Amigos, reporteros, familiares: es hora de que todos los periodistas consideremos desligarnos de lo que sucede a diario en Twitter, la red social más nociva del mundo.

No hay que renunciar a ella por completo, pues eso es imposible en el negocio actual de las noticias. Mejor publica menos e investiga más.

“Nunca tuitees” es un meme irónico en Twitter, algo que la gente de los medios dice para reconocer lo inútil que es pensar en abandonar esa plataforma en la que todas las noticias aparecen primero. Quiero sugerir otro significado: “Nunca tuitees” debe ser una aspiración, un paso necesario hacia mejorar la relación entre los medios y el mundo digital.

Desde luego, adopté este complejo de superioridad porque acabamos de vivir una semana terrible en internet. A lo largo del fin de semana —gracias en gran parte a la amplificación en Twitter— unos jóvenes de bachillerato provenientes de Kentucky, ataviados con gorras rojas con el lema de Trump “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”, y la discusión sobre si habían acosado o no a un anciano nativo estadounidense durante una manifestación en Washington eclipsaron las demás noticias.

Al principio, la muchedumbre de Twitter fue tras los niños de la Escuela Preparatoria Católica de Covington. Después, conforme surgieron más detalles sobre el incidente, una turba fue tras las personas que habían ido tras los niños. Nadie ganó; al final todo el asunto se trató de poco más que un escándalo partidista y divisorio.

Tan solo fue otro fin de semana en Twitter. Sin embargo, en sus altibajos, la historia sobre Covington dejó clara una cosa: Twitter está afectando al periodismo estadounidense.

El incidente de Covington ilustra la manera en que, a diario, la red social favorita de los medios sumerge cada vez más a los periodistas en el melodrama tribal. Esto hace cortocircuito con nuestros mejores instintos y favorece el pensamiento de grupo basado en los bots y las masas.

Durante este proceso, se ayuda a aumentar los estereotipos más dañinos de nuestra profesión. En vez de volverlos cronistas curiosos e intelectualmente honestos de los asuntos de la humanidad, Twitter constantemente convierte a muchas personas de los medios —me incluyo— en bots irracionales de la indignación que reaccionan por instinto después de adoptar tal o cual causa llena de etiquetas, misivas presidenciales mal escritas o campañas de información dirigida.

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Twitter no solo arruina la imagen de los medios. También sesga nuestro periodismo. Todos los elementos de la interfaz de Twitter fomentan una mentalidad que se opone a la indagación periodística: favorece la forma por encima del contenido y a los argumentos baratos por encima del debate razonado mientras reduce el alcance temporal de la prensa.

En la ráfaga inicial de indignación sobre los niños de Covington, antes de que se dieran a conocer más detalles, muchos en los medios —quienes desde entonces han confesado que debieron esperar un poco más— se enfrascaron en la riña. Dijeron cosas que no debieron. Ignoraron las ideas más mesuradas, frías y discrepantes, pues la ola de resentimiento en Twitter nos vuelve estrechos de miras y desalienta la empatía. Nunca hay tiempo para esperar antes de lanzar tus opiniones: el miedo de quedarte atrás (la sensibilidad principal de esa red social) requiere que todos den su opinión antes de que se sepa gran cosa, porque para cuando surge más información, Twitter ya habrá pasado a otro asunto.

No me interesa argumentar sobre los sucesos relacionados con los niños de Covington. He leído y visto por lo menos media decena de recuentos y, en medio de la densa neblina de los videos capturados por móviles, no estoy seguro de qué pasó exactamente. La historia parece bastante complicada para dedicarle un análisis cuidadoso, pero no es de sorprender que nadie la haya examinado como es debido en los pocos momentos que revisé Twitter el pasado fin de semana.

Confieso que cuando vi el video de un adolescente sonriente que veía con desprecio a un anciano que tocaba un tambor, yo también me sentí indignado. Mis ideas políticas me sesgaron en contra de los jóvenes, así como algo en su engreimiento y certidumbre —parece que imitaban el movimiento de un hacha con la mano y lucían gorras para demostrar su apoyo a un presidente racista— confirmó todo lo que pensaba sobre la fealdad de nuestra época trumpiana.

En el pasado, habría acompañado a los demás en los medios que no pudieron contener su indignación. Habría tuiteado mi opinión tonta —como lo hice con Justine Sacco y cuando sin querer comuniqué desinformación extraída de las radios de los policías después del bombardeo de la Maratón de Boston, como lo he hecho demasiadas veces para contarlas todas— y me habría sentido muy superior moralmente mientras me llegaban todos los me gusta.

La única razón por la que no me convertí en un payaso esta vez es porque he reducido significativamente la cantidad de tiempo que paso en Twitter. Además de promover mis propios artículos y comunicarme con mis lectores, ya casi nunca tuiteo sobre las noticias.

Comencé a dejar de tuitear el año pasado. No porque sea moralmente superior a otros periodistas, sino porque me preocupaba ser más débil.

He sido adicto a Twitter desde que surgió. Durante años, tuiteé todas las ideas geniales y estúpidas que se me ocurrían, en cualquier momento y en cualquier lugar; tuiteé desde mi boda y durante el nacimiento de mis hijos, y había pocas cosas más placenteras en la vida que pasar el rato en Twitter, viendo las noticias más recientes mientras se daban a conocer.

No obstante, esa red social ya no es un club desenfadado para el periodismo. En cambio, es el epicentro de una guerra imparable de información, un estadio de gladiadores con una gestión tan mala que casi es cómica. Un lugar en el que los activistas, los artistas de la desinformación, los políticos y los publicistas se reúnen para dirigir e influenciar el mundo mediático más amplio.

Para un periodista, ignorar ese caos requiere de una gran fortaleza interior. Me di cuenta de que Twitter me quitaba todo mi tiempo, mi energía y sabía que, tarde o temprano, metería la pata. En el fondo, sospecho que a muchos les preocupa lo mismo.

Tienen razón. Twitter nos arruinará y es hora de detenernos.


©The New York Times