Mi vida dejó de ser mi vida. Lo que había conocido durante 30 años cambió el 25 de marzo del 2018, cuando mi padre, Efraín Segarra, partió en su camioneta Mazda BT-50 azul hacia a Esmeraldas. Su trabajo era así: viajar de forma recurrente por el país. En su vehículo también estaban mis amigos Javier Ortega y Paúl Rivas.
La mañana de ese día, mi papá fue a casa para pedirnos prestada una maleta que usaría en el viaje. Mi hermano Patricio se la dio y se despidieron. Eso es algo que yo no pude hacer, y que no dejo de recriminarme cada amanecer.
Durante muchos años me pregunté cómo viven las familias que tienen un ser querido desaparecido. La respuesta llegó el 26 de marzo: me habían arrebatado a mi padre.
La pesadilla se volvió realidad. Mi familia experimentó la naturaleza indescifrable del secuestro. Los días pasaron como un espejismo buscando respuestas, tratando de entender por qué a él. Mi padre fue un hombre bueno. Sé que todos dirían lo mismo del suyo, pero Segarrita, como le decían cariñosamente, era muy querido por muchos. En realidad, mi papá siempre le daba mucho más a la gente que conocía: su corazón.
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Cada día que pasa no dejo de imaginar los momentos que los tres tuvieron que pasar. Caminar con hombres armados por la selva, cruzando ríos, aguantando sol y lluvias, y con la esperanza de volver a casa.
No olvido la primera cobertura que vivimos juntos, cuando me llevó a reportear en algunas ligas de fútbol barrial del sur de Quito. Después de un par de horas de ver partidos debíamos volver al diario, pero antes había que recoger a otro periodista en el camino. Era un joven pequeño, de piel morena y unos zambos rebeldes en su cabeza. Lo recuerdo claramente, pero ese día no puse atención a su nombre.
Semanas más tarde supe que le decían ‘Pisti’. Su nombre era Javier Ortega.
Desde la noche del 26 de marzo de 2018, cuando me enteré del secuestro, mis días se alteraron por completo. No dormía. Aún me cuesta hacerlo. No comía. Hoy lo hago por ansiedad. Tenía demasiado estrés (nunca se fue).
Y, por sobre todo, no acepto su ausencia. Nunca lo haré.
La tristeza matiza mis días, mis recuerdos y mis sueños.
Hasta hoy vivo un amasijo de emociones. Nunca pude detenerme para llorar, como la mayoría de personas hacen cuando pierden a sus familiares. A pesar de ser periodista y de estar cerca de la noticia a diario, creo firmemente que nunca estuve cerca del dolor que sentían las víctimas de la injusticia. Hoy estoy del otro lado.
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Enfrentarse al aparataje estatal ha sido casi imposible. Contra la desgracia se parapeta un Estado opresor, mentiroso e hipócrita. Nunca nos dijeron la verdad.
Al principio fue ocultar las identidades de los tres, después fue engañarnos en una reunión extraoficial para decirnos que se estaba negociando y que habría buenas noticias. Al final, fue complicidad al más alto nivel.
La impotencia se volvió parte de la cotidianeidad. Mi casa está llena de recuerdos de mi padre. Él se separó de mi madre en 2006. Desde entonces nos veíamos en el trabajo, en su casa, o cuando salíamos al estadio a ver al Deportivo Quito. También íbamos a pasear y en fin de año íbamos a conciertos de Rock. Era un padre amigo, de esos que se ven en las películas.
De un día para otro, sus cosas volvieron a casa. Las camisetas del diario en el que trabajó los últimos 16 años que coleccionaba, regresaron. Sus aviones, carritos, motos, fotos de su familia y su ropa, también.
Cada mañana, al despertar, bajo las gradas de mi casa y me acerco a una foto que colocamos en la sala. Lo miro, lo siento, percibo su aroma y lo beso. Tener sus cosas me acerca a él, pero también me recuerdan su ausencia.
Al salir al patio veo su camioneta, la que tanto cuidaba y limpiaba. A veces imagino que está ahí, sentado. En ocasiones veo su sombra. La camioneta es lo que más me acerca a los tres, el lugar al que recurro para llorar por las noches y pedirle perdón.
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Volver al periódico a trabajar tampoco fue fácil. Hasta hoy, no lo es. Cada lunes espero, cuando se oculta el sol, su abrazo repentino. Siempre que venía a saludar, me daba un beso y me contaba sus jornadas. Siempre supo que me gustaban los chocolates Tango, así que me llevaba a la máquina de golosinas y me compraba uno.
Mirar el puesto de Javi también es doloroso. Con él tenía una relación muy cercana. Cuando mi padre se había ido después de llevarme una golosina, el Negro venía para hablar de cualquier cosa. A pesar de las dificultades de su vida, también era de esas personas que sonreían todo el tiempo.
La anestesia no se va. Me cuesta reaccionar ante la vida, ante lo que ocurre y ante todo lo que hay que hacer cada día. Pero sigo de pie por su memoria, exigiendo justicia y verdad.
Ellos se lo merecen, como se lo merecen las miles de víctimas que deja este Estado insensible, mediocre y falso.
Segarrita siempre sonreía. Nunca parecía estar triste o que le preocupara algo —al menos lo disimulaba a la perfección. En honor a su vida, hoy grito más que nunca: ¡Nos faltan tres!