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La metáfora siempre es más poderosa que su descarnado referente. Por eso el capítulo más trepanador de Chernobyl es el cuarto, donde asistimos al exterminio de los perros enfermos de radiactividad.

El espectador es introducido en esa carnicería a través de un muchacho sin experiencia, que es adiestrado por dos soldados veteranos. Nos reconocemos en la evolución del joven —de verdugo ineficaz, muy torpe, a ejecutor sistemático—: también nosotros nos hemos ido acostumbrando al horror. Y a través de su pareja de maestros recordamos la geopolítica de 1986: Afganistán, los últimos estertores de la Guerra Fría, todo un sistema político, económico y sobre todo moral al borde del colapso.

La muerte de los perros ocurre a lo lejos o fuera de campo. También la de los seres humanos es invisible y, sin embargo, la vamos sintiendo —como un latido acelerado— en el trasfondo de los cinco capítulos de la miniserie de Sky y HBO.

El guion de Craig Mazin y la dirección de Johan Renck insisten en la estrategia narrativa del momento culminante del cuarto episodio: al igual que vemos a la perra y a los cachorros, pero después solamente escuchamos los disparos con que son ultimados, también conocemos a los bomberos, a los técnicos nucleares o a los mineros, sin ser testigos directos de su fin.

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Fotografía de HBO.

La muerte está en el aire. La muerte es ceniza omnipresente. La muerte es radiación, aros concéntricos. La muerte —sobre todo— es colectiva y total. ¿Pero cómo representar dramáticamente las razones de su expansión en un mundo como el de la Unión Soviética, en el que los individuos no aspiraban ni podían aspirar al protagonismo? En la fase de documentación de la serie, Mazin leyó Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, la obra maestra de historia oral que Svetlana Alexiévich publicó —tras diez años de entrevistas— en 1997. Un libro arbóreo, en que las voces se suceden como en una caja de resonancia, para dar un testimonio coral del desastre y de su insuficiente liquidación.

La productora —según ha declarado la propia escritora— le compró a la premio Nobel de Literatura los derechos de algunas de las historias de su libro (la más obvia es la del bombero Vasily Ignatenko y su mujer embarazada, Lyudmila). Pero en el momento de estructurar el guion de la serie, Mazin optó por un gran protagonista, Valery Legasov (Jared Harris). Su suicidio, en los primeros minutos del episodio piloto, tras haber grabado unas cintas en las que confiesa la verdad sobre el accidente y su manipulación por parte del Estado, convierte —de hecho— toda la obra en la reconstrucción de los años decisivos de una única biografía.

En Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh, Ricardo Piglia parte de una cita de Paul Valéry (“Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”) en su análisis de las tramas sociales y de la ficción de Estado que constituyen eso que llamamos realidad nacional. Ese sinfín de relatos conforman —según él— el contexto mayor de cualquier novela, que “no hace sino detener ese flujo”, en una construcción artística que invierte la lógica del discurso estatal.

Mientras que “el héroe del Estado es aquel que dice que hay que bajar los ideales por culpa del peso de lo real”; el de la novela, en cambio —añade el autor de Respiración artificial— “sostiene que es necesario encontrar un ideal que le dé sentido a lo real”. Ésa es la tensión que encontramos entre la versión —antes soviética y ahora rusa, en lo esencial coincidentes— de los hechos acaecidos en Chernóbil y la serie Chernobyl.

Tras atribuir —en un congreso internacional en Viena— toda la responsabilidad del desastre a tres funcionarios de la central, exculpando al aparato del Estado (que no había invertido en seguridad, había obligado a la sobreproducción energética y había ignorado los informes que alertaban del peligro), Legasov es condecorado —de hecho— como héroe nacional. Pero en ese mismo último capítulo, por supuesto, el héroe del Estado se transforma en el de la novela, se imponen la valentía, la verdad, el ideal.

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Fotografía de HBO.

Y eso es lo que subrayan, precisamente, los últimos segundos de la serie: una sucesión de imágenes de archivo donde las personas que han inspirado a los personajes aparecen con su auténtico rostro, junto con textos en los que al mismo tiempo que se resumen sus destinos se enfatizan las mentiras de la Unión Soviética sobre las víctimas del accidente.

Hasta en ese detalle final Chernobyl recuerda a la que podría ser su gran modelo narrativo: Show me a Hero, seis capítulos de David Simon y William F. Zorzi para HBO, ambientados en Yonkers, Estados Unidos, pero en los mismos años. Su título refiere a una cita de Francis Scott Fitzgerald: “Muéstrame a un héroe y te escribiré una tragedia”. Ése es el punto de partida de la mayor parte de la ficción occidental y del propio Mazin, quien —al contrario que Simon o sus maestros, como John Ford— no la cuestiona. Legasov es, finalmente, un héroe clásico.

Para Piglia el personaje protagonista (“el héroe”) constituía todavía el elemento central e irremplazable del relato. El guionista de Chernobyl defiende también esa concepción, sobre la que se construyó toda la mitología hollywoodense. La obra de Alexiévich, en cambio, erige una antropología y una estética completamente distintas, para enfrentarse al discurso oficial, para representar con dignidad el proceso conque el socialismo real aplastó a sus ciudadanos.

Cuenta en Voces de Chernóbil que su editor le recriminó que contara historias que parecían proamericanas: “En el periódico no quiero gente que difunda el pánico. Tú escribe sobre los héroes, como los soldados que se subieron al tejado del reactor”. Y afirma en El fin del “Homo sovieticus”: “Muchos vieron en la verdad a un enemigo”. Para construir artefactos que hagan justicia a la heroicidad colectiva y que restituyan la verdad posible, la cronista renuncia tanto a un yo único vertebrador como a un protagonista. Y tras centenares de entrevistas transcritas y editadas con artesanía paciente, escribe polifonías estremecedoras.

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Fotografía de HBO.

“Cada mentira que contamos implica una deuda con la verdad”, afirma Legasov en el juicio del último capítulo de la miniserie, el clímax de la historia. Pero Legasov no testificó en el juicio real. Es una licencia dramática de Mazin. Y Ulana Khomyuk, no solo tampoco testificó, sino que además no existió. Es una licencia de Mazin para darle un único cuerpo (no en vano de mujer, el de Emily Watson) a todos los científicos que investigaron la catástrofe (como conciencia moral, por cierto, recuerda a la Vinni Restiano que interpreta Winona Ryder en Show me a Hero).

La ficción del Estado ruso se contrapone a la ficción de HBO. La maquinaria política del ocultamiento sistemático se espejea en la maquinaria narrativa de un sello que eclipsa distintos grados de autoría (Sky es raramente mencionada, Alexiévich no aparece en los créditos) y simplifica los hechos y se los apropia.

Desde la mirada algorítmica —como desde la del régimen comunista— no existen los protagonistas ni los héroes; pero las fórmulas mainstream siguen apostando a las figuras centrales, porque saben que —en términos de audiencia y de crítica tradicional— son las ganadoras.

Chernobyl recrea con maestría un tiempo y, sobre todo, una atmósfera existencial; cuenta tanto con un guion como con una dirección precisos, efectivos, emocionantes; está interpretada con excelencia británica; pero no desenmascara ni revela verdad alguna, porque reivindica un sistema de representación de la historia reciente que hibrida la estética del realismo social (tan propia de las dictaduras) con la mitología heroica estadounidense, del todo ajena a la materia de la obra.

Rusia ya ha anunciado una producción que dará cuenta de su versión de la catástrofe, con sus héroes y enemigos (y el partido político Comunistas de Rusia ha pedido la prohibición de Chernobyl y que sus responsables respondan ante la justicia). Entre una y otra serie, Voces de Chernóbil muy probablemente seguirá siendo la mejor lectura sobre el desastre que hizo temblar el mundo hace más de treinta años: por su respeto a las víctimas y a los testigos; por su arquitectura en red; por su excavación arqueológica en el yacimiento de la central nuclear y de la cosmovisión soviética; y por su ausencia de centros anacrónicos.