Toda mi vida he tenido una fijación con el centro de mi ciudad, Guayaquil. Es el único lugar en el que a ciertas horas y solo en ciertas calles se siente ese espíritu inagotable de las grandes ciudades que uno ve en las películas. Personas caminando sin descanso, hombres y mujeres en trajes elegantes, comerciantes gritando “¡maní! ¡lotería! ¡lleve, lleve!”, viejitos anclados por horas en las bancas bajo los árboles de las plazas, el sonido del agua de las fuentes mezclados con el de los motores de los carros, edificios repletos de ventanas en su fachada que van cambiando de tonalidad a medida que el sol se va poniendo en el atardecer. En medio de ese caos imparable, en el vértice que une las calles Panamá y Luzárraga, a una cuadra del río, está La Central, un pequeño oasis de exquisita comida.

En el 2017, las hermanas Gabriela y María Fernanda Cepeda decidieron, con conciencia y orgullo, regresar al centro, el barrio donde crecieron, para abrir un restaurante. Gabriela es chef, y María Fernanda es máster en administración hotelera. En aquella época lo trendy para un nuevo restaurante era situarlo en barrios más modernos o en plazas comerciales. “Cuando uno viaja, siempre visita los centros de las ciudades”, dice Gabriela sobre por qué quiso que La Central esté en el corazón de su ciudad. 

En otros países, el centro —además de ser un lugar de comercio y negocios— es el epicentro de la vida turística, donde uno encuentra lugares para comer muy bien, descansar y contemplar el movimiento diario del lugar que uno visita. Pero en Guayaquil no sucedía eso: el centro era un destino principalmente laboral. Eso ha ido cambiando desde que La Central llegó a la entonces desolada calle Panamá hace casi cuatro años. Ahora, hay casi una decena de restaurantes a lo largo de su vereda de portales y sombras refrescantes, donde uno puede ponerle pausa a la voraz rutina del centro guayaquileño. En La Central no solo se cocina comida, sino que en este tiempo, también se ha cocinado ciudad. 

Hace poco, en una de las reseñas para Quiero Comer, José María León decía que uno de los placeres más grandes, además de comer comida deliciosa, es entregarse a la plena seguridad de que el chef no te defraudará. Eso pasa en La Central. La cocina de las hermanas Cepeda es precisa. Su carta no es estricta y, por ello, tampoco estandarizada. Tienen un par de platos permanentes pero rotan el menú todas las semanas de acuerdo a lo que sus proveedores abastezcan y la temporada del año. 

Lo que sí es estricto y estandarizado es la precisión con la que cocinan. Platos balanceados que caminan la cuerda floja de lo dulce y lo salado, lo crocante y lo suave, lo ácido y picante. Una cocina invadida por tradiciones de aquí, de afuera, combinadas con exactitud: cocinar es un ejercicio quirúrgico donde lo delicioso se asoma siempre con el desastre. Encontrar ese punto de vértigo y no caer al vacío es, en resumidas cuentas, saber cocinar.

Sentí eso con la crema de coliflor y el pulpo grillado que pedí para almorzar un día de intensos calores invernales guayaquileños. Llegué a La Central y, como siempre, fui bienvenida con una sonrisa por María Fernanda que siempre está pendiente de los comensales, y de la mesera que me atendió. Además del calor, la humedad en el centro de la ciudad te abraza y te abrasa. Hay una diminuta victoria gastronómica en esta tragedia pandémica: La Central ahora tiene sus mesas en la vereda, desde donde se puede ver, oler y sentir el río Guayas, y también estar más cerca del pulso citadino. Las mesas de los otros restaurantes que siguieron el ejemplo de La Central y se asentaron en la zona, están también en las veredas, lo que le da un aire veraniego y relajado. 

A los diez minutos llegó mi crema de coliflor en una cacerola de barro. En mi mente había imaginado un líquido blanco, pero este era café. Recordé que era de coliflor rostizada: tenía sentido. En el medio de la cacerola, unos crutones se bañaban en su piscina aterciopelada. Me llevé la primera cucharada a la boca y no paré hasta escuchar como la cuchara raspaba contra el barro. La crema tenía los tonos dulzones de la coliflor y la leche de coco, pero también otras ácidas por la especias, lo que le daba un sofisticado balance. Aún así, la textura delicada, muy propia de una cremita, le daba un aura casera que siempre es bienvenida. 

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Crema de coliflor en La Central

Rara vez pido pulpo cuando como en un restaurante, pero cuando vi que Gabriela Cepeda lo incluyó en su menú de esta semana, lo pedí sin dudar. Sabía que ella cumpliría con una de las promesas más difíciles de mantener en la cocina del mar: un buen pulpo. 

A mi mesa llegó un tentáculo generoso, grueso e imponente sobre unas yucas fritas, todo espolvoreados con perejil. No tuve que hacer un gran esfuerzo para clavar el tenedor, supe que estaba en su punto. Un tanto crujiente por fuera, gracias a la brasa; por dentro, sus fibras listas para deshacerse con facilidad. Le eché limón y se acabó. Las yucas estaban acompañadas de un alioli de limón lactofermentado, parecido a una mayonesa.

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Pulpo grillado en La Central

Como muchos otros restaurantes, La Central se frenó a raya en la pandemia. Fueron tres semanas seguidas de para. Pero ese ímpetu, forjado por la fuerza del centro de Guayaquil, que las ha empujado ya casi cuatro años, las ayudó a seguir. Durante tres meses cocinaron a puerta cerrada para ofrecer productos empacados para tener a La Central en casa. “Tuvimos que salvar el negocio de las cenizas. Era eso o desaparecer”, dice Gabriela Cepeda, recordando que ella y su hermana hacían de expreso para llevar y traer a sus colaboradores de sus casas al restaurante, y viceversa. Se negaron a cerrar, pero también a tener que despedir a alguien de su equipo.

Ahora, meses después de esas épocas tristes, en la esquina de Luzárraga y Panamá aún brilla La Central, de lunes a viernes, para ofrecer almuerzos y los sábados para su brunch, uno de los nuevos favoritos de su fiel comensalía. 

El trabajo a presión e imparable durante la pandemia no solo las salvó, sino que también las ayudó a crecer. Tuvieron que agrandar su staff. Hoy son un equipo de 10 personas que trabajan  bajo el lema de “cocinar rico te hace feliz”, que está escrito en los individuales de sus mesas en las veredas de esta esquina del centro de Guayaquil que, gracias a La Central, desde el 2017, es más feliz.