Sin la denuncia de una sola de ellas, sin la acusación que se atrevió a decir la primera de todas, no conoceríamos la verdadera dimensión de la cultura de acoso y abuso en la vida cotidiana de miles de mujeres en el mundo.
Sin esas acusaciones no sabríamos que el productor de cine Harvey Weinstein, el médico de las gimnastas olímpicas estadounidenses Larry Nassar o el coreógrafo peruano Guillermo Castrillón se habían estado conduciendo como depredadores sexuales, aprovechando sus posiciones de poder. Sin Rose, sin Rachel, sin Eva, sin sus voces que contagiaron a otras mujeres, esos agresores podrían haber seguido perpetrando sus crímenes cobijados por el silencio.
Por eso MeToo (Estados Unidos), Cuéntalo (España), MiraCómoNosPonemos (Argentina), NiUnaMenos (América Latina), DelataATuCerdo (Francia) no son solo campañas o tendencias en Twitter. Me atrevería a decir que no son siquiera movimientos: son formas de estar en el mundo para las mujeres, una especie de conciencia expandida y de compromiso permanente en la lucha por hacer visible la violencia de género.
Sin embargo, el proceso ha tenido muchos detractores: algunos han señalado los “excesos del feminismo” con la intención de reducir toda la experiencia de denuncia del agresor a un llamado al linchamiento. Algunos críticos han intentado deslegitimar las denuncias al calificarlas de cacería de inocentes, a pesar de que se ha comprobado que la cifra de denuncias falsas es ínfima, y de que, antes del estallido público de la rabia, muchos callaban acerca del machismo estructural.
La denuncia pública es un recurso imperfecto que no equivale a la justicia. Pero la justicia también es imperfecta y hasta ahora estas son las herramientas de autodefensa más eficaces que conocemos para hacer visible y combatir la violencia contra las mujeres. Eso no quiere decir que no sigamos buscando canales y legislaciones más eficientes para que las sobrevivientes denuncien sin correr riesgos, programas de concientización que les enseñen a ellas a hacer valer sus derechos, y grupos de exagresores en rehabilitación que les enseñen a ellos a sensibilizarse ante su machismo y enfrentarlo.
Las mujeres de América Latina ahora hablan fuerte. El ejemplo más reciente es el de las mexicanas, quienes han retomado la etiqueta #MeToo para sacudir el medio literario, artístico, universitario y cultural de ese país. Pero el hashtag ha circulado también en Perú, Colombia, Centroamérica y en otros lugares donde las mujeres ya salen—anónimamente o con nombre— a denunciar. Su objetivo es visibilizar las violencias soterradas y persuadir o disuadir a posibles agresores, que en el mejor de los casos no volverán a incurrir en esas prácticas por el miedo a ser avergonzados públicamente como violentos.
Uno de los denunciados del #MeToo mexicano, Armando Vega Gil —músico de la banda Botellita de Jerez—, decidió suicidarse después de negar que había cometido abuso sexual. Cuando se dio a conocer su suicidio, se dijo que el MeToo había “cobrado a su primera víctima”. Se trata, sin embargo, de un argumento problemático si se toman en cuenta las miles de víctimas de la violencia de género en el mundo. La denuncia contra Vega Gil por violar a una menor de edad podría haber servido para reflexionar más sobre la impunidad que a menudo rodea a este tipo de casos cuando el perpetrador es una persona que goza de reconocimiento público. En cambio, se optó por imputar a todo un movimiento por una decisión íntima y extremadamente personal.
En cada viralización de las variantes del MeToo se mezclan denuncias graves con otras más leves. Y, es verdad, se propaga de forma incontrolable en algunos casos y sin verificación. Pero también es cierto que el señalamiento público envía un mensaje contundente contra el abuso y busca la reprimenda social del victimario. Su fin último, sin embargo, es otro: encontrar maneras de conseguir justicia y, sobre todo, erradicar la cultura de acoso.
Aunque existen leyes para proteger a las mujeres de la violencia, hasta ahora algunos sistemas de justicia han funcionado de espaldas a su sufrimiento y otros, en la práctica, no les dan acceso a las sobrevivientes: en algunos países los presupuestos son nimios y en otros la legislación es letra muerta. Por eso el MeToo y el resto de los movimientos han sido la clave para revelar este statu quo violento e impune, y la denuncia pública ha probado ser un medio para ese necesario cambio cultural.
Hay que recordar también la dificultad de las supervivientes para denunciar. Para muchas de ellas decir la verdad ha supuesto más dolor y más escarnio, incluso el asesinato. Rachael Denhollander, exgimnasta y abogada, contaba cómo había perdido a sus amigos y a su iglesia por ser la primera en denunciar a Nassar en 2016. Rachel fue juzgada y cuestionada por la gente y por los medios. Dos años después, Nassar fue condenado a 175 años de prisión y Rachel fue reivindicada.
Pero la sentencia de Nassar sigue siendo un caso excepcional: ni Weinstein ni Castrillón, como miles de otros hombres señalados, han sido condenados aún, ni mucho menos han aceptado públicamente el daño que hicieron.
¿Entonces qué sigue ahora? Pedir a las mujeres que se moderen, que no denuncien sin pruebas, que bajen la voz o vuelvan a callar, que se abstengan de hacer señalamientos, es violentarlas otra vez. ¿Qué alternativas tienen si los cauces institucionales siguen siendo igual de deficientes que denunciar por Twitter? Es muy probable que no exista una manera perfecta de acusar, una que permita seguir visibilizando las agresiones, protegiendo a las víctimas y buscando justicia sin que nadie se sienta intimidado, atacado, ofendido, castigado, condenado.
Endurecer las penas no sirve de nada si no se aplican y quizás es hora de proyectar modos de justicia feminista que no reproduzcan los modos patriarcales de condena y castigo. Se ha hablado de la justicia restaurativa: lo ha intentado una mujer cuando se sentó a hablar con su agresor y otra sobreviviente al escuchar a su violador.
Pero a su vez, cómo combatir la violencia sexual no debe ser un tema que solo las mujeres o los colectivos feministas deban intentar resolver: los hombres —quienes son los victimarios en un 98 por ciento de los casos de violaciones a mujeres, hombres y menores— deben hacerse cargo pública y activamente de esta lucha; y aquellos que cometieron violencia sexual tienen que ser capaces de aceptarse y de entender que hay otras formas de relacionarse con las mujeres.
En este proceso de aprendizaje, que va a ser largo, tendremos que seguir buscando justicia, pero una que también proponga el encuentro, el diálogo, la comprensión.