Antes de que empiece la campaña electoral de 2019, recibí un mensaje directo en twitter: una persona tenía información que quería entregar personalmente. Me pidió mi teléfono y me llamó. Ese tipo de contactos son frecuentes para los periodistas. Muchas fuentes nos buscan así para contarnos una historia, entregarnos documentos o hacer una denuncia. Pensé que se trataba de algo rutinario. Nos encontramos en un sitio público pero la reunión no fue lo que esperaba: la persona me proponía generar contenidos negativos —usando mis aptitudes de investigación, dijo— para hacer campaña sucia en contra de un candidato. “Queremos un periodista”, dijo. “Tu nombre nunca se sabrá”, insistió. Además, dijo, podría trabajar a mi ritmo, que haría buenos contactos, que me pagarían bien, y que no debía renunciar a mi cargo como editora en GK.

Rechacé la oferta. Cuando terminó la reunión me quedé pensando: de seguro buscarían a otro periodista que no dejaría su trabajo y que aceptaría la ‘chaucha’ paralela. Es muy probable, además, que jamás sepamos quién fue.

No soy la única periodista a la que le ha pasado eso. Un colega contó que una vez le ofrecieron dinero a cambio de “hacer preguntas amigables” a un funcionario público en una rueda de prensa sobre un tema delicado. La función del periodista sería “únicamente” facilitar que el funcionario en cuestión ahonde en temas que quería posicionar en medios. Ha habido a quienes les han pagado por publicar información, otros que han asesorado a los políticos que luego entrevistan en sus espacios de opinión, y otros que han rechazado varias propuestas de ese tipo.

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Un texto publicado en 4 Pelagatos me devolvió a las preguntas que, en varias ocasiones, nos hemos planteado los periodistas sobre la ética del oficio. El artículo cuestiona a la periodista Janeth Hinostroza y a su canal, Teleamazonas, por la publicación de una entrevista a la excanciller María Fernanda Espinosa, actual Presidenta de la Asamblea General de Naciones Unidas, además de una serie de reportajes hechos desde África, en los que la periodista acompaña a Espinosa a un recorrido por cuatro países.

El editorial acusa a Hinostroza de mezclar sus actividades empresariales y periodísticas, dando a entender que ha recibido dinero por participar en un lavado de imagen de Espinosa, respaldada por su trayectoria periodística y un medio nacional relevante como Teleamazonas.

La virulencia de las redes sociales — desde donde han insultado a Hinostroza y de paso a Espinosa—  anula la discusión de fondo: ¿es ético que un periodista asesore a los políticos, empresarios o personajes públicos,  a los que, en teoría, está llamado a cuestionar? Cuando una fuente le paga a un periodista por publicar una nota o por asesorarle, está desvirtuando su rol.

Una de las cosas que solemos exigir los periodistas a las autoridades y personajes públicos es que sean transparentes. Apelamos a la ley para obtener información de interés público, insistimos en que nos den entrevistas, hacemos preguntas sobre temas que pretenden ser ocultados, construimos pacientemente relaciones profesionales con las fuentes, contrastamos información, buscamos con insistencia aquello que queremos contar. O así debería ser.

Deberíamos hacer un intento permanente de practicar lo que predicamos: la transparencia. Durante varios años, ha sido un secreto a voces qué periodistas asesoran a qué políticos, quiénes los entrenan para que ‘sepan responder’ a las preguntas de otros periodistas acuciosos, qué se incluye en los paquetes, cuánto cobra, quiénes pagan. Pero me pregunto si es que alguno le ha contado a su audiencia a quién ha asesorado o cuánto ha recibido por hacerlo, o si ha hecho publireportajes o si ha aceptado dinero de una fuente.

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Las relaciones públicas —y toda asesoría que de allí se derive— es absolutamente disonante con el ejercicio del periodismo. Peor aún, con el periodismo político. Si eres relacionador público o comunicador organizacional, no puedes ser periodista.

Al menos, no al mismo tiempo. Durante un par de años dirigí departamentos de comunicación. En ese mismo período no hice periodismo político. ¿Cómo podría, sino, asesorar a un político en la mañana y entrevistarlo en la tarde? Enseñarle a un político cómo evadir preguntas y al mismo tiempo entrevistarlo es deshonesto con mi audiencia.

No somos periodistas por un lado y consultores por otros. No podemos desdoblarnos. Tenemos creencias y afinidades con unos políticos más que con otros y eso es innegable. Eso no resta la obligación de dudar de todos, de cuestionarlos a todos, de investigarlos a todos. Pero, ¿cómo lo hacemos si también los asesoramos?

Durante la década que gobernó Rafael Correa hubo decenas de periodistas que también asesoraban a funcionarios públicos. Ahora, muchos de ellos le lanzan piedras verbales sobre Hinostroza.

Empecemos por la autocrítica. “No se puede servir a Dios y a dinero”, dice en alguna parte la biblia cristiana. Para los periodistas, dios —en el sentido de quien rige nuestra vida— es el oficio, que tiene reglas bastante claras. Una de ellas es la transparencia. Si a alguien le parece que asesorar a políticos o empresarios no es poco ético, al menos que lo diga. El hecho de que lo oculte parece una admisión de que no está del todo bien. Si alguien quiere doblar la vara ética al punto de creer que recibir dinero de una fuente no está mal, también debería decirlo. Si no, ¿por qué lo calla? Cuando vamos a una cobertura en un viaje financiado por empresas privadas o por los gobiernos (porque los medios no siempre tiene la capacidad financiera de enviar a sus periodistas) es indispensable que lo digamos. Porque, si tanto nos interesa la transparencia —y como periodistas siempre apelamos a ella— deberíamos empezar por practicarla.