El Día de las Madres, que en México se celebra hoy, me produce desde hace algunos años sentimientos encontrados. Considero conmovedor hacer una pausa para rendir homenaje al vínculo materno —quizás el más fuerte que uno establece a lo largo de la vida—, reconocer el esfuerzo de esa mujer admirable que, además de parirnos, nos alimentó con su cuerpo, nos cambió los pañales y nos dedicó su tiempo. Pero, por otra parte, la imagen materna que exalta nuestra sociedad ese día me parece no solo anticuada, sino muy peligrosa para la emancipación de nuestro género.

Durante los años ochenta, la década en la que crecí, el Día de la Madre ya era una institución. En la radio se escuchaba a la brasileña Denise de Kalafe cantando “A ti que cargaste en tu vientre dolor y cansancio” y a Timbiriche decir “Yo siempre ladrón de ti”. Un poco más irónica, Mafalda le preguntaba a su madre después de verla planchar, lavar, barrer y cocinar hasta quedar extenuada: “¿Mamá, qué te gustaría ser si vivieras?”.

Se sigue hablando muy poco de la inmensa cantidad de trabajo que la maternidad representa; de la pérdida de libertad, intimidad y tiempo para realizarse profesionalmente que implica la crianza de los hijos. Pocas escritoras se han atrevido a abordar el tema por miedo al juicio negativo de la sociedad. Más pocas aún, lo han dicho tan crudamente como Virginia Woolf, quien aconsejaba no ser madre si una quería dedicarse a las letras, o como Rosario Castellanos en su poema Se habla de Gabriel, en el que describe así el nacimiento de su hijo:

Y por la herida que partió, por esa

hemorragia de su desprendimiento

se fue también lo último que tuve

de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.

Mi madre, feminista y sesentayochera donde las haya, se encargó de darme una temprana educación sexual, así como de informarme sobre lo injusta que es la desigualdad de género. Me machacó durante toda la infancia que el instinto materno no existía, que eso de dar la vida por los hijos era un condicionamiento cultural y una decisión personal. Como ella, muchas madres salieron del país durante esa década para llevar a cabo estudios de posgrado, formarse como artistas, trabajar en comunidades o meditar en un ashram. La película colombiana Amazona —en la que la directora Clare Weiskopf entrevista a su propia madre— refleja muy bien el espíritu que animaba a muchas mujeres en esa época.

A los 35 años yo misma me convertí en madre. Conocí el amor incondicional —lo digo sin ironía— y a la vez pasé a formar parte de las que, según la sociedad, deberíamos sacrificarlo todo. En cuanto mis hijos empezaron a ir a la escuela, mis obligaciones sociales se multiplicaron. Tuve, por ejemplo, que acudir cada año a los festivales del 10 de mayo y pasar la mañana entera escuchando a cada clase declamar poemas, mientras llegaba el turno de aquella en la que estaban los míos. Habían empezado a practicar semanas antes y era tanto el adoctrinamiento sobre la importancia de ese día que ¡ay de la mamá que se atreviera a faltar para irse a un spa o para asistir a una reunión de trabajo! Las maestras y todas las demás la miraban con rencor y no escatimaban en recursos para culpabilizarla. Cuando por fin lograba salir de ahí, debía atravesar la ciudad colapsada para ir a festejar a mi propia madre y también a mi abuela. Era una obligación tácita, por supuesto, pero el costo emocional de abstenerse era altísimo.

Por fortuna las cosas han cambiado en los últimos tiempos: hace dos años que no se organizan festivales en la escuela de mis hijos. Se decidió para evitar la infelicidad de los huérfanos, beneficiando de paso a todas las madres trabajadoras que no podían acudir. También resulta esperanzador ver cómo los padres participan cada vez más en las labores de la crianza. Los de mi generación, por lo menos, son mucho más presentes, más responsables y más dispuestos a defender su espacio cotidiano con los niños. A la salida de clase son los primeros en formarse en la fila para recogerlos, mientras que las mujeres llegamos del trabajo con la lengua afuera, tres segundos antes de que cierren la puerta. Somos las “supermadres” de las que habla Lina Meruane en su libro Contra los hijos —un ensayo que deberían leer, antes de decidirse, todas las aspirantes a progenitoras—, donde nos describe como mujeres extremadamente ambiciosas, que aspiran a la perfección en todos los aspectos de la vida y que la mayoría de las veces mueren en el intento. Es mentira que una madre es por default una supermujer, pero a todos nos conviene verla así para no responsabilizarnos de su bienestar.

En México, el Día de las Madres se creó en 1922 como una iniciativa del diario Excélsior con el apoyo de la Secretaría de Educación Pública y la iglesia católica, es decir antes de que los actuales habitantes del planeta —con excepción de los centenarios— hubiéramos nacido. Es como si siempre hubiera estado ahí. Pocos saben que se instituyó como medida para frenar uno de los primeros y mayores movimientos feministas de América Latina, iniciado en Mérida, Yucatán, a raíz de un congreso feminista que en 1916 recibió a más de 600 participantes. Tras él, mujeres de toda la república comenzaron a exigir derecho al voto, al trabajo, a la educación sexual y acceso gratuito a los métodos de contracepción, obtenidos por sus congéneres rusas durante la Revolución bolchevique y que luego volvieron a perder bajo el mandato de Stalin.

Es sorprendente que después de tantos años de lucha, las mujeres hayamos conseguido lo que parecía más inalcanzable: la participación como ciudadanas en la vida pública, mientras que la relación con nuestro cuerpo sigue estando limitada por las leyes más conservadoras.

¿Qué valores deberían exaltarse hoy? Para comenzar el de la madre libre, asegurándonos de que la maternidad se decida con plena conciencia en vez de constituir una imposición. Debemos insistir en que al Estado le corresponde respaldar y no coaccionar. Si una mujer decide ser madre, debe tener apoyo para llevar a cabo esa labor: educación gratuita desde la guardería y un buen sistema de salud que la acompañe durante la crianza. Si una mujer decide no serlo: toda la facilidad para poder disponer de su cuerpo.

Otra forma de honrar a la maternidad es creando redes solidarias. En México, no lo olvidemos, hay decenas de miles de mujeres cuyos hijos están desaparecidos y necesitan urgentemente nuestro apoyo.

Una última y fundamental, es la manera en que nos honramos a nosotras mismas buscando un equilibrio entre la realización personal y las obligaciones de la maternidad, para poder finalmente disfrutar sin culpas ambos aspectos de nuestra vida.


©The New York Times 2019