Cuando Sandro Chinkim regresó a su pueblo, su pueblo ya no existía. Chinkim —un padre de familia en sus 30— había salido un día antes de su comunidad, Nankints, a visitar a sus suegros que viven a apenas 100 kilómetros. “Cuando volví ya no había ninguna casa y toditas estaban enterradas. No había ninguna tabla”, dice. En Nankints —un minúsculo enclave de indígenas shuar en las estribaciones de la Cordillera del Cóndor, en el sur amazónico del Ecuador— vivían 32 personas. Pero cuando Chinkim volvió no había rastro de ellas, ni de sus casas. Había militares, policías, y restos de madera y zinc, quizás las únicas evidencias de que antes había allí una comunidad. Era el 13 de agosto de 2016.
Cuarenta y ocho horas antes, un piquete de policías, blandiendo una orden judicial, había desalojado a la comunidad: la tierra, les dijeron, era de propiedad de la compañía minera Explorcobres S.A. y ellos la estaban invadiendo. A diferencia de su hijo, los padres de Sandro Chinkim sí estaban en Nankints.
“Les dijeron que tenían dos minutos para recoger sus cosas y salir”, dice Chinkim. “Luego tumbaron las casas, las enterraron en un hueco que cubrieron con tierra”. Ese día, el jueves 11 de agosto de 2016, las ocho familias de Nankints se refugiaron en poblaciones vecinas como San Carlos de Limón, Santiago de Pananza y Tsuntsuim. Ese día, el jueves 11 de agosto de 2016, Nankints dejó de existir. Sus breves cuatro hectáreas se convirtieron, por la fuerza del desalojo, en el campamento minero La Esperanza.
Su gente nunca más pudo volver a su tierra.
Dos años y medio después, una mañana de febrero de 2019, en lo que fuera Nankints ya no hay restos de madera y zinc. Hay siete pequeñas casas con techos plateados, en medio de ordenados caminos de tierra, rodeados por una cerca metálica de dos metros de alto reforzada con amenazantes espirales de alambre de púas.
Dentro de una garita de cemento, un guardia de seguridad observa desconfiado al cuatro por cuatro que cascabelea y levanta el polvo mientras pasa lento afuera del campamento del proyecto Panantza-San Carlos, que Explorcobres S.A. quiere empezar a explotar en la rica cordillera, repleta de codiciado cobre, durante unos 25 años.
No ha podido hacerlo por la resistencia del pueblo shuar. El desalojo forzado que Sandro Chinkim no vivió, pero que lo dejó sin casa y sin pueblo, era solo el inicio de los cuatro meses que le siguieron a ese jueves 11 de agosto de 2016. En ese momento comenzaría la escalada violenta de un conflicto entre minera e indígenas, que dejaría muerte, persecución, acoso judicial y desplazamiento.
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No lejos de Nankints está Tsuntsuim, otra comunidad indígena shuar sumergida en medio de montañas cubiertas por árboles verdes y repletas de cobre. Está en el sur de la Amazonía ecuatoriana, la atraviesa la Cordillera del Cóndor —reconocida como una de las áreas más biodiversas de América Latina— y está a 1100 metros sobre el nivel del mar. Por eso aunque al mediodía hay un cielo azulísimo despejado, muy temprano en la mañana las espesas nubes no dejan ver los picos de las montañas y en las noches corre un viento refrescante. A toda hora es silenciosa. Y tranquila. Las 27 familias que allí viven tienen casas de dos pisos de madera con techos de zinc. Están dispuestas como en un gran rectángulo, en cuyo centro hay una cancha de cemento multiuso con dos arcos de fútbol y una red de voleibol.
Jonathan y Steven, de seis y cuatro años, corren de arco a arco. Ríen. En el pasto que separa las casas de la cancha, una señora hala una mula que relincha. Rita —de 21 años— en cuclillas, quita con machete la hierba que rodea su casa. Una gallina cacarea.
En Tsuntsuim no hay centro de salud, ni tienda de abastos. Apenas hay una escuela para todos los niños de entre 5 y 13 años.
Por las tardes, los niños juegan en su comunidad Tsunstuim. Fotografía de José María León para GK.
El jueves 11 de agosto de 2016, el día en que las ocho familias fueron desalojadas de Nankints, algunas se refugiaron en Tsuntsuim, que está a unos seis kilómetros. Alvino Pinchupá, habitante de Tsuntsuim, recuerda que “llegaron con apenas una cobija bajo el brazo. ‘Nos mandaron desalojando’ dijeron y nosotros los invitamos a que se queden aquí”.
La noticia del desplazamiento se regó por las provincias de Morona Santiago y Zamora Chinchipe, parte del territorio ancestral shuar —una de las 15 nacionalidades indígenas del Ecuador. Casi una docena de hombres, que no eran de Nankints, fueron hasta Tsuntsuim para apoyar a sus compañeros y retomar la comunidad.
Domingo Nayash llevaba apenas un mes como síndico —la máxima autoridad administrativa— de Tsuntsuim y ayudó a planificar lo que llama “el golpe”. “Antes de lo que pasó en Nankints ya se venía hablando y protestando sobre el tema minero pero aquí alguien debía decidir y accionar”, dice Nayash —un hombre delgado, moreno, de nariz ancha y brazos fuertes— sentado en una banca de madera, bajo de un techo de zinc de donde cuelgan camisetas, pantalones y medias húmedas que acaban de ser lavadas. Los meses después del desalojo hubo asambleas, reuniones, planificaciones entre líderes de las organizaciones shuar y los hombres que se sumaron para defender su territorio.
Tras semanas de planificación, la madrugada del domingo 20 de noviembre cerca de 25 hombres salieron desde Tsuntsuim hacia el campamento La Esperanza. “Tardamos más de la cuenta porque entre nosotros había dos hombres gordos que caminaban lento. Queríamos llegar a las tres de la mañana para sorprender a los empleados, pero llegamos cuando ya estaba claro”, recuerda Nayash.
Eran las seis de la mañana cuando los shuar —algunos con lanzas, otros con explosivos, unos con escopetas— irrumpieron en el campamento minero. Entre disparos, golpes y sobre todo confusión, los trabajadores de Explorcobres S.A. y policías que lo custodiaban, se batieron en retirada. Nayash dice que el plan era quemar las casas pero alguien en el grupo sugirió no destruirlas porque podían servirles a los habitantes de Nankints quienes, según sus planes, regresarían a refundar su comunidad.
Pero el contrataque de la minera y el Estado fue total. Los shuar durmieron una noche en el campamento tomado, pero a la mañana siguiente un contingente de policías y militares, cuyo número, según Nayash, se había duplicado, los expulsó. La toma de La Esperanza duró 24 horas.
Los shuar se replegaron hasta San Carlos de Limón, un pequeño poblado de colonos e indígenas que está entre la comunidad de Tsuntsuim y el espacio donde existió Nankints.
A San Carlos de Limón (llamada también solo ‘Limón’) se llega de tres maneras. La más sencilla y rápida —que dura entre 3 y 4 minutos— es cruzando medio kilómetro en una tarabita a 300 metros de altura sobre el río Zamora. Los veintitantos hombres que fueron echados, nuevamente, de la ex Nankints, se refugiaron en Limón las siguientes tres semanas.
El camino que conecta a la parroquia San Carlos Limón y la comunidad Tsuntsuim está siempre lodoso. Fotografía de José María León para GK.
“Vamos a hacer otro golpe más”, recuerda el síndico Nayash que dijeron los hombres que habían llegado a apoyar desde otras comunidades. Veinticuatro días después, el 14 de diciembre, los shuar volvieron a la carga contra La Esperanza. Pero esta vez el campamento lo custodiaban miles de policías y militares. El enfrentamiento fue más violento. “El tiroteo se escuchaba hasta acá”, dice Natalia Nankamai, habitante de Tsuntsuim.
El cruce de balas dejó heridos dos militares, cinco policías y dos shuar. El policía José Luis Mejía murió de un disparo que las autoridades dicen fue shuar y que los shuar dicen fue militar.
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Ese mismo miércoles 14 de diciembre, el entonces presidente Rafael Correa decretó el aumento de militares en la zona y un estado de excepción por 30 días en la provincia de Morona Santiago.
Tres días después, en las cadenas de radio y televisión que Correa daba cada sábado para informar sobre su gestión y fustigar a sus enemigos, mintió: dijo que los shuar eran parte de “un grupo armado extremadamente violento” y negó que ese espacio fuera territorio ancestral. El entonces comandante de la Policía, Diego Mejía, dijo que tenían “armas de grueso calibre”. Alvino Pinchupá y Domingo Nayash insisten en que solo tenían carabinas, dinamita y lanzas.
Para ellos, las mujeres y los niños de Tsuntsuim, esos días de diciembre de 2016 están intactos en sus mentes. Nayash estaba en San Carlos de Limón y dos días después decidió irse Tsuntsuim para avisar a los demás lo que había sucedido.
El camino entre la cabecera parroquial y la comunidad tiene trechos de un lodo profundo y atrapante, como el concreto fresco, otros son empinados, rocosos y mohosos, en medio de quebradas pronunciadas, y ríos de anacondas y piedras prehistóricas que se atraviesan por resbaladizos troncos acostados. Los comuneros tardan cerca de cuarenta minutos en recorrerlo, los afuereños pueden demorarse hasta cuatro horas.
Nayash recuerda que mientras caminaba hacia Tsuntusim escuchaba tiroteos y los helicópteros. “Vinieron con carros blindados, con tanques de guerra destruyéndolo todo. Utilizaron tres frentes para ingresar, nos querían emboscar”. Los militares y policías irrumpieron en varios poblados de la zona. Su objetivo era detener a los sospechosos de la muerte del policía José Luis Mejía.
Rosa Tuits, habitante de San Pedro —una comunidad cercana a Tsuntsuim—, dice que estaba bañándose cuando empezaron a patear su puerta. “A mí eso me asustó. Por suerte yo estaba porque a las personas que no estaban les rompieron las puertas, las bisagras. En mi casa revisaron y desbarataron todo y se fueron llevando la carabina. Nosotros siempre tenemos armas porque vivimos en la selva y tenemos aves. Esa arma se llevaron”. Tuits y sus vecinos fueron parte del operativo del Ministerio del Interior que incautó armas de fuego y explosivos para analizarlas y determinar quiénes habían participado en el enfrentamiento del 14.
Los habitantes de Tsuntsuim tenían miedo. El ruido de los helicópteros, de las balas, de los drones horrorizaba a los niños. Cerca de las ocho de la noche, las 27 familias decidieron dejar su comunidad. No querían toparse a los militares y policías. “Venían los militares a tiros, se escuchaban los helicópteros bajito. Tenía que coger a los hijos. ¿Qué animales? ¿Qué cobijas? Nada. Nos fuimos sin nada y tocó dormir en la montaña. Los hijos sin merienda”, recuerda Benito Jimpikit, comunero de Tsuntsuim. Nayash dice que mucha gente salió “con la parada que tenía”. No alcanzaron a empacar ropa, ni alimento. Nada. Esa noche y madrugada muchos no tenían ni una linterna para recorrer la espesa selva en la oscuridad.
La mañana siguiente llegaron al Tink, otra comunidad shuar a 12,4 kilómetros (en línea recta) de Tsuntsuim, donde se refugiaron. “No sabíamos lo que iba a suceder, yo pensé que al día siguiente regresaría a ver mis cosas, a traer comida para mis hijos”, dice Nayash. Según él, tardaron cuatro meses en regresar.
Volvieron solo cuando estuvieron seguros que todos los militares habían abandonado el lugar.
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A Benito Jimpikit y otros tres comuneros les quemaron la casa. “Tenía cocineta, refri, 7 ganados, 78 pollos. Y cuando volví apenas recibí una ayuda de 25 planchas de zinc para reconstruir. Recién he empezado a recuperarme”, dice. Recuerda la noche que, a escondidas de los militares que todavía ocupaban Tsuntsuim, llegó para ver cómo estaban las cosas: era verdad, no tenía casa, no quedaba una vaca de su ganado. Volvió donde su esposa y se puso a llorar, desconsolado por todo lo que había perdido. “Lloré como cuando uno se quiere morir ese mismo rato”.
María Luisa Utitiaj tiene 61 años, está sentada en la mesa de madera junto a su cocineta rodeada de ollas de aluminio y racimos de plátano verde. En su mano tiene el candado cerrado pegado a una bisagra que aún guarda de su puerta que los militares y policías tumbaron. Ella ya estaba refugiada en el Tink cuando ocurrió, pero dice que se comieron sus gallinas, se llevaron sus tanques de gas. “No respetaron nada”.
Soledad Chumpik era la maestra de la escuela de Tsuntsuim. Pasaba de lunes a viernes en la comunidad y el fin de semana con su familia en Gualaquiza, una ciudad cercana. Chumpik no estuvo el día que todos los habitantes huyeron hasta el Tink, pero volvió a la comunidad dos días después. El distrito educativo le pidió que haga un informe sobre la situación de la escuela. Cuando llegó a Tsuntsuim, dice, estaba repleto de militares y policías. “Habían invadido las casas, la escuela, todo hecho desorden. En mi cuarto no estaba la comida que tenía, todo había sido utilizado por los policías, quienes ocupaban todavía mi habitación”. Esa noche, Chimpik durmió en Tsuntsuim, al día siguiente tomó fotografías de la escuela y escribió notas para el reporte que le habían pedido.
Una mañana de febrero, en 2019, en el corredor de la escuelita de Tsuntsuim que aún dirige, Chumpik dice que cumplió con la orden que le encomendaron. “No tenía miedo de estar ahí porque yo no tenía nada que ver”. Sin embargo, policías la detuvieron y la llevaron esposada a un retén del cantón San Juan Bosco, donde durmió una noche. “Al día siguiente me llevaron al hospital a hacerme chequeos, luego a la Unidad de Policía Comunitaria, luego a la Fiscalía”. El esposo de Chumpik se encargó del papeleo, de los abogados. Dice que en los interrogatorios le pedían que entregue la evidencia. “¿Yo qué evidencia les podía dar si no sabía nada?”
Chumpik estuvo acusada por el delito de incitación a la discordia entre ciudadanos. Mientras espera que los alumnos terminen una tarea antes de enviarlos de vacaciones por el fin de la primera mitad del año lectivo, recuerda cómo afectó a los niños la emboscada policial en la zona. Muchos quedaron traumatizados, asustados por los helicópteros, los disparos y por la huida en mitad de la noche, sin linternas, hacia el Tink.
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Un habitante de Tsuntsuim acepta que pase a su casa. Mientras sus cinco hijas de entre siete y dos años lo abrazan, lo observan y juegan a su lado, él dice que de su casa no quedó nada, que le rompieron todo y se llevaron su motosierra, que prefiere no darme su nombre ni seguir conversando porque “aquí todo el tiempo viene gente a preguntarnos cosas pero nadie ayuda”.
Según los habitantes de Tsuntsuim, antes de la invasión de policías y militares, nadie —salvo una que otra fundación u ONG— había llegado hasta allí. Trabajadores de la minera también han llegado hasta la comunidad, según los pobladores les han ofrecido gallinas, cuyes para las mujeres, cuadernos y lápices para los niños. Nada más.
El síndico de Tsuntsuim, Domingo Nayash, y su familia tuvo que huir luego de que los militares llegaran a su comunidad. Fotografía de José María León para GK.
Ningún político nacional ha pisado Tsuntsuim. Nunca. Durante campañas electorales, algunos candidatos a la junta parroquial o a prefectos de la provincia los han visitado. Pero sus visitas no se han transformado en obras concretas. Basta recorrer el fangoso e intransitable camino hasta allí para entender que atenderlos no es una prioridad.
Quizás la última vez que recibieron algo de atención fue durante la guerra con el Perú que terminó en 1998. El territorio disputado con el vecino está muy cerca de Tsuntsuim y durante el conflicto, los shuar fueron reclutados por el ejército. Después de la guerra, sin embargo, su apoyo y contribución no fue reconocida, según indígenas de la zona.
Después del conflicto en Nankints, dice el señor sin identificarse, muchos periodistas, ambientalistas y activistas sociales llegaron. “Pero aquí estamos dos años después, todo sigue igual, no nos hemos recuperado y a nadie le importa”.
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El desalojo de Nankints para instalar el campamento La Esperanza fue en 2016, pero el proyecto minero lleva más de 10 años. Ocupa casi 42 mil hectáreas —es tres veces más grande que Miami. Según un informe de la Fundación Tiam (que vela por los derechos humanos y de la naturaleza), cuatro poblaciones —Indanza, San Miguel de Conchay, San Carlos de Limón y San Jacinto de Wakambeis— están dentro de las áreas de concesión. Otras cuatro —San Antonio, Pan de Azúcar, San Juan Bosco y Santiago de Pananza—, en el área de influencia del proyecto. Son más de 12 mil personas las que serían afectadas; 5 mil de ellas, shuar.
En el 2012, la Contraloría General del Estado auditó aspectos ambientales a la gestión de los Ministerios de Ambiente, de Energía y Recursos Naturales No Renovables y otras instituciones relacionadas al proyecto minero Panantza-San Carlos. El informe concluyó que el proyecto tiene siete irregularidades porque los Ministerios involucrados incumplieron legislaciones como el Mandato Minero o la Constitución de la República.
En concreto, según la Contraloría, el gobierno debió suspender el proyecto porque: la empresa Explorcobres S.A. superaba el número de concesiones permitidas según el mandato minero (se podían máximo 3 y tenían 4 vigentes y 7 suspendidas); está en un territorio con nacimientos y fuentes de agua; y el estudio de impacto ambiental que se hizo estaba “al margen de la legislación aplicable”.
El informe deja claro que en lo ambiental, social —e incluso económico—, el proyecto se había realizado con dudosos estándares.
Para febrero de 2019, Panantza-San Carlos estaba en etapa de exploración avanzada. Es decir, ya había hecho la etapa de prospección —para determinar si hay o no minerales en el suelo—, y la etapa de exploración —donde se abren trochas y se hacen perforaciones.
En el Ecuador existe solo un proyecto de minería a cielo abierto que ya empezó con la explotación y no está lejos de Panantza-San Carlos, en la misma Cordillera del Cóndor donde quedaba Nankints. Está concesionado a una empresa distinta, llamada Ecuacorriente S.A., pero que es en realidad una filial del mismo conglomerado chino: lo integran las empresas estatales Tongling Nonferrous Metals —dedicada a la minería metálica— y China Railway Construction Corporation (CRCC) —dedicada a la construcción de infraestructura. Al final, los dos proyectos pretenden explotar el mismo yacimiento, que se extiende debajo de las provincias de Morona Santiago y Zamora Chinchipe, y se conoce como ‘el cinturón de cobre’.
Mirador ha llamado más la atención pública ecuatoriana por los ya visibles daños ambientales y a las comunidades aledañas. Pero se espera que Panantza-San Carlos lo doble en extensión y, por ende, en daños ambientales. No se ha hecho público quién escogió el nombre de La Esperanza para el campamento donde debe cumplirse semejante profecía, ni si sus motivaciones eran hijas del cinismo, el desprecio o la más abyecta arrogancia.
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La resistencia shuar no es nueva. En noviembre de 2006, habitantes de la comunidad shuar de Warints, también en el sur amazónico, llegaron con lanzas y escopetas hasta el campamento de la empresa canadiense Lowell Mineral Exploration y exigieron que abandonen su territorio. Tal fue la presión —incluso bloquearon la pista de aterrizaje para impedir la llegada de militares y policías— que la minera se fue.
Raúl Ankuash es uno de los líderes shuar que ha estado muy cerca de la lucha y la resistencia antiminera. Actualmente es dirigente de territorio de la Federación Interprovincial de Centros Shuar (Ficsh) y dice que, desde siempre, la nacionalidad shuar ha rechazado la minería en su territorio ancestral. “Pero las empresas han generado divisiones internas dentro de la organización y siguen generando más conflictos. Aún hay una persona financiada por una empresa”, dice. Los problemas sociales han sido también la huella de la minería en el sur del Ecuador.
El conflicto con Explorcobres S.A. no es sino una nueva vuelta de tuerca de la historia. “Si no fuera por la resistencia del pueblo Shuar, el proyecto Panantza-San Carlos habría empezado hace rato”, dice Gloria Chicaiza de Acción Ecológica, una organización que defiende los derechos asociados al medio ambiente. Según Chicaiza, la victoria contra Lowell tuvo un efecto en cascada y logró que también se interrumpiera el proyecto Panantza-San Carlos cuyo campamento, hace una década, se llamaba, más francamente, Rosa de Oro. “Para los shuar estas acciones fueron una limpieza de territorio”. Fue una manera de dejar claro que querían su tierra libre de minería.
El área en la que las mineras quieren cavar profundo y a cielo abierto en el sureste del Ecuador es territorio ancestral del pueblo Shuar Arutam, conformado por unas 13 mil personas shuar. Aunque el artículo 57 de la Constitución del Ecuador reconoce los territorios indígenas ancestrales, la historia política, en especial aquella sobre tierras en la Amazonía, es más compleja.
El jueves 11 de agosto de 2016, el operativo conjunto desalojó a los habitantes de Nankints porque, según el Ministerio del Interior, era una “invasión ilegal” y los predios estaban concesionados a Explorcobres S.A. Diez años antes, en noviembre de 2006 en ese mismo espacio (hoy Campamento La Esperanza, antes Nankints) funcionaba otro campamento minero, Rosa de Oro. Los indígenas shuar se tomaron ese campamento, lo bautizaron Nankints, y ahí vivieron 10 años. La empresa que insistía en ser dueña del territorio demandó a los indígenas y en 2015, la Corte Provincial de la provincia de Morona Santiago falló a favor de la empresa sobre la posesión y uso del área de concesión minera.
Mario Melo es el abogado del pueblo Shuar Arutam e insiste que ese territorio le pertenece a la nacionalidad shuar. El contexto histórico es largo y complejo pero entre los factores que menciona para explicar cómo y por qué los shuar fueron “arrinconados” en su propio territorio, están la misión de los monjes salesianos y la sequía de los 60 en la Sierra sur que llevó a campesinos a ocupar tierras en la Amazonía. Un informe de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos (Inredh) menciona también que en la década de los 70 hubo un proceso de colonización impulsado por el entonces Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización (IERAC) “que adjudicó tierras ancestrales shuar a colonos como si aquellas no existieran”.
Melo explica que el Estado, a pesar de que sabía que la zona era territorio ancestral indígena, concedió títulos de propiedad a campesinos. “La gente de la Sierra llegó con otra mentalidad, para ellos la propiedad colectiva no tiene significado entonces pedían legalizar a su nombre, individual, dos, tres hectáreas. Eran pequeñas y aisladas lo cual no parecía preocupante para los shuar”. Pero todo cambió cuando los campesinos vendieron esos títulos a las empresas mineras. Desde 1998 empezó la prospección en la Cordillera del Cóndor, un área que antes estaba en disputa, era zona de guerra (tres años antes, el Ecuador y el Perú habían mandado a pobres soldados a darse tiros no muy lejos, a las riberas del río Cenepa), y estaban vetadas las actividades civiles.
Según Melo, los campesinos vieron una oportunidad de negocio: le pedían al Estado las escrituras a cambio de cultivar pronto la tierra y, una vez que tenían los papeles, los vendían a las compañías.
“La empresa es dueña de esa tierra pero esa transacción realmente no fue legítima. Si vas hacia atrás, vas a encontrar un momento en que hubo una adjudicación de alguna organización estatal. Ese es el inicio del despojo de los Shuar”, dice Verónica Potes, abogada especialista en derechos indígenas.
Varias de esas escrituras que los colonos vendieron a las mineras incluye el territorio del campamento La Esperanza. La empresa Explorcobres S.A. tiene títulos de 150 hectáreas pero la concesión que el Estado ecuatoriano le entregó es de casi 42 mil. Esas hectáreas de diferencia le pertenecen al pueblo Shuar Arutam que, desde la última década del siglo XX, ha hecho trámites y seguido procesos para que el Estado le entregue titulaciones de un territorio que, en teoría, la Constitución del Ecuador reconoce que le pertenece.
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El 12 de febrero de 2019, la sala de prensa de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), en Quito, estaba llena de reporteros y camarógrafos. En la mesa rectangular, el abogado Mario Melo, acompañado de líderes y dirigentes shuar, empezó la rueda de prensa y anunció que el pueblo Shuar Arutam interpondrá una acción de protección —un mecanismo jurídico para proteger los derechos humanos— contra el proyecto Panantza-San Carlos. Dijo que el principal argumento es que el Estado incumplió el derecho constitucional a la consulta previa, libre e informada, un requisito indispensable en todo proyecto extractivo en el Ecuador. Un compromiso que el país también adquirió cuando firmó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de Naciones Unidas. En zonas de explotación, consiste básicamente en consultar a los habitantes de pueblos indígenas si permiten, o no, que se extraiga recursos en sus territorios.
Cuando el gobierno de Rafael Correa se dio cuenta que se había atravesado a sí mismo un palo en el molino extractivo en la Constitución escrita por ellos mismos, crearon modelos de consultas de papel. En otros casos, fueron directamente obviadas. Según Melo, en el caso de Panantza-San Carlos, se está irrespetando la identidad cultural de los pueblos indígenas. “Adicionalmente, a través de actos violentos ocurridos en el 2016 se atentó contra el derecho a la vida digna y a la integridad”.
Cinco días después de la rueda de prensa, en la parroquia San Carlos de Limón, en Morona Santiago, Claudio Washikiat, un shuar que es dirigente de territorio de la Conaie, que lleva marcas rojas pintadas en zigzag en sus pómulos, habla en una asamblea de las comunidades shuar de Morona Santiago sobre la acción de protección.
La asamblea se celebra en un centro comunitario que tiene una cancha multideportiva de cemento. Tiene, también, un escenario en una de las cabeceras, un techo curvo de zinc y unas pocas gradas pintadas de amarillo y verde, los colores de la provincia, y que son como una metáfora de la cordillera del cóndor: bosque y mineral.
En ese mismo lugar, dos años antes, los militares armaron sus carpas y vivieron allí los 30 días que duró el estado de excepción. Ahora en cambio, está sembrada de sillas plásticas blancas y la gente que asiste quiere saber, entre otras cosas, qué pasará con la explotación del territorio que consideran legítimamente suyo.
Desde el escenario, hablan Washikiat, Vicente Tsakimp —presidente del Pueblo Shuar Arutam—, un secretario que lleva el orden del día, y otros dos dirigentes Shuar. La mayor parte del diálogo es en su lengua. Mujeres y hombres participan en largas intervenciones. El secretario que modera pide que hagan propuestas concretas. “¿Pero vamos a recuperar el territorio?”, pregunta una de las asistentes, luego de que le explican para qué sirve la acción de protección.
Es una pregunta que nadie se atreve a contestar.
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Tres días antes de la asamblea en Limón, la noche del 14 de febrero de 2019 Claudio Washikiat —la cara redonda de gestos duros, un aire de superioridad sobre los mestizos, y un liderazgo consolidado en su pueblo— llegó a Tsuntsuim desde Quito. No había vuelto a la comunidad desde diciembre de 2016, después de que el policía muriera y que el presidente Correa declarase el estado de excepción.
El síndico Domingo Nayash, el comunero Alvino Pinchupá y su esposa María Natalia Nankamai lo reciben con alegría. En 2016, Washikiat era vicepresidente de la Federación Interprovincial de Centros Shuar (Ficsh). Cuando estalló el conflicto, en noviembre, fue uno de los hombres que llegó para intentar recuperar Nankints, y era uno de los buscados por policías y militares cuando rozaban las pequeñas comunidades shuar con helicópteros y patrullas. “Ese día te desapareciste, creímos que te habían matado o te habías muerto”, le dice Nayash.
Washikiat termina de comer un caldo de armadillo que le han ofrecido como bienvenida y se levanta de la mesa para contar lo que nadie en Tsuntsuim sabía hasta entonces. Recuerda los helicópteros volando bajo, los carros blindados, los tanques, la emboscada. Dice que cuando se sintió acorralado, se lanzó por el barranco lleno de árboles que acaba en el río Zamora, de donde sale y llega la tarabita que conecta a Limón con el resto de comunidades y parroquias.
Washikiat estuvo escondido durante meses porque tenía en su contra una denuncia por el asesinato del policía Mejía. Al igual que él, Rosa Tuits y un comunero mestizo de Limón llamado Oswaldo Domínguez fueron procesados como sospechosos de ese homicidio. A diferencia de Washikiat, Rosa Tuits y Oswaldo Domínguez no estuvieron en el campamento La Esperanza el 14 de diciembre cuando murió Mejía.
Según la Fiscalía General del Estado el caso del asesinato de Mejía está aún en investigación previa. Después de un mes de enviar un pedido información respondieron, vía correo electrónico, que se formularon cargos en contra de Oswaldo Domínguez, Rosa Tuits y Claudio Washikiat. Pero luego se emitió dictamen abstentivo para Tuits y Washikiat, y se sobreseyó a Domínguez. La información enviada es la misma que está en el sistema público del Consejo de la Judicatura.
El tiroteo, los helicópteros y el desplazamiento de los habitantes de Tsuntsuim durante cuatro meses no fueron las únicas formas de violencia que sufrió la gente de la zona. 43 personas —entre Shuar y mestizos— fueron acusadas de asesinato, 22 de ataque o resistencia, 10 de intimidación, 10 de incitación a la discordia entre ciudadanos, 4 de robo, 3 de abigeato, 2 de receptación, 2 de daño al bien ajeno, 1 de hurto y 1 de tenencia de armas.
Las acusaciones —como las que enfrentaron Tuits y Domínguez— se dieron en un contexto político en el que cualquiera que resistía o protestaba era denunciado. Según listas elaboradas por la Conaie, la Ecuarunari (la Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador, que reúne a los pueblos indígenas de la Sierra) y varias organizaciones de derechos humanos, desde enero de 2009 a diciembre de 2018 más de 200 personas fueron judicializadas durante protestas o manifestaciones en las que reclamaban, entre otras cosas, un territorio libre de minería.
En el Ecuador, la criminalización de la protesta fue la violencia más recurrente que sufrieron los defensores de territorio durante la última década.
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El 6 de marzo de 2019 el abogado Mario Melo presentó la acción de protección que había anunciado veintidós días antes. El lunes 25 la acción fue rechazada. “El juez oralmente dijo que no se había hecho consulta pero que no se había probado que al no consultar, se les causó daño”, dice Melo y agrega que van a apelar la decisión.
Mientras en Quito las organizaciones que apoyan la lucha del pueblo Shuar se reúnen, elaboran informes, mapas sobre la pérdida del territorio y análisis sobre el impacto de la minería, Benito Jimpikit sigue viviendo en su finca porque aún no reúne lo suficiente para construir una casa nueva en Tsuntsuim.
Aún hay shuar que viven escondidos con el peso de una acusación de asesinato en su contra. Las familias de Tsuntsuim siguen lamentando la pérdida de sus escasas pertenencias. Y las 32 personas desplazadas no han podido regresar a su territorio, Nankints.
Sandro Chinkim, uno de los 32 habitantes violentamente desplazados, todavía habla con amargura. “El día que nos desalojaron, desde ese momento, nos quedamos sin tierra. Toda mi familia tuvo que buscar un refugio. Lo perdí todo. Hasta ahora me recupero”.
Este reportaje es parte del especial trasnacional Tierra de resistentes.
*Parte de los gastos de movilización para esta historia se cubrieron con el apoyo de Fundación Pachamama.