Dos niñas, de unos 12 y 7 años, saludan al padre del asesino. “Hola, pastor”, le dicen. Él les devuelve el saludo con un beso. Como si fuera normal estar rodeado de policías mientras su hijo confiesa, dentro de un carro, lo que a sangre fría hizo hace seis años con una muchacha de dieciocho años. Cómo la mató. Cómo descartó su cuerpo en una quebrada, como un irresponsable que echa basura. Las niñas, que caminan por esa calle siguen, están curiosas, pero siguen y después de un rato no miran hacia atrás.

Leí esa escena en un texto de Lisette Arévalo Gross y voy arrastrando esa imagen como un malestar. Es un detalle que me horroriza: ¿cómo le confiamos nuestros hijos a los lobos?

Pienso en quienes creen en ese hombre, en esa familia. Que actúan vidas de comercial de margarina frente a la congregación: gente que sonríe, que no discute, que aconseja, que habla con voz pausada. Que representa un papel como actores en una obra de teatro. No buscan aplausos, buscan que quienes los miran actuar crean que eso que muestran es verdad. Da lo mismo que en realidad uno de ellos mate. Que los otros actores callen. Cómo, en nombre de ritos y religiones, entregamos tanto poder sobre la vida privada.

Es gente que actúa como si estuviera sobre el bien y sobre el mal. Gente que opina sobre la vida de los otros, atisba en sus afectos, discute sus trabajos, valora sus paseos. Más presentes en la vida de Juliana Campoverde y Elizabeth Rodríguez que sus vecinos.

He leído las historias sobre la desaparición —el asesinato— de Juliana Campoverde y aún no termino de instalarme en un sentimiento. Voy de la indignación al llanto, de la compasión al horror, de la furia a la incredulidad.

¿Cómo nadie sospechó? ¿Cómo alguien permite que sus niñas de 12 y siete años confíen en una familia que ocultó un crimen? Aquel secreto terrible no lo era tanto. Había una madre buscando a su hija y siendo maltratada por un sistema de justicia donde no sólo el machismo ramplón —se ha de haber ido con el novio— sino la creencia boba  —es un pastor, qué va a haberle hecho nada— le niega a una familia, durante seis años, el derecho de saber dónde está la hija arrebatada. Me sigo preguntando cómo puede ser que pasen cosas así. Cómo seguimos confiando a nuestros hijos a los lobos.

Me pregunto si alguien en la iglesia dudó al escuchar a Elizabeth. Cómo, ante la mínima sospecha, se sigue dejando que gente así opine en tu vida, bese a tus niñas en la calle. De esa gente en realidad nadie sabía nada, absolutamente nada, y a pesar de eso las dejaron entrar. Me pregunto si algún vecino no dudó. Si algún primo del hombre que mató a Juliana no sospechó. Si alguien que pasaba por la calle no vio a la oveja asediada por el lobo.

Nunca se sabe con los buenos pastores.