Las montañas cafés sequísimas parecen infinitas. Anchas, delgadas, redondas, puntiagudas, apuntan en todas las direcciones, formando el desierto de Jubones, un lugar tan árido e inhóspito que parece una postal lunar, y no un paraje andino donde viven, siembran y cosechan Blanca Atre, Adriana Tapia, Daisy Dota, y Mélida Romero, cuatro mujeres que no se conocen —están separadas por una, dos, tres y hasta cuatro horas entre ellas— pero que comparten una lucha diaria: llevar agua a sus plantaciones.
Sus parches son tan verdes que parecen retazos artificiales en el paisaje marrón de las 1200 hectáreas del desierto de Jubones, enclavado en el sur del Ecuador que es—según el mapa de climas del Instituto Nacional de Metereología e Hidrología— seco y templado cálido. Por su topografía, altura (que estriba entre los 800 y 1400 metros sobre el nivel del mar) y ubicación geográfica, la cuenca del río Jubones tiene un ecosistema particular que hace que las corrientes de viento se lleven toda la humedad hacia la Costa, lo que lo vuelve desértico. “Con el cambio climático esta situación se intensifica”, dice el especialista en Adaptación del Ministerio de Ambiente del Ecuador, Nicolás Zambrano. Ahí, en su aridez, crecieron Blanca, Adriana, Daisy y Mélida. Ahí, con una paciencia metódica y una dedicación inquebrantable, le han ido ganando terreno.
Todas viven de la agricultura y necesitan agua para regar sus sembríos, donde pasan largas jornadas bajo un sol riguroso. Todas, todos los días hacen algo para llevar agua a sus tierras. Desde niñas ayudaban a sus padres campesinos y fueron aprendiendo, de a poco, el trabajo agrícola en esos valles secos rodeados de montañas secas. Pero lo que les enseñaron, hoy les funciona menos porque, según ellas, las temperaturas y la sequedad han empeorado. “Antes normalmente llovía desde octubre hasta mayo, casi medio año, ahora tal vez habrá tres meses”, dice Álvaro Ordóñez, extécnico agropecuario de Foreccsa, un proyecto del gobierno de adaptación al cambio climático en la cuenca del río Jubones, del que el desierto toma su nombre.
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Blanca Atre, Adriana Tapia, Daisy Dota y Mélida Romero no saben con certeza qué es el cambio climático. Tampoco están enteradas de que, según varios estudios, agravará las condiciones de vida de los agricultores como ellas, y que sus consecuencias más extremas —como las sequías— aumentarán el hambre y la malnutrición. Todos los días se adaptan a él pero desconocen que eso es lo que están haciendo con sus prácticas concretas para que las altas temperaturas, los soles intensos, la falta de lluvia y la sequedad del suelo no merme la producción de las cebollas, mangos, aguacates, limones, tomates, pepinos que cosechan para vivir.
Estas mujeres no leen de ciencia ni conocen de análisis sobre el cambio climático, pero la ayuda esporádica del Ministerio de Ambiente, de sus municipios y prefecturas, y su propia inventiva les ha permitido cultivar con éxito esa tierra reseca. “Yo ni sabía que existía”, responde Tapia —secretaria de la Junta Balcones de Agua de Riego de Yuluc, su parroquia— cuando le pregunto si es parte de una de las 1593 familias beneficiadas por el programa de riego parcelario del Ministerio de Agricultura, en el que en 2019 se invirtieron 7,8 millones de dólares para “obras para que llegue el agua a las chacras y riegue las siembras: acequias, canales, tubos, aspersores, que deben estar manejadas por la junta de regantes”. Ella y los otros miembros de su Junta han desarrollado su propio sistema de cuidado, riego y gestión.
Ganarle al desierto es una tarea que exige todas las horas posibles, de todos los días posibles y no solo la intermitente aparición de un burócrata de buenas intenciones. En eso les va la vida a las señoras Blanca, Adriana, Daisy y Mélida.
El valor de una gota
A las seis de la mañana el sol aún no calienta pero sí lo ilumina todo. Blanca Atre prepara el café, alimenta a los cuyes y una hora después, junto con su marido, Jaime Sandoval, sale a trabajar la tierra, su tierra. “Ella es de las pocas sino la única mujer que se dedica a la agricultura aquí”, dice una vecina, sentada en un portal amplio, amarillo y de cemento. Está hablando de Jubones, un centro poblado en la parroquia Santa Isabel, del cantón Santa Isabel, de la provincia del Azuay, de la Sierra sur del Ecuador. Todos los habitantes de Jubones siembran, cosechan y venden lo que la tierra les da. Hace cuatro décadas era caña de azúcar. Luego vino el camote y la yuca. Después, la cebolla. Hoy, Blanca Atre y Jaime Sandoval tienen más de 50 productos.
No saben con exactitud el número, pero a pie y en camioneta recorren sus hectáreas que cambian de color cada tanto: rojo por los mangos, amarillo por los limones, verde por los pimientos. “Hasta hace dos años solo teníamos cebollas coloradas”, dice Atre mientras recorre el interior de lo que quedó de un vivero destruido por los fuertes vientos. Solo allí dentro cultiva naranjillas, cebollas, albahaca, lechuga, maracuyá y berenjena. Blanca lleva la marca de su oficio en la piel curtida. Camina entre las plantas, sin pisar ninguna, aunque parece ni mirarlas. Es una destreza envidiable. Con sus manos ásperas y uñas llenas de tierra agarra una tubería negra y delgada, que está sobre las cebollas.
— Este es el riego a goteo, del que le conté, dice y señala un orificio diminuto en el tubo, desde el que cae una gota de agua y moja la tierra.
Me contó porque, según Blanca Atre, en su vida hay un antes y un después de esa técnica de riego. Los tubos con agujeros se colocan a lo largo de cada surco y cada ocho días (más o menos, dependiendo del producto) se enciende la bomba y llega el agua. “El goteo es menos trabajo porque se deja abierta la llave y se va a hacer otra cosa, a hacer el almuerzo”, dice. “Entonces está regándose solo, en dos horas está regadito y se cierra la llave. Es lo mejor, me da más tiempo para cualquier cosa de hacer”.
El goteo, a Blanca, le ha dado tiempo. El tiempo, lo ha invertido en diversificar. Esa diversificación, le ha dado más ingresos. Pero el goteo es más que eso. El especialista en ecosistemas secos, Zhofre Aguirre, la describe como una “buena práctica agrícola” porque no solo se cuida el agua sino la calidad del suelo evitando que se pierdan los nutrientes.
Ese tiempo que tiene desde que empezó con el goteo, antes lo dedicaba a regar con la técnica de inundación, en la que usa una pala para quitar y poner tierra en medio de surcos naturales por donde fluye el agua. Ese tiempo que ahora tiene, desde hace dos años, lo usa para sembrar naranjilla, mango, berenjenas, maracuyá, melón.
Hasta hace dos años ella y su marido solo vendían cebolla y a un intermediario a un precio que, con las justas, cubrían los costos. Hoy no solo siembran y cosechan una variedad de verduras, legumbres y frutas sino que los venden ellos mismos en un mercado de Cuenca, la capital de la provincia de Azuay. Todos los viernes a las cuatro de la tarde conducen su camioneta repleta de productos hasta allá. Pasan la noche en Cuenca y a las tres de la mañana van al mercado para cargar todas las frutas y verduras. A las cinco, dice Blanca, empieza a llegar la gente a comprar los productos que han cosechado en la semana.
El mango es uno de sus favoritos. Mientras camina entre los árboles cargados de deliciosas frutas ovaladas que ella llama “mangos de comer”, saca un cuchillo y corta uno. Debajo de la piel fucsia, aparece el jugoso y anaranjado fruto. Los vende en el mercado a 50 centavos de dólar cada uno. Por un saco de cebollas —donde entran hasta 500— le dan entre 5 y 30 dólares. Es un producto cuyo precio varía demasiado, a diferencia del mango que se mantiene. “La gente que no diversifica, pierde”, dice Jaime Sandoval, el esposo de la señora Atre.
Blanca y Jaime son los únicos productores de la comunidad de Jubones que diversifican y venden sus productos directamente. El resto solo siembra cebolla y la vende a intermediarios en Santa Isabel.
El goteo también es ahorro. Para regar sus cultivos, Blanca y Jaime bombean el agua del río Jubones. Ponen una manguera gruesa en el río y con la fuerza de un motor, que funciona con un cilindro de gas de uso doméstico que cuesta 2 dólares e impulsa el motor por seis horas (un galón de gasolina les cuesta 1.85 dólares pero le dura apenas una hora). La tubería que absorbe el agua del río termina en un reservorio desde donde, del otro lado, sale el agua hacia los cultivos a través de mangueras y canales. Todo este recorrido, dice Jaime Sandoval, es de dos kilómetros.
Cuando le pregunto a Blanca cómo armaron todo el sistema de riego, cómo sabe cuánta agua necesita cada fruto, cómo no se le mueren los cultivos, cómo sabe cuándo cosechar si tiene 50 productos distintos, ríe: “Nos inventamos. Si algo falla, vuelvo a intentar”.
Esa capacidad de adaptarse, aprender y emprender los llevó, en el 2001, a migrar a Estados Unidos. Allá vivieron seis años con tres de sus seis hijos. Blanca Atre pasó de cosechar su tierra en Jubones, a limpiar un supermercado y pocos años después, a ser su coordinadora. “No hacía nada, solo andaba viendo que la otra gente haga su trabajo”, dice, se ríe, y toma un sorbo de un jugo de maracuyá que acaba de exprimir en su cocina. Son las 12 del día y, como siempre, con su marido Jaime, hacen una pausa a esa hora porque “el sol pega más fuerte”.
Las horas de luz en Jubones, explica Zhofre Aguirre, son casi doce. Allí, la heliofanía —las horas de sol al día— es de seis de la mañana a seis de la tarde. Es uno de los tres factores para que en el desierto de Jubones haya tanta sequedad. Los otros dos son las elevadas temperaturas —un promedio de 25 grados centígrados en el año—, y la precipitación que es de 400 milímetros anuales. “Cualquiera dirá que esa cantidad de lluvias es interesante para doce meses pero el problema es que es demasiado concentrada, llueve fuerte por poco tiempo, dos o tres meses”, dice Aguirre, quien es investigador en la Universidad Nacional de Loja, una de las provincias donde está el desierto.
Blanca Atre y Jaime Sandoval nacieron en ese desierto y no les parece extraordinario todo lo que hacen para que crezca todo lo que siembran. “Trabajar la tierra me gusta más porque tengo más independencia”, dice Blanca mientras recuerda su vida en Estados Unidos. En 2007 volvieron a Jubones. Querían ver a sus otros tres hijos y, dice, no se arrepiente de haberse ido ni haber regresado.
Aunque es dueña de su tiempo y sus ingresos han mejorado por la diversificación, a Blanca todavía no le alcanza el dinero para instalar el riego a goteo en sus 50 y tantos cultivos. “Pero está entre mis planes hacerlo”, dice segura.
El agua es política
“Adrianita, ¿y usted?”, dice Andrés Muñoz, el alcalde de Saraguro, para pedirle a Adriana Tapia que opine sobre cómo deben invertir los fondos del Municipio en la cabecera parroquial de San Sebastián de Yuluc, donde ella nació, creció y vive. Adriana —de nariz pronunciada y mirada fija— increpa a Muñoz y le dice que allí, en una de las once parroquias de Saraguro —un cantón de la provincia de Loja—, se necesitan muchas cosas. Sus vecinos hablan de infraestructura, de promover el turismo, de lastrar los caminos, de mejorar la educación.
Todos quieren algo distinto, pero esa mañana de noviembre deben llegar a un consenso para proponerlo a la Alcaldía. Durante más de dos horas, los habitantes de los siete barrios de la parroquia rural Yuluc han estado sentados en sillas blancas plásticas escuchando a funcionarios del Municipio hablar sobre qué es y por qué importa el presupuesto participativo. Les hablan de una cifra, de cómo ese número se divide por la cantidad de personas en cada barrio, y de las áreas en las que podrían pedir que se use ese dinero. Adriana Tapia está sentada casi al final de donde se proyectan estos datos. Los mira con incredulidad y me dice “es muy poquito, va a ser difícil decidir”, cuando se da cuenta que para su localidad quedan apenas 18 mil dólares.
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Dos horas después está sentada en un círculo más cerrado con sus 20 vecinos que asistieron a la reunión. De pie está el alcalde Muñoz. Adriana Tapia le dice que la calidad del agua que consumen —gestionada por la Junta Administrativa de Agua Potable, de la que ella es la Presidenta— es mala, y que necesitan un clorificador porque el que tenían se dañó hace un año.
—El sistema de clorificación no es muy caro, usted podría donarnos uno, le dice Adriana Tapia al alcalde de Saraguro.
—¿Cuánto cuesta una clorificadora?, le pregunta el Alcalde a Víctor González, el director de Agua Potable y Alcantarillado del Municipio.
Le responde que unos 1200 dólares, y el Alcalde se queda callado por un momento y dice que bueno, que se hará esa donación. Entre los 20 vecinos que aplauden la decisión, está Juan Tocto, el marido de Adriana Tapia. Ella regresa a verlo, sonriente, como quien celebra una pequeña conquista. Muy pronto, José Antonio Tocto —otro vecino que es el Presidente de la Junta de Agua de Riego— le recuerda a Muñoz sobre la crisis de la cebolla. En noviembre de 2019, el precio de esta hortaliza cayó hasta 1 dólar por saco. Un año antes, ese mismo saco, se vendía a 30 dólares. La gran mayoría sino todos los habitantes de la cabecera parroquial Yuluc, donde vive Adriana, siembran y venden cebollas, que riegan con la técnica de inundación.
El Alcalde, en otro intento de dar soluciones, les promete que pasará una ordenanza municipal para reducir el valor del alquiler de la maquinaria, propiedad de la Alcaldía, de 9 a 5 dólares la hora, para aliviarlos con los rezagos de los bajos precios de la cebolla. Después de dos promesas, aún les queda decidir qué harán con la inversión que les toca. Otro funcionario municipal les explica que con ese monto podrían contratar una consultoría para analizar el sistema de alcantarillado y luego conocer cómo lo pueden arreglar. Su recomendación parece casi una burla para una parroquia que no tiene sistema de alcantarillado público, educación secundaria ni caminos lastrados.
El consejo se ignora y la conversación se centra, de nuevo, en el agua. En un intercambio de ideas, precios y soluciones entre Adriana Tapia y Andrés Muñoz, el alcalde llama al presidente de la Junta Parroquial —el ente político responsable de Yuluc— y le dice, como dándole una orden, que debe financiar la mitad de la obra de alcantarillado porque los 18 mil dólares asignados del Municipio no serán suficientes. Adriana y Juan, su marido, salen satisfechos de la reunión con el alcalde. Ella está contenta porque, dice, es la primera vez que Muñoz va hasta allá luego de las campañas electorales. También porque todas las gestiones prometidas serán para mejorar el acceso al agua en su comunidad.
El agua es algo que todos cuidan. Además de ser la Presidenta de la Junta Administrativa del Agua Potable, Adriana es la Secretaria de la Junta de Agua de Riego y la Secretaria del Seguro Social Campesino. Todo al mismo tiempo. Fue la primera presidenta mujer de la Junta y teme que cuando deje el puesto, en un mes, la reemplace otro hombre. “Pocas mujeres se arriesgan a participar en las elecciones, piensan que no pueden, que las van a criticar”, dice con voz delicada pero firme. “Tenemos que crear más mujeres valientes”, dice.
Los tres cargos que tiene requieren organización y, sobre todo, disciplina. De su clóset, en su cuarto, saca una carpeta plástica llena de documentos. Entre los papeles, están los que ha escrito como secretaria de la Junta de Agua de Riego que, cuenta, tiene 57 socios.
Todos, sin excepción, participan en la revisión y mantenimiento del canal, que conduce el agua a los cultivos con productos que venden para vivir. Todos los días —incluidos los fines de semana y feriados, explica Adriana Tapia— una persona camina los 18 kilómetros del canal para cerciorarse que no está bloqueado por tierra, piedras, ramas.
Para asegurarse que los miembros cumplan, crearon un sistema de fichas. “La persona que tiene el turno, debe subir hasta la captación, dejar una ficha, y volver. Al día siguiente, a quien le toque el turno, debe subir, coger la ficha y regresar con ella”, explica Adriana. Quien no cumple, debe pagar una multa de 25 dólares. Mientras ella explica la organización de los miembros a detalle, su marido Juan Tocto la observa y me dice “siempre ha sido buena en trabajar con la gente, le gusta”. Esa habilidad se evidencia cuando Adriana está entre sus vecinos y habla: la miran y escuchan con atención. Confían. Le creen porque durante años ella ha hecho posible que gran parte de su localidad, de 400 habitantes, tenga agua para regar verduras que cosechan y venden para dar de comer a sus familias.
Agua cada ocho días
“Cuando era niña todo era seco y faique aquí. Con el tiempo se fue ‘enverdeciendo’”, dice Daisy Dota, de zapatos tenis, gorra azul, camiseta fucsia, blue jean y una chaqueta de la misma tela. Sobre la gorra se coloca un sombrero gris de tela, se saca los tenis y se pone unas botas negras de caucho que le dan a la rodilla. Deja lo que no va a usar en una cabaña de madera donde también guarda insecticidas, pesticidas, bombas de aspersión, rastrillos, palas, mangueras, baldes y materiales para la tierra. Agarra una pala —que es más grande que ella— y empieza su media jornada que durará, de corrido y sin descanso, cuatro horas.
Son apenas las 9:30 de la mañana pero el sol pega como si fuese el mediodía. Hoy ha arrancado tarde su trabajo por esperarnos, pero no lo interrumpirá mientras estamos ahí. Para llegar a la cabaña de madera junto a sus cultivos, Daisy Dota debe bajar 15 minutos desde su casa —en el poblado de Seucer— en moto. El paisaje seco de su pueblo —que es parte de la parroquia rural de Sumaypamba, del cantón Saraguro, de la provincia de Loja— va cambiando de color mientras más cerca está a los sembríos de Daisy y sus vecinos.
El degradé cromático es la prueba de que sus pobladores desafiaron la falta de lluvia y los suelos áridos. Estas condiciones ya difíciles aumentan con las amenazas climáticas que, en zonas como Seucer, se manifiestan como sequías. La sequía, según el IPCC —el organismo mundial de mayor autoridad sobre el cambio climático— es de las amenazas climáticas que más pueden afectar a agricultores y campesinos por el riesgo a que se queden sin comida.
Para abrir camino entre el monte, Daisy Dota usa su pala gigante. Cuando llega al reservorio que está en una pendiente por encima de los cultivos, coloca una manguera negra, dura y ancha. El otro extremo lo pone sobre un canal de piedras que casi no se ve entre los cultivos, la tierra y otros árboles que hacen las veces de cercas entre los sembríos. Cuando la manguera está en la posición adecuada, Daisy Dota abre la llave y el canal empieza a llenarse para empezar el riego de inundación, ese que también practica Adriana Tapia, y que Blanca Atre quiere reemplazarlo en todos sus cultivos por goteo porque dice que le quita demasiado tiempo. “El riego a inundación afecta el suelo, en el arrastre se pierden los nutrientes y eso se convierte en sedimentos en los ríos”, explica el investigador Zhofre Aguirre.
Daisy Dota y su marido Franklin Dota conocen de otras técnicas más efectivas de riego, como el goteo pero, dicen, no tienen el dinero para instalarlo. Entre los dos se dividen la siembra, riego y cosecha de la cebolla, el único producto que tienen. La siembra y riego lo hacen entre ambos, dividiéndose las parcelas. Pero para la cosecha necesitan ayuda extra: contratan entre dos y cinco jornaleros quienes pelan las cebollas, les cortan las hojas, y las empacan en sacos; a cada uno le pagan 12 dólares más el almuerzo. Si cosecharan solo los dos, no alcanzarían a sacar todas las cebollas a tiempo y, muy probablemente, se les pudriría parte de sus sembríos.
A pesar de esto, repite Daisy Dota, no tienen para arriesgarse y cambiar. Responde todo mientras sujeta su pala, corre y salta de surco en surco para sacar tierra de una parte, colocarla en otra para bloquear el paso del agua, y enseguida abrir otro espacio para que por ahí vaya la corriente. Si se demora demasiado, habrá surcos que se inundarán y otros que se quedarán secos porque nunca les llegó el agua. Es como si con su pala controlara un sistema de diques a pequeña escala, y su destreza logra que todo se moje lo suficiente.
Sacar tierra de un lado, colocar otro poco en otro, correr y cerciorarse que el agua no se estanque es algo que repite al menos 20 veces durante las cuatro horas que tarda en regar una parcela de cebollas. El sol se vuelve más fuerte con el paso de los minutos, pero Daisy Dota parece no inmutarse con la temperatura y el brillo: no suda, casi no bebe agua. Mientras espera que la corriente llegue hasta alguno de los surcos, arranca la maleza que ha crecido alrededor de las cebollas.
Daisy Dota nació en Seucer y cuenta que hace apenas 14 años ella y sus vecinos tienen agua de riego. “Antes había más agua de lluvia, pero bajó la lluvia y decidimos hacer algo”. Toda el agua llega desde un canal que se nutre de tres vertientes “de arribísima”, dice señalando la punta de la montaña seca donde hay una vertiente, llamada Sevillán. Una parte del canal tiene tubería, otra cemento y otra, tierra.
Al igual que en Yuluc, a 39 kilómetros de distancia y donde vive Adriana Tapia, en Seucer también han desarrollado maneras de cuidar el agua. Son 71 socios en la Junta de Regantes, y cada uno puede abrir “su llave” cada 8 días. Si alguien abre el paso del agua un día y hora que no le corresponde, debe pagar una multa de 20 dólares y devolver el agua a quien le tocaba el turno. Para que les dure esa semana y un poco más, tienen reservorios. Daisy Dota conoce el sistema no solo porque lo utiliza ya hace una década y media sino porque es la secretaria de la Junta de Regantes.
Su trabajo administrativo no le toma tanto tiempo como el que le dedica al cuidar su campo. Esta mañana está preocupada porque el agua que debería durarle ocho días ahora se consume más rápido. Teme que su reservorio tenga un hueco o una filtración y, para mostrar por dónde se podría estar escapando el agua, se acerca y señala la membrana negra en el pozo donde almacena el agua de riego. El reservorio es esencial para economizar el agua. Antes, dice Daisy, también los llenaban en época de lluvia, pero ahora eso casi no pasa, “llueve poquísimo”. El invierno es muy corto, continúa, en noviembre y diciembre de 2018 y enero y febrero de 2019 no llovió nada, solo en marzo y abril. Y eso no es suficiente para mantener sus cultivos de cebolla que corren el riesgo de secarse.
Daisy Dota no diversifica. Además de la cebolla, cultiva trigo, fréjol, cebada, yuca camote y tomate. No obstante, no los vende en grandes cantidades sino que son, principalmente, para el consumo. Dice que le da miedo sembrar otros productos para la venta porque no sabe y no tiene quién le enseñe. “Necesitamos más capacitaciones”, dice y agrega que “hasta acá, en Seucer” casi no llega ayuda de nada. Y enseguida recita una lista de problemas a los que se enfrenta para tener un cultivo que le permita vender lo suficiente para ganar lo suficiente para sus seis hijos. Habla de los altos precios de las semillas, de los equipos que tienen que alquilar, como tractores, para arar la tierra, y, sobre todo, del precio de la cebolla —que se ha pasado cuatro horas regando con cuidado— y que ha llegado al más bajo desde que tiene memoria. Hace pocos meses, su esposo Franklin Dota, no cosechó una parcela de cebollas porque el precio estaba demasiado bajo y más le costaba pagar a jornaleros para la cosecha que lo que iba a ganar por venderlas.
Daisy y Franklin Dota dicen que seguirán regando y cuidando cebollas coloradas para cosecharlas en enero. No están seguros si lograrán venderla, “pero vamos a seguir trabajando igual”, dice ella, con un poco de resignación.
Todas las formas que tiene el agua
Para llegar a El Tablón hay que dejar la carretera pavimentada y entrar a un camino lastrado que se vuelve más árido en cada curva que dobla la camioneta. De un lado está la montaña café pálido, del otro —sin ninguna baranda— un precipicio que termina en valles que a lo lejos parecen manchas verdes.
Mélida Romero es dueña de una de esas manchas que está formada por cultivos de mangos, mandarinas, limones, naranjas, aguacates, guabas, alfalfa, cebollas, pimientos y al menos una docena más de productos. Para regarlos, utiliza riego por inundación, por goteo, por aspersión, por microaspersión.
Al comienzo todo era por inundación. Después, le recomendaron que con el goteo ahorraría, entonces probó. “Luego me di cuenta que el de goteo salía muy poquito para plantas medianas y lo cambié a microaspersión”, dice Mélida Romero —de cachetes rojos y redondos, y una sonrisa que le achina los ojos— mientras arranca del tubo delgado negro que está sobre la tierra, un objeto plástico, redondo, que parece la tapa de una botella de agua.
Señala con el dedo los pequeñísimos huecos de esa “tapa” que es lo que permite el riego de microaspersión. Mélida me cuenta que para pasar de goteo a microaspersión, solo colocó esas “tapas con hueco” en los orificios por donde caían antes las gotas. Mélida Romero —camiseta amarilla y suéter fucsia— no se queja de la falta de agua porque ha aprendido a aprovecharla para cada cultivo. El trabajo lo ha hecho sola porque su esposo es teniente político —la máxima autoridad política de la parroquia— y trabaja en el centro poblado más cercano.
El día, para Mélida Romero, arranca a las 4:30 de la mañana, antes de que salga el sol en El Tablón, una parroquia rural del cantón Saraguro, en Loja. Prepara el desayuno para su hijo de 16 años antes de que vaya al colegio y para su marido, Danilo Sigcho. “Yo cocino y él lava las vajillas”, dice cuando le pregunto cómo se dividen las tareas. Ellos se van, y ella se queda, casi siempre, sola.
Mélida no sólo ha aprendido a innovar con los cultivos. Aprendió a preparar bioinsumos orgánicos sólidos y líquidos para mejorar la calidad del suelo. Esa, un suelo pobre, poco fértil, sin nutrientes, y no la falta de agua, es la mayor amenaza a los cultivos de El Tablón, dice Álvaro Ordóñez, el técnico que trabajó en Foreccsa, el proyecto del Ministerio de Ambiente de adaptación al cambio climático en el desierto de Jubones, que capacitó a los agricultores de la zona, entre ellos a Mélida Romero, para mejorar los suelos.
El bioinsumo sólido que prepara Mélida no está a la vista sino debajo de una funda plástica negra extendida en el suelo, que ella sujeta con troncos y piedras a los costados para que los fuertes vientos no la levanten. Mientras ella, con guantes negros plásticos, levanta esa cobertura negra se desprende un olor penetrante indescifrable: entre fruta podrida, heces de animal y basura común.
Lo que deja ver es una masa de diferentes tonos de café que ella explica mientras la va mezclando con una pala que sobrepasa su tamaño: “Le pongo melaza, excremento seco de chancho, de chivo, de gallina, de cuy, con tierra de montaña, le echo agua con la manguera y le mezclo muy bien. Eso repito cada ocho días y al mes está listo”, dice Mélida, mientras lo tapa con la misma funda gruesa negra, y me explica que ese se llama abono Bokashi —que significa materia orgánica fermentada en japonés. El único ingrediente que compra es la melaza —un residuo viscoso de la caña de azúcar—, el resto lo saca de sus animales y su tierra. Dice que utilizar lo que antes solía botar es una “buena inversión”.
El otro bioinsumo es el biol líquido: lleva cal, melaza, cuatro litros de leche, cáscaras “de todo”, excremento fresco de diferentes animales. Mélida coloca estos ingredientes en uno de sus dos tanques —con capacidad para 250 litros—, lo mezcla y lo deja reposar. En un mes, el biol líquido queda listo y lo coloca en los reservorios que nutren las tuberías que llevan el riego a goteo y aspersión entonces el agua ya llega “fortalecida”. Todas estas técnicas son ensayos e inventos de Mélida.
—Brotan más bonito con el abono, verá, se venden mejor los productos porque es más grande, más jugoso, dice Mélida Romero, sonriente, mientras tapa uno de los tanques.
Los bioinsumos mejoran la humedad del suelo y logran que recupere los nutrientes que se pierden luego de cada cosecha.
Entre la elaboración de abono, las decenas de productos diferentes con los cuatro tipos de riego, Mélida Romero está siempre ocupada. El tiempo es su mejor aliado. “Me mando yo misma, cuando quiero hago, cuando no quiero no hago y me siento un rato y nadie me dice ‘apúrate, trabaja, muévete’. Entonces la agricultura es muy bonita porque se hace al mando de uno mismo”, dice y enseguida agrega que por la cantidad de tareas, no se alcanza porque no tiene ayuda. Y esa falta de ayuda hace que algunos productos se dañen porque no son cosechados a tiempo.
A lo largo de la mañana, Mélida camina entre los cultivos con un balde negro donde va guardando frutas que están listas para cosechar. Se sienta debajo de un árbol cargado de mandarinas gigantes y me ofrece una. “A veces descanso un rato aquí, a veces voy a ver los animales, si estoy en casa juego en el teléfono, veo las noticias, veo una novela, soy dueña de mi tiempo”, repite, contenta, mientras pela la fruta con sus manos que tienen aún restos de tierra. Su hija, Odalis Sigcho, tiene 20 años y ya no vive con ella pero a veces, dice Mélida Romero, la ayuda a trabajar la tierra. Esa tarde la ayuda a cosechar las mandarinas.
De vuelta en su casa, Mélida las exprime y sirve un jugo dulcísimo al que no le ha echado ni media cucharada de azúcar. Mientras lo toma, dice, con un tono de orgullo, que eso es por el abono y que eso es lo que a los compradores les gusta de su producto.
Epílogo
Blanca Atre sonríe cuando nos ve llegar entre la multitud de compradores en el mercado de Cuenca donde vende sus productos. Lleva el pelo hecho una rosca, y viste un delantal azul que combina con las carpas de los vendedores de la provincia de Azuay. Son unos 200 y cada uno paga 10 dólares al mes por el alquiler del espacio. Han pasado cuatro días desde que visitamos y recorrimos su casa y cultivos. Sus productos resaltan en cajas y baldes plásticos: cebollas moradas y blancas, tomates, limones, naranjas, pepinos, pimientos, melones, yucas, papas, sandías, peras, fréjoles, plátanos verdes, mangos de chupar y de comer, cocos, bananas, mandarinas, cilantro, ají, aguacate. Su carpa es de las más concurridas y sus cajas plásticas llenas de verduras y frutas de todos los colores son la evidencia de cómo le ha ganado al desierto. A la 1 de la tarde empacará todos los productos para al día siguiente, y todos los sábados y domingos del año, volverlos a desempacar y vender todo lo que su tierra le da.
Vivir de lo que la tierra le da, para Adriana Tapia, es cada vez más difícil. A pesar de sus esfuerzos para que se paguen las cuotas de los miembros de cada Junta de agua, siente que necesitan un empuje. “Hasta el momento nada de esa reunión con el alcalde se ha cumplido”, me dice por teléfono, muy molesta, dos meses después de visitarla en San Sebastián de Yuluc. La promesa de pagar el 50% del alcantarillado quedó en nada y la reducción de las tarifas del alquiler de los equipos, también. Le pregunté al alcalde Andrés Muñoz qué había pasado con los compromisos y vía Whatsapp dijo que me respondería, pero nunca lo hizo. El precio de la cebolla, el único producto que ella siembra, no ha subido. Los agricultores, continúa Adriana Tapia, estamos bien relegados. La última vez que la vi le quedaba un mes en el cargo de Presidenta de la Junta de Agua Potable. Ya no tiene ese cargo desde diciembre y, como lo sospechaba ella, fue ocupado por un hombre, otra vez. Pero a mediados de enero, a sus otras responsabilidades políticas, se sumó la presidencia del comité vocal del puesto de Salud de Yuluc. “Me eligieron”, dice y pide que el Alcalde “asome”, una manera coloquial de decir que los visite, les conteste las llamadas, cumpla sus promesas para que sus esfuerzos por lograr que todo su pueblo tenga agua, no sean en vano.
El precio bajo de la cebolla del que se queja Adriana Tapia también afectó a Daisy Dota y su marido. En diciembre vendieron 80 sacos de cebolla colorada. Por cada uno le dieron apenas seis dólares, cinco veces menos que el año anterior. “Esperemos, pues, si dios quiere, que suba el precio”, me escribe Daisy, vía Whatsapp. Lo dice porque hace apenas 15 días, volvió a sembrar, nuevamente, cebolla en todas sus hectáreas. Lo hizo, una vez más, superando los obstáculos como la tierra árida, el exceso de sol y la falta de lluvia.
Superar obstáculos es para Mélida Romero parte de su trabajo y los enfrenta con buena cara. “El primer consejo para la agricultura es ¡ánimo! Es un trabajo que requiere buena voluntad porque sin voluntad no se hace nada”, dice convencida y recuerda que cuando se asentaron con su esposo en las tierras donde viven ahora, no tenían nada y todo era seco. No tenían agua. “Nosotros empezamos de cero, no teníamos plata ni las cosas hechas. No es necesario un montón de plata para trabajar la tierra y entenderla y hacer que los productos crezcan, lo que se necesita solamente es voluntad y ánimo”.
Esta investigación tomó semanas de horas de búsquedas, entrevistas, verificación, escritura y edición. Queremos aprovechar este momento para invitarte a unirte a la membresia GK y financiar nuestro periodismo y poder seguir contando historias como las de estas valientes cuatro mujeres que derrotan todos los días al desierto.