla. Luego pasa al horno y es rematado en la brasa de la parrilla. El resultado es un guante braseado que reposa gentil sobre el cremoso de chola y achiote.
El tartín combina la fuerza del atún rojo y la seda comestible del aguacate sobre pan crocante de la casa. Es un gesto sencillo pero rotundo. Las croquetas de rabo de toro (que combina dos clásicos españoles) son de esas cosas que uno piensa que se le podrían haber ocurrido a uno (pero no se le ocurrieron: como pasa con el arte contemporáneo). La pesca del día, superlativa: suave y en su punto —ya he citado a Malman: no hay nada más triste que un pescado sobrecocido—, coronada por un chutney de mango y rodeada de un pequeño lago de cocolón mojado ensopado en crema de coco que, en el plato hondo como un cráter extinto, parecía un Quilotoa delicioso.
Esa noche en que no paró de llover, nos sentimos abrigados. Conversamos y reímos entre plato y plato y yo cerré con mi postre favorito: una buena taza de café caliente, servida en un tazón sin orejas, que me obligó a tomarlo con ambas manos —como dicen los japoneses que deben tomarse las bebidas calientes. Al final, las horas se habían evaporado: era una celebración como las de otras épocas, en un espacio adecuado para estos tiempos. “Uno que nos permite viajar a través de los platos ahora que viajar es tan difícil”, dice Adrián Escardó. En el rectángulo de esa mesa bien servida y atendida, nos dimos una feliz vuelta por la vida y el mundo.