El valle del río Quimi en la Amazonia ecuatoriana no ha tenido tranquilidad desde que, entre septiembre y diciembre de 2015, treinta hogares indígenas fueron desalojados por la fuerza por policías y guardias de seguridad.
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Donde vivían esas familias shuar y cañari kichwa hoy se alza una gigantesca operación minera a cielo abierto que espera comenzar a extraer cobre a finales de este año en la Cordillera del Cóndor, una pequeña cadena montañosa en medio de la Amazonia ecuatoriana.
A pesar de que se trata de la mayor mina en la historia de Ecuador y de uno de los proyectos estratégicos del gobierno de Lenín Moreno, el futuro de Mirador podría enredarse si no se soluciona el agudo conflicto social y ambiental entre la empresa china Ecuacorriente y las comunidades locales de Tundayme que insisten en recuperar lo que consideran sus tierras ancestrales. Para complejizar aún más las cosas, este es un rincón del país que científicos y biólogos consideran un ‘mundo perdido’ de inmensa riqueza natural.
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Nadie en el Cóndor se pone de acuerdo si Rosario Wari Ampush tenía 95, 107 o incluso unos —aún más improbables— 120 años, pero todos coindicen en que fue la primera de su familia en morir fuera de su casa. Fue en julio de 2018.
Dos años antes de su muerte, esta indígena shuar y su hijo habían perdido su hogar ancestral. “Quemaron casa. Años que nuestros abuelos la hicieron. Nosotros fuimos crecientes y vivientes ahí arriba. Ellos murieron ahí y nos dejaron eso a nosotros”, cuenta su hijo Mariano Mashendo, de 64 años y un español fragmentario desprovisto de artículos, “aquí nace uno, como árboles y va envejeciendo y muriendo como ellos. Ahora no sabemos con compañía minera. Yo soy último de la familia”.
Mashendo cuenta su relato sentado en una humilde choza de madera, desde donde se ve el techo azul de un campamento minero que ocupa el lugar exacto donde estuvo su casa familiar hasta febrero de 2016.
Al menos 32 familias —o 126 personas— perdieron sus viviendas en desalojos que la comunidad y varias ONG describen como violentos. El modus operandi, según recuentan, fue similar: llegaban en la madrugada con una orden de desalojo, diciéndoles que debían entregar la tierra a la empresa y que les esperaba un cheque indemnizatorio en una oficina de la Agencia de Regulación y Control Minero (Arcom). Les daban cinco minutos para salir, derruían las casas y sepultaban los escombros frente a ellos.
“Pusimos denuncias, pero no se recuperó. Pusimos dos casos por abigeato, porque se llevaron 120 cabezas de ganado y recuperamos solo 48, pero no se han responsabilizado. No sabemos qué ha pasado, solo que la empresa se ha llevado todo y que no ha habido respuesta del gobierno”, dice Luis Sánchez Shiminaycela, uno de los líderes visibles de la oposición a la mina, quien se identifica como cañari kichwa. En esas dos casas a orillas del río Tundayme, explica, vivían su esposa, su hija, sus padres, dos hermanos, sus esposas y cinco niños.
En el centro del conflicto está una figura polémica llamada servidumbre minera, que permite al Gobierno determinar que una propiedad es necesaria para un proyecto y, en vez de expropiarla, ordena su alquiler por dos o tres décadas. A cambio, los dueños de la tierra reciben una indemnización.
“El problema es que, a pesar de que las personas pueden expresar que no quieren o que no entienden el procedimiento, igual se da”, dice la abogada Francis Andrade de la Red Eclesial Panamazónica (Repam), una organización de la Iglesia Católica inspirada por la encíclica ambiental del Papa Francisco que acompaña a comunidades en la Amazonia.
Algunos de los damnificados eran incluso empleados de Ecuacorriente al momento del desalojo. “Me tumban la casa y me causan un daño grande, un golpe emocional y psicológico. Mis padres perdieron su vida esforzándose por dejarnos algo y esta empresa nos dejó sin nada. La casa y la tierra eran todo”, cuenta William Uyaguari, que trabajó durante siete años cargando maquinaria de perforación para la mina y luego preparando abonos orgánicos para su vivero. Según él, que también se identifica como kichwa, lo despidieron tras reclamarle a la empresa por el desalojo.
Como otros vecinos, los tres habían rechazado ofertas de compra anteriores e, indignados por el desalojo, decidieron no reclamar la compensación. Articulados en la Comunidad Amazónica de la Cordillera del Cóndor Mirador (Cascomi), que reúne a familias indígenas shuar, kichwas y campesinas, hoy pelean contra la mina ubicada en la provincia de Zamora Chinchipe a escasos kilómetros de la frontera con Perú.
Al final, no quedó ninguna casa en la margen oriental del río Quimi entre las quebradas Tundayme y Wawayme que bajan de la montaña. Donde alguna vez estuvo el pequeño caserío de San Marcos, con su iglesia y su escuela, hoy hay un promontorio inclinado en cuya parte superior –escondido a la vista desde la carretera— se esconde un gigantesco hoyo que pronto se convertirá en una piscina de relaves para procesar la roca.
En el horizonte se vislumbra un edificio de cinco pisos, abrazado a la esquina de una colina que tapa el lugar donde Ecuacorriente S. A. —también conocida como Ecsa— está abriendo el tajo para extraer el cobre. Sus dos propietarias son Tongling Nonferrous Metals Group (un conglomerado minero de la provincia de Anhui que es el segundo mayor productor chino de cobre) y China Railway Construction Corporation o CRCC (una de las mayores empresas de construcción del mundo). Ambas son compañías estatales, lo que significa que operan con recursos públicos chinos.
La de Tundayme no parece ser, sin embargo, una historia aislada. Los indígenas shuar que solían vivir donde hoy opera la mina de cobre de Panantza-San Carlos, ubicada en otro rincón de la Cordillera del Cóndor a 40 kilómetros, vienen denunciando desalojos violentos muy similares. Su propietaria es una empresa llamada ExplorCobres S.A (Exsa), cuyos dueños son los mismos de Mirador: Tongling y CRCC.
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Ante la impotencia de los desalojos, los indígenas de Cascomi cambiaron de táctica: llevaron a la empresa y, sobre todo, al Estado a los tribunales.
Su caso ilustra cómo en Ecuador, así como en otros países de América Latina, las comunidades locales están optando por estrategias jurídicas y políticas, conscientes de que las marchas y bloqueos de vías suelen desembocar en enfrentamientos con la policía e incluso en procesos penales.
Muchas están ganando. A mediados de 2018, dos tribunales determinaron –como contamos en otro reportaje de esta serie- que los indígenas kichwa de Río Blanco no habían sido consultados previamente por una mina de oro en su territorio. En octubre, otro tribunal protegió a los indígenas cofán de Sinangoe, que presentaron una queja similar contra varias concesiones mineras. Hace dos meses, los indígenas waorani de la Amazonia ganaron un caso idéntico a un proyecto petrolero.
Los habitantes de Tundayme han tenido menos suerte, pero siguen apostándole a las vías jurídicas en su conflicto con la mina de Mirador. En su caso, es difícil ordenar la maraña de acciones legales en curso, ya que hay al menos cinco pendientes de fallo.
La primera —y la que más atención mediática ha recibido— es una acción legal de protección que presentaron argumentando que se habían violado los derechos al ambiente.
En 2013, cuando Rafael Correa aún era presidente, cuatro ONGs, una universidad y las comunidades shuar presentaron esta demanda, argumentando que la evaluación de impacto ambiental (EIA) de la mina reconocía que el bosque donde se haría el tajo de la mina era el hábitat de dos especies endémicas de aves. En su visión, en un país donde la Constitución de 2008 que impulsó Correa reconoce a la naturaleza como sujeto de derechos, la extinción de una especie equivale a la violar esos derechos.
Esa demanda, que un juez de Quito desestimó pero que está activa en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, muestra cómo un conflicto que en principio era social y ambiental también se tornó político.
A finales de ese año, Correa clausuró la Fundación Pachamama —una de las que lideró la demanda— acusándola de injerencia en políticas de Estado y atentar contra la seguridad nacional. Otra acción legal de la misma ONG había desembocado, en junio de 2012, en un histórico fallo contra el Ecuador en la Corte Interamericana, a raíz de un proyecto petrolero que no había consultado a los indígenas kichwa de Sarayaku donde se realizaría.
Un año después, uno de los opositores más visibles de la mina —el líder shuar José Isidro Tendetza— fue encontrado brutalmente asesinado y con señales de tortura, en un caso que también está en la CIDH y que el medio británico The Guardian incluyó en su serie sobre líderes ambientales asesinados. Como dice Mario Melo, el abogado que litigó ambos casos desde Pachamama, “todo esto demuestra lo sensible que es el tema de Mirador”.
Con la llegada de Lenín Moreno a la presidencia en 2017, disminuyeron los enfrentamientos con sectores opositores a la minería, a quienes su predecesor calificaba de “tirapiedras” y “atrasapueblos”. Sin embargo, a pesar de que el ex vicepresidente de Correa se distanció del estilo beligerante de su mentor (y de él), las comunidades —en medio de una ausencia de diálogo real— doblaron su apuesta por las vías legales.
En febrero de 2018, los indígenas de Cascomi presentaron una segunda acción de protección, acusando al Estado de violar su derecho a la vivienda digna con los desalojos y a la consulta previa, y exigiendo que Ecsa les repare por esos daños.
Su demanda, apoyada por Repam y la ONG legal Inredh, se fundamentó en tres argumentos. Primero, que nunca fueron notificados de los desalojos, dado que las familias solo habían sido informadas de que iniciaría un proceso de servidumbre minera y en algunos casos fueron citados a audiencias, pero que estos debían ser procedimientos distintos. Segundo, que esos desalojos fueron arbitrarios y violentos, a horas indignas y destruyendo su propiedad. Por último, que no hubo un plan de reubicación por lo que muchas familias siguen hacinadas en casas prestadas o pagan arriendos en otros lugares donde no tienen cómo sostenerse.
El Estado centró su defensa en el hecho de que no considera que Cascomi represente a una comunidad ancestral y que en Tundayme no hay un título colectivo que demarque la presencia de un pueblo étnico al que se debería haber consultado.
El juez ordenó un peritaje antropológico para aclarar esos puntos, una idea novedosa que fue percibida como seria por los distintos actores. Su conclusión, sin embargo, no despejó las incertidumbres: conceptuó que Cascomi no es una organización indígena, pero que el territorio sí. Lo único claro es que, como dice la abogada Francis Andrade, “reconoce que el territorio es complejo”.
Al final, el juez de Quito rechazó la demanda en enero 15 de 2019, dándole la razón al Gobierno en que Cascomi no es indígena y que los desalojos se ajustaron a la ley. Tras la apelación, tres magistrados del tribunal provincial de Pichincha ratificaron el primer fallo el 7 de junio pasado, por lo que los pobladores ahora están preparando un último recurso ante la Corte Constitucional (que es la corte de cierre en Ecuador) y presentarla ante el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas.
Detrás de esas dos demandas vino un sinnúmero de acciones legales complementarias que están en distintas fases y también serán falladas en los meses venideros.
Hay una denuncia penal contra Ecuacorriente por daños ambientales a las fuentes de agua, presentada por el prefecto Salvador Quishpe (quien es indígena) y la Confeniae que agrupa a los pueblos indígenas del Amazonas.
Hay una solicitud de medidas cautelares ante la Corte Constitucional, el máximo tribunal del país, para prevenir que la presa que está construyendo Ecsa en el río Tundayme se rompa y cause un desastre como el de Brumadinho en Brasil. Su base es un estudio hecho por el hidrólogo estadounidense Steve Emerman, profesor de la Universidad de Utah Valley.
Y, por último, Cascomi y las comunidades del cercano proyecto de Panantza-San Carlos de los mismos dueños chinos interpusieron una acción de incumplimiento en la Corte Constitucional. En ella, argumentan que el Estado no ha ejecutado las recomendaciones del examen especial de la Contraloría General del Estado a las dos minas en el Cóndor, sobre fallas en la consulta previa y el control minero.
A eso se suma que sus líderes han hablado del caso en audiencias de la CIDH en Washington y del examen periódico de derechos humanos de China ante Naciones Unidas en Ginebra, buscando elevar la presión internacional sobre Ecsa y el Gobierno ecuatoriano.
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Apenas se atraviesa el río Zamora, se separan del suelo repentinamente unas montañas de un intenso color esmeralda.
Dos expediciones científicas en 2016 y 2017 a la reserva biológica El Quimi —ubicada a 10 kilómetros en línea recta de la mina de cobre— demostraron que la remota Cordillera del Cóndor es uno de los lugares más biodiversos del Ecuador.
Entre las plantas enanas que viven en su cima rocosa y plana, a donde llegaron tras dos días de caminata, encontraron una diminuta rana marrón con manchas amarillas que de inmediato llamó su atención. Tras dos años de estudio, en enero de 2019 anunciaron su descubrimiento: esa rana arbórea, que bautizaron Hyloscirtus hillisi, era una especie nueva para la ciencia. Su rasgo más peculiar —que apareció en la revista National Geographic— es una garra en el pulgar, que podría ser un mecanismo de defensa contra depredadores u otros machos.
No fue su único hallazgo en ese enigmático ecosistema amazónico de tepuyes que se elevan 2 mil metros por encima de la selva. Al menos otras dos ranas, un lagarto y un roedor están en proceso de descripción y pronto serán anunciados como nuevas especies.
“Era un lugar realmente tan extraordinario y donde nunca se había recolectado, que tuvimos que regresar. Hay muchas otras especies esperando a ser descubiertas allí”, cuenta el biólogo evolutivo Santiago Ron, profesor de la Universidad Católica y uno de los herpetólogos más reconocidos del país.
Los científicos del Museo de Zoología aún no están seguros sobre qué hace al Cóndor un lugar tan biodiverso, pero tienen varias hipótesis. Una son sus suelos de piedra caliza hechos de millones de minúsculas conchas marinas, algo inusual en los Andes pero comparable con los grandes tepuyes rocosos del Escudo Guyanés que se elevan en medio del Amazonas desde Colombia hasta las Guyanas. Otra es que los riachuelos que fluyen desde sus alturas tienen una extraña composición mineral, fruto de unos taninos vegetales que le dan su color café traslúcido como una Coca-Cola.
Eso se traduce en hábitats únicos con un alto porcentaje de endemismo, significando que sus especies difícilmente existen en otro lugar. Por eso, el grupo de científicos recomendó clasificar la nueva rana arbórea de Hills como en ‘en peligro crítico’, debido a lo reducido de su nicho geográfico y a la destrucción de su hábitat por la cercana mina de cobre de Mirador.
Ese valor biológico es también la razón por la que vienen insistiendo en que debería existir un parque nacional en la Cordillera del Cóndor que proteja sus tesoros.
“Es única y es la razón por la que su conservación es tan importante, pero desafortunadamente no hay ningún área protegida”, dice Ron, quien acaba de regresar de una nueva expedición al Cóndor, en el río Nangaritza cuyas aguas nutren al Zamora, al Marañón y finalmente al mayor río de la selva suramericana. “Para mí es sinceramente alucinante porque Ecuador es un país megadiverso y, justo por esta razón, tiene una responsabilidad muy grande de proteger sus recursos biológicos. Tenemos tanto por perder y no estamos cuidando recursos que pueden beneficiar a toda la humanidad”.
Hay otra razón poderosa —y más política— por la que su protección es importante.
Entre enero y febrero de 1995, un centenar de personas murieron durante la breve guerra entre Ecuador y Perú cuyo epicentro fue el río Cenepa, del lado peruano del Cóndor. Uno de los compromisos del tratado de paz que firmaron los dos países en Brasilia en octubre de 1998, poniendo fin a más de un siglo de disputas territoriales, fue crear parques nacionales contiguos que conservarían la zona fronteriza y mitigarían conflictos futuros. Incluso estipularon que deberían llamarse igual y que los indígenas podrían transitar entre ambos sin controles.
“Hemos tomado la decisión, ambos países, de que en el sitio en que antes combatíamos, en el sitio en que antes soldados peruanos y ecuatorianos morían, tenemos que honrar sus memorias de la mejor manera que lo podemos hacer: celebrando la vida. Por eso, en ese mismo sitio hemos creado dos parques ecológicos a perpetuidad (…) para que nunca más pueda derramarse una gota de sangre en esa zona de nuestros territorios”, dijo el entonces presidente ecuatoriano Jamil Mahuad.
Perú creó en 2007 el Parque Nacional Ichigkat Muja – Cordillera del Cóndor, que protege 887 kilómetros cuadrados de selva. Aunque el parque es más pequeño que lo previsto inicialmente y existe hoy un agudo conflicto con los indígenas awajún (cuyo vocablo «árbol de la montaña» le dio nombre) por concesiones mineras otorgadas a la empresa Afrodita, el gobierno peruano cumplió su parte.
Ecuador, en cambio, solo ha creado dos pequeñas reservas biológicas (la del Quimi y la del Cóndor), que suman 114 kilómetros cuadrados.
“Nos sentimos defraudados porque ayudamos al gobierno ecuatoriano a construir estas vías que el Ejército necesitaba en la guerra y, ahora, cuando nosotros los necesitamos, nos abandona”, dice Luis Sánchez, parado frente a uno de los hangares excavados en la montaña como arsenales y que los indígenas locales quieren aprovechar para impulsar un turismo de memoria histórica.
Los científicos han intentado visibilizar sus hallazgos, pero siguen preocupados por el riesgo que podría significar una mina de cielo abierto para la biodiversidad del Cóndor. Pero, se lamenta Ron, “en Ecuador no consideramos los percances ambientales de la minería”.
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En medio de un declive mundial en el precio del petróleo, los últimos dos gobiernos del Ecuador han buscando alternativas para remplazar esos ingresos y centraron su apuesta en la minería.
Con 3,18 millones de toneladas de cobre, además de 3,39 millones de onzas de oro y 27,11 millones de toneladas de plata, Mirador es la joya de la corona con que el país andino quiere alcanzar la meta de que el sector aporte el 4% del PIB nacional para 2020.
Ambos, el Gobierno y Ecuacorriente, insisten en que están concentrados en hacer las cosas bien hoy. Ninguno reconoce el legado de conflictividad social y jurídica que persiste en Mirador y que podría dificultar su operación a futuro.
Para el gobierno actual, los errores obedecen a la actitud beligerante de Correa. “Queremos hacer las cosas diferente. Estamos pavimentando el camino para una nueva industria minera porque creemos que será el pilar del país en años venideros. Queremos condiciones financieras, legales y de seguridad adecuadas para que los inversionistas vengan, cumpliendo las leyes y normas vigentes”, explicó el viceministro de minas Fernando Benalcázar. Como ejemplo cita la decisión del presidente Moreno en 2018 de crear un súper ministerio para impulsar una política de largo plazo en hidrocarburos, minería y energía.
En su visión, las ventajas de la mina son claras: 3.000 empleos directos y 10.000 indirectos, 211 millones de dólares entre regalías anticipadas e impuestos, ingresos totales en el orden de 5.500 millones de dólares para el Gobierno y 60% de las regalías invertidas por ley a nivel local y provincial. Además, asociarse con una empresa china les da acceso garantizado al mayor comprador de cobre del mundo.
“No he visto ningún conflicto. Lo que he visto me lleva a pensar que hay una buena relación: tienen proyectos comunitarios muy interesantes en temas ambientales y sociales”, dice Benalcázar, un ingeniero civil que venía de trabajar en el sector petrolero en Colombia y Siria. Su ministerio, dijo, viene trabajando con Ecsa en corregir problemas como los que detectó el Ministerio de Ambiente, exigiéndoles planes de acción para resolver incumplimientos ambientales, elevar la seguridad industrial (tras dos accidentes fatales en la mina a finales de 2018) y aumentar el empleo local (tras detectar muchos trabajadores rasos chinos).
Ecuacorriente —que señala haber invertido ya 1,4 millones de dólares en Mirador— reconoce que las relaciones con las comunidades fueron tensas inicialmente, pero insiste en que se han ido componiendo a medida que han abierto canales de diálogo e invertido en proyectos como el de danza folklórica. Defiende que las cortes les dieron la razón en que los desalojos se ajustaron a ley, aunque atribuyen al gobierno la decisión de recurrir a la herramienta de declarar esas tierras de utilidad pública y expulsar a sus propietarios.
“Si las dos partes no logran llegar a un acuerdo y el precio no es razonable, el gobierno puede recurrir al derecho de servidumbre por ser un proyecto estratégico nacional. No fue nuestra empresa quien lo llevó a cabo, sino el gobierno ecuatoriano. La solución la propusieron ellos cuando el proyecto estaba paralizado”, nos dijo Zhu Xi, el gerente de relaciones con gobierno y comunidades de Ecsa. La empresa, explicó, les pagó hasta seis veces el precio comercial de la tierra y está construyendo el nuevo poblado de Nuevo San Marcos para reubicar a las familias damnificadas.
Ninguno de los dos reconoce a Cascomi como actor válido, insistiendo en que las cortes probaron que no es una organización indígena —y, por lo tanto, no tiene derechos colectivos— y que ha sido manipulado por actores externos.
“Los sudamericanos son muy gentiles pero se movilizan con facilidad por eslóganes, sobre todo por aspectos espirituales e inmateriales. Aún siendo pobres, no ven que esos recursos pueden resolver sus necesidades y muchas ONG lo aprovechan para impulsar ilusiones —como oponerse a la minería o proteger el ambiente para futuras generaciones— que ellos creen”, dice Zhu, que trabaja con Ecuacorriente desde 2013.
El caso de Mirador muestra —al igual que el de Río Blanco— que la autoidentificación como indígenas es un tema espinoso en Ecuador. “Para ser honesto, no creo que sea una iniciativa propia. Hay una influencia de ONGs, para bien y para mal. Estoy completamente a favor de tener verificación independiente de terceros en un proyecto tan crítico y estratégico. Pero es difícil lidiar con ONG que tienen posiciones extremas y en contra de cualquier tipo de desarrollo”, dice Benalcázar, desconociendo que el propio gobierno ecuatoriano ha promovido la autoidentificación desde el censo poblacional de 2010.
Muchas organizaciones sociales y académicos están en desacuerdo con esa visión, subrayando que son comunidades mixtas con preocupaciones legítimas.
“Con frecuencia se cree que las comunidades no tienen autodeterminación, que sus estrategias y su discurso son los de otros que les manipulan, como si fueran niños o tontos. El Estado cree que es una cuestión de empleo, regalías e inversión extranjera directa y no del ambiente”, dice Ivonne Yánez, una bióloga de la ONG Acción Ecológica que ha seguido el caso. “Eso no significa que no hay un derecho, que debe ser respetado y tutelado, a ser consultados y a proteger sus viviendas”, coincide Mario Melo, quien dirige el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica.
A esa dificultad se suma que todavía no hay un procedimiento de consulta previa en Ecuador, pese a que el fallo de la Corte Interamericana sobre Sarayaku en 2012 le ordenó regularla de acuerdo a los estándares internacionales. Esta preocupación fue una de las que guio la visita oficial de Victoria Tauli-Corpuz, la relatora especial de Naciones Unidas sobre pueblos indígenas, en noviembre pasado. Uno de los seis lugares que visitó fue justamente Mirador.
El gobierno —nos confirmó el viceministro Benalcázar— trabaja en un borrador, que aún no ha socializado con la sociedad civil.
En últimas, varios de los actores parecen desconocer las complejidades de un territorio donde diversos grupos han convivido desde mediados del siglo XX. Los shuar, el pueblo más numeroso de los de la Amazonia ecuatoriana y originalmente nómadas, se asentaron en la zona por 1910, comenzando con la familia Ampush. Cuatro décadas después, miles de familias kichwa migraron de la sierra a la selva, en busca de tierra para cultivar. Entre ellas llegó la familia de Luis desde las montañas de Sigsig.
Muchos llegaron gracias a incentivos agrarios de la dictadura militar que tomó el poder en 1963, que buscaba resguardar la frontera con Perú en tiempos de tensión diplomática. En muchos rincones del Amazonas, sin embargo, esa política significó que indígenas de la sierra ocuparon territorios ancestrales de otros grupos étnicos y que el Estado no reconoció títulos colectivos de pueblos amazónicos como los shuar de Tundayme, pavimentando el camino para conflictos futuros como el de Mirador hoy.
En el fondo, casos como este muestran cómo —en ausencia de una presencia real del Estado en los territorios más alejados y de espacios de diálogo donde los distintos grupos puedan exponer sus preocupaciones— los problemas escalan rápidamente hacia conflictos abiertos. Cuando el Gobierno se percata, de manera reactiva, de los problemas usualmente muchas veces ya es tarde.
“En vez de militarizar y desalojar gente, de enviar maquinaria y retroexcavadoras a enterrar casas, el Estado debería intervenir de manera distinta, ayudando a comunidades a planificar, socializando los proyectos y llegando a acuerdos con la gente ahí”, dice Jaime Vargas, líder achuar y presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) que congrega a todos los indígenas del país.
El tema ambiental, entre tanto, parece relegado a un lugar secundario.
“Si es tan rica la región, si cumple con los requisitos para ser parte del sistema de áreas protegidas -que es un proceso exhaustivo- y se convierte en una, nosotros lo respetaremos. Esa fue la decisión del pueblo ecuatoriano”, adujo el viceministro de minas, refiriéndose al referendo de febrero de 2018 que prohibió la minería en áreas protegidas. No había oído de la nueva rana descubierta, ni del compromiso del Estado de crear un parque nacional en el Cóndor, aunque aseguró que quiere trabajar con grandes ONG internacionales como World Wildlife Fund, Wildlife Conservation Society y The Nature Conservancy en investigación con biodiversidad y gestión del agua.
Ecuacorriente, por su parte, insiste en que Tongling nunca ha tenido accidentes y que su mina tiene los más altos estándares técnicos.
“El hecho de que una presa en Brasil colapsó no significa que todas las del mundo se puedan ver afectadas. Debe ser que no hicieron su trabajo bien”, dice su gerente social Zhu, añadiendo que el diseño del China Nonferrous Technical Design Institute y la empresa de ingeniería canadiense KP Engineering ha sido socializado con técnicos y académicos en la Universidad Central de Quito. Él, añade, todavía espera reconciliarse con Cascomi y la totalidad de los pobladores de Tundayme.
A pesar de las señales de tranquilidad que buscan enviar la empresa y el gobierno, una parte significativa de los pobladores locales aún siente que sus preocupaciones no han sido abordadas con ellos. El cúmulo de demandas legales en curso muestra que –si sus contrapartes no hacen un esfuerzo por desactivar el conflicto- la mina de Mirador comenzará a extraer cobre sin la licencia social.
Como dice el abogado Melo, “la gente vio que las acciones legales pueden ser una alternativa a las vías de hecho. Eso es bueno porque, si escala la violencia, todos pierden”.
Este reportaje, el primero de una serie sobre la huella ambiental y social de proyectos mineros chinos en Ecuador reporteado en conjunto con Lulu Ning Hui de Initium Media en Hong Kong, recibió el apoyo del Rainforest Journalism Fund a través del Pulitzer Center on Crisis Reporting.