En una de las paredes de mi habitación está tu imagen junto a la de Paúl y Segarrita. Imprimir sus rostros en un lienzo fue una de las primeras acciones que la gente que hasta hoy exige justicia por su muerte hizo cuando nos enteramos de su secuestro.

Recuerdo cuando me la dieron. Ese día, después de una vigilia, llegué a mi casa y la colgué. Te hablaba, bromeaba contigo, te decía “Mira lo que me has hecho hacer: poner tu imagen, cual póster de estrella de rap…” Pensaba que, el día en que volvieses, nos reiríamos y antes de bajarla, te dibujaría unos bigotes con el mismo marcador verde con el que alguna vez, haciéndote el gracioso. me rayaste la frente mientras dormía.

El tiempo pasó. Siempre mantuve la esperanza de que ese día llegaría, pero nunca llegó. Ni llegará. Cuando circularon fotografías de tu muerte, me rehusé a creer que eran reales. Jamás las vi. Sarita Ortiz —tu amiga y compañera en el diario— y yo, nos convencíamos, la una a la otra, de que las fotos no eran auténticas, y nos dábamos ánimo, prometiéndonos que regresarías.

En la intimidad de mi dormitorio le hablaba a tu imagen —aún lo hago. Le repetía, una y otra vez, que debías volver, que tenía muchas cosas que contarte. Siempre fuiste mi confidente.

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Escribo estas líneas y regreso a ver tu cara. Tu mirada, como siempre, es fija, fuerte, imponente. Es la misma que tiene tu mamá.

Me percaté de eso durante las vigilia, cuando la veía sostener bajo la lluvia una gigantografía tuya en uno de tus viajes de cobertura. Una vez me ofrecí a relevarle para que se protegiera del mal clima mientras duraba el plantón. Me miró y dijo: “Ahora esto es lo único que puedo hacer por mi hijo. No me voy a ir”.

Nosotras ya nos conocíamos, alguna de las veces que fui a tu casa, me cobijó con una manta mientras dormía en la sala.  Soy mamá y no puedo imaginar, su dolor. O el de la mamá de Paúl. Admiro tanto su fortaleza. Esa fortaleza que ambas les heredaron a sus hijos.

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Me preguntan cómo ha sido este año sin ti y hablo desde mi experiencia personal como tu amiga. Digo que han pasado 365 días desde que no he vuelto a escuchar tu voz. 52 fines de semana sin verte, sin bromear, sin salir con los amigos, sin ensayar fallidos pasos de baile, sin carcajadas interminables, sin conversaciones reflexivas, sin brindar con un cubita o una cerveza, sin arrepentimientos vanos del chuchaqui del siguiente día.

Mientras me alisto para salir a trabajar en lo que elegimos y aprendimos a hacer, te miro, sonrío y pongo un playlist que te gustaba. Suena Sharif, uno de tus raperos preferidos. Subo el volumen y te digo: “me bajé casi todo su repertorio para que lo escuchemos y veas que no acaparo la música”.

No soy la única que te habla, a pesar de saber que no habrá respuesta. Tu papá, don Galito, también conversa contigo. Lo hace en la madrugada, mientras sale a correr con la Pancha, la perrita que tu mami adoptó y que tú  solías sacar a pasear.

Tu habitación está intacta, tal como la dejaste, solo que ahora además de las medallas de las carreras de atletismo, tus libros, tus adornos de Lionel Messi y del Barcelona de España, también hay placas, reconocimientos póstumos que te han dado y que tu familia ha dejado en tu dormitorio. Entre esas cosas está la misma imagen que yo tengo en mi pared.

Tu partida ha dejado un legado que va más allá de tu labor profesional, que siempre admiré y ahora es parte de exhibiciones. Los amigos, esos de los buenos tiempos de la Universidad Politécnica Salesiana, los confidentes con los que compartimos la experiencia de gastar suela mientras reporteabamos, los compañeros inseparables de los cierres hasta medianoche, los hermanos con quienes compartías shopping, noches de bohemia y fútbol, no te olvidan.

Ahora nos vemos más seguido. Al fin logramos estar todos en un mismo lugar. La primera vez fue la noche del 12 de abril afuera del Ecu 911, cuando las autoridades decían que las fotografías no eran concluyentes, alargando nuestra agonía. Nos abrazamos fuerte, como nunca antes nos habíamos abrazado.

Al día siguiente, el presidente Lenín Moreno confirmó la muerte de los tres. Nosotros, Francisco Lasso, tu amigo y vecino, recibimos la noticia en el Ecu 911. Nos quedamos ahí sin saber qué hacer.

Mientras el sol se ocultaba iban llegando, uno a uno, los hermanos de sangre que uno elige. Nos acordamos de ti, contamos anécdotas graciosas que al experimentarlas juntos nos unió más. Todos tus amigos tenemos muchas de esas historias de esas.

Recordándote nuestro llanto se convertía en risa y esa misma risa se volvía llanto cada vez que uno de nosotros se derrumbaba con la certeza triste de nunca más estarías entre nosotros.

Te despedimos recordando siempre lo bueno, con sinceridad, con voluntad, con respeto, en breve: con amor.

Hemos festejado nuestros cumpleaños extrañándote tanto. Sabemos que estarías ahí, y aunque no podemos verte ni escucharte siempre te recordamos. Lo hacemos a diario. Cada vez que juega el Barza es imposible que Pancho no se acuerde de ti. Ya no estoy en la redacción de El Comercio, pero sé que a todos les resulta imposible pasar por tu puesto de trabajo y no pensar —desear— que ese teclado vuelva a sonar.

Tu papá dice que ahora haces reportería en el cielo. Yo no sé dónde estás ahora, lo que puedo sentir es que tu energía nos acompaña.

Dónde sea que estés: espéranos, Javito.