Si tuviera que escoger una única imagen de esta última temporada de Game of Thrones sería un primer plano del capítulo quinto: el de la cara magullada y cenicienta de Arya Stark, atravesada por diagonales de gris y de sangre, superviviente de la aniquilación de Desembarco del Rey.

Su cara mirándome, superpuesta a la mía, en un juego de abismos, porque la fotografía oscura que ha caracterizado los seis episodios finales ha transformado por momentos la pantalla en un espejo negro.

Tras esa máscara un cerebro modelado durante años por la venganza —adivinamos— toma la decisión de cambiar en su lista negra a Cersei por Daenerys, una ira por otra. Me recuerda aquel momento de La ilíada en que, tras descubrir que Patroclo ha muerto, Aquiles “con ambas manos el requemado hollín” y “la negra ceniza” se derrama “sobre la cabeza”. El héroe enmascarado decidirá luchar finalmente en la guerra de Troya y consumar su destino.

Tres mil años después, la discípula de los Hombres sin Rostro toma una decisión muchísimo más polémica. Y no es la única: en una serie marcada por el conflicto y la multiperspectiva, por una vez se impone el consenso entre linajes enemigos. Tyrion Lannister y Arya Stark —rápidamente— y Jon Targaryen —siempre más lento— coinciden en que la iluminada y draconiana Daenerys, a quien Benioff y Weiss (escritores y directores del capítulo final) nos presentan en lo alto de una escalinata, entre Drogon y un enorme estandarte rojinegro con el escudo Targaryen, es decir, en una clara escenografía fascista, es una genocida que no cesará de masacrar hasta que hinquen la rodilla todos y cada uno de los habitantes de los Siete Reinos.

En la épica homérica no encontramos el maniqueísmo de las epopeyas medievales ni del cine bélico del Hollywood clásico. Sí encontramos, en cambio, los dioses que Shakespeare eliminó del horizonte moral de sus tragedias. Game of Thrones ha construido una impresionante y compleja épica teleshakespeariana que con el paso de las temporadas ha ido tendiendo hacia la simplificación. Sobre todo a causa del protagonismo que han ido adquiriendo algunos personajes, de modo que la red inicial se ha ido licuando en un polígono de pocos rostros.

En la serie nunca ha sido válida una lectura de buenos y malos. Pero, en esa deriva de la complejidad de la colmena a la centralidad de media docena de individuos decisivos, hemos pasado del parricidio y el relevo generacional de las primeras temporadas a una defensa a ultranza de los lazos de la hermandad.

Por un lado tenemos a Daenerys Targaryen, que perdió a su odioso hermano, a sus dos maridos, a su más fiel consejero y a dos de sus tres hijos dragones; por el otro, a los hermanos Sansa, Bran y Arya Stark, huérfanos también, pero con vínculos familiares muy vivos. Y en medio se encuentran Tyrion, cuyos hermanos han muerto, y a Jon Snow, el bastardo, el hijo secreto, que en el momento decisivo decide traicionar a su amante y tía Targaryen y reforzar su identidad autobiográfica, su hermandad infantil. Esa decisión provoca la ira de Daenerys, su ataque despiadado y desproporcionado.

Robert Veban ha estudiado en La destrucción de la memoria la historia de los asedios, ataques y bombardeos que desde siempre han atentado contra los habitantes de las ciudades y contra sus edificios emblemáticos: “La arquitectura se ha convertido en un campo de batalla en el cual todavía hoy se dirimen otras luchas de tipo ideológico, étnico o identitario”.

Cuando Daenerys —secuestrada por la rabia y la venganza— reduce la capital de los Siete Reinos a un cementerio de escombros no solamente derriba a Cersei, también se carga el Antiguo Régimen, con una mitología que une con lazos míticos a todas las dinastías de Poniente. Ella destruye con la artillería bestial del único hijo dragón que le queda la arquitectura de su propia infancia, de su mismísima genealogía. Se queda así completamente sola.

Los Stark, en cambio, ostentan una hermandad a prueba de acero valyrio. Y la de los Lannister revive —post mortem— en el último momento: de las cuatro imágenes imborrables que nos regalan Weiss y Benioff en los primeros cuarenta minutos de metraje del Trono de Hierro, la única que no es sobrenatural nos muestra a Tyrion desenterrando las caras de Cersei y de Jaime (y su mano de metal). Las otras tres tienen que ver, precisamente, con la única familia que le queda a Daenerys: ella con las alas de Drogo a sus espaldas, ángel oscuro; Drogo surgiendo de la nieve, cancerbero; y el Trono de Hierro derritiéndose bajo las llamas.

La importancia de los hermanos en esta última temporada ha sido subrayada una y otra vez. El más feroz de todos los combates de “Las Campanas” lo encarnan los hermanos Clegane. Las dos escenas más tiernas de ese mismo episodio las protagoniza Jaime con cada uno de sus hermanos: su despedida de Tyrion y su abrazo suicida con Cersei bajo la lluvia de escombros.

También en la retórica cinematográfica encontramos esos paralelismos. Los planos de “La batalla de los bastardos” en que Jon trata de salir de una montaña de cadáveres son gemelos de los que el mismo director, Miguel Sapochnik, dedica a su hermana Arya en “Las Campanas”, cuando intenta sobrevivir a la multitud que la pisotea presa del pavor. Y en los minutos finales de la serie unos planos encadenados nos muestran solamente los destinos de Arya, Sansa y Jon.

Daenerys, en cambio, es condenada a aparecer una única vez durante la destrucción de Desembarco del Rey, como si se hubiera convertido en su dragón. Y se nos niega la posibilidad de despedirnos de ella y de Drogo, para que su soledad sea también la nuestra. Justo antes de morir se refugia en un recuerdo de la infancia, al igual que Tyrion le dio las gracias a Jaime por haberlo protegido de niño. Pero ni un solo personaje vivo la conoció de niña. Y sus enemigos, en cambio, son fieles a la alianza que forjaron cuando Robert Baratheon ocupaba el Trono de Hierro.

En el monólogo clave del capítulo, Tyrion le dice a Jon: “Cuando asesinó a los esclavistas de Astapor, seguro que solo se quejaron ellos, al fin y al cabo, eran malvados; cuando crucificó a cientos de nobles merinos, ¿quién iba a discutirlo?, eran malvados; ¿y los khals dothraki que quemó vivos?, ellos le hubieran hecho algo mucho peor; allí donde va, los malvados mueren y la aclamamos por ello”.

¿Habla solo de los habitantes de Poniente? ¿No se está refiriendo también a nosotros, los espectadores frente a nuestros espejos negros? El poder de Daenerys creció gracias a los inmaculados y los dothrakis y los consejeros y los dragones, sí; pero también porque nosotros la apoyamos, seducidos y acríticos.

En sus últimas temporadas, los fans que habían leído los libros han tenido que aprender a aceptar —o no— que los personajes televisivos cobraran vida propia, emancipados del papel. En nuestra época de audiencias hiperactivas y a menudo cocreadoras, millones de seguidores han visto defraudadas sus predicciones y se han creído en su derecho de protestar, exigir, incluso llorar.

Quienes aceptamos el pacto con todas sus consecuencias, en cambio, nos hemos visto arrastrados por una avalancha de avalanchas sucesivas, que casi siempre nos han sorprendido, porque atentaban contra nuestro horizonte de expectativas. ¿No es ésa una de las virtudes principales de los mejores relatos? ¿No es, por eso, un gran acierto que haya sido la daga de Jon y no Aguja la autora del regicidio? ¿Quién se imaginaba que el símbolo central de la serie, el Trono de Hierro, se derritiría y que su lugar lo ocuparía una silla de ruedas de madera?

Bran, el Roto, pero también el memorioso, es nuestro hermano: el espectador que se encuentra en el interior de la ficción, pero que lo observa todo con distancia panóptica. Tanto para los convencidos como los escépticos, Game of Thrones ha sido una experiencia memorable, porque la emoción, el amor, el odio, la sorpresa, la crítica y la indignación constituyen la materia de la memoria.  De la de Bran y sobre todo de la nuestra.

Como todas las series, Game of Thrones ha sido en su temporada final retromaníaca: adicta a su propio pasado. Desde el primer capítulo, “Winterfell”, en que los personajes entran en el castillo norteño en un orden que evoca directamente a “Se acerca el invierno”, el episodio piloto; hasta el último, “El Trono de Hierro”, en que las discusiones sobre burdeles de los nuevos consejeros del nuevo rey nos recuerdan las de los viejos consejeros de los reyes anteriores (y nos hacen imaginar qué hubiera pasado si Daenerys hubiera seguido con su plan utópico, si el futuro hubiera sido peor).

Recordaremos durante mucho tiempo dónde y con quién estábamos cuando nos pusimos en pie ante la muerte homérica de Hodor; cómo nos conmovió o nos sublevó la masacre de la Boda Roja, los terribles y maquiavélicos juegos de Ramsay, la batalla contra los muertos o el exterminio de Desembarco del Rey; y hasta qué punto apoyamos a Daenerys o a quienes la traicionaron.

Game of Thrones nos ha enfrentado con nuestras contradicciones. Tal vez esa haya sido la esencia del fenómeno. Quisimos seguir teniendo acceso a los destinos de Cersei, Jon o Tyrion pese a que George R. R. Martin no hubiera acabado la siguiente novela. Pensamos que podía ser feminista una ficción que, al tiempo que daba poder a algunas de sus protagonistas, mostraba pornográfica y gratuitamente cuerpos femeninos. Nos emocionamos con una obra en que la mayoría de los personajes han sido torturados y que han aceptado esa tortura como parte de su destino. Nos horrorizamos cuando morían los protagonistas y nos quejamos cuando dejaban de morir. Quisimos que Arya matara a Daenerys, como si una fuera mejor persona que la otra, como si ambas no hubieran perpetrado masacres con absoluta sangre fría, como si las dos no hubieran convertido ciegamente su visión en una misión que no podía ser compartida.

Benioff y Weiss han logrado que cada uno de nosotros creemos un pacto de amor y odio, es decir, de hermandad —tan fuerte como el que ha unido a los Lannister y sobre todo a los Stark hasta el final, tan poderoso como el que ha salvado a Arya y cuya ausencia ha condenado a Daenerys— con su relato sin precedentes de fantasía medieval en clave política contemporánea. Y al final nos han quitado nuestras máscaras de ceniza y píxeles y han hecho que regresara desde el más allá y con toda su verdad el verso de Baudelaire que se encuentra en las puertas de la modernidad (como “Abandonad toda esperanza” se encuentra en las puertas del Infierno): “—Hipócrita lector —mi semejante—, ¡mi hermano!”.


©The New York Times 2019